Cuando leí en la más portentosa novela que escribió García Márquez, El otoño del patriarca (1975), que aquel decrépito general seguía diariamente un noticiario televisivo confeccionado para no perturbarle ni un ápice su inagotable vejez, mientras que a toda su nación de infinitos paramos de salitre y de brumosos despeñaderos de mulas le televisaban otro diferente y, claro es, más compadecido con los sucesos del mundo, no pensé sino que era otra ocurrencia de las muchas y muy luminosas que arman este inconmensurable novelón, hasta que el propio García Márquez —no recuerdo si en una entrevista o en un artículo— aseveraba que todos esos prodigios en absoluto eran invenciones suyas; al contrario, eran tan ciertos como el día, porque solo reproducían algunas anécdotas de las muchas que había reunido de cuantos autócratas tenía noticias.
Pero constándome la índole guasona del aracataqueño no me produjo mayor efecto que una maliciosa sonrisa de incredulidad hasta que un amigo portugués, durante una tarde de hace ya también un buen puñado de años, me comentó alrededor del velador de un café y sin darle mayor importancia que la televisión de su país grababa cada día un telediario exclusivo para el doctor Oliveira Salazar, en el que seguía considerándosele primer y plenipotenciario ministro, como si hubiese recuperado el mando del gobierno lusitano la mañana de enero de 1969, cuando despertó en una cama del Hospital de San José, de Lisboa, tras cuatro meses en estado de coma, por una caída que había sufrido en agosto del año anterior, justo cuando su pedicuro iba a aliviarle las dolencias de juanetes y callos y a la que ni él mismo ni nadie dio la menor importancia, hasta que en septiembre empezó a emborrascársele el juicio y las palabras a titubearle.
No obstante, el doctor António de Oliveira Salazar, aparte de hallarse con medio cuerpo paralizado, ignoraba aquella mañana de enero que había dejado de ser primer ministro desde la noche del 25 de septiembre, tras treinta y seis años de inflexible y austero gobierno, porque nadie se atrevía a comunicarle su destitución; ni tan siquiera el presidente de la República, el almirante Americo Tomás. Al punto que no solo se montaba aquel noticiario televisado para mantenerlo convencido de su mando sin traba sobre el país, sino que además el director del Diario de Noticias, Augusto de Castro, corregía personalmente la edición de un ejemplar único para el palacio de São Bento —residencia perpetua de Salazar—, lugar en donde, por supuesto, se blindaba esta fabulación con la copiosa y fingida correspondencia diaria o con los despachos regulares con el resto de los ministros de un gobierno que para entonces dirigía, por elección entre resignada y atemorizada de todos los mandamases del país, el doctor Marcelo Caetano, quien había dejado de ser, hacía una década, el ministro de la Presidencia y cuyo otro gran mérito para recibir la jefatura del gabinete era su configuración administrativa del Estado Novo salazarista.
Lo cierto es que todo cuánto se cuenta de Oliveira Salazar, desde, por ejemplo, su célebre y muy sorprendente renuncia, a los dos días exactos de su primer nombramiento como ministro de Finanzas, en 1926, cuando no se doblegaron los militares a sus exigencias presupuestarias, presenta un desconcertante aire de inverosimilitud. Aunque, si por un momento nos detenemos a considerarlo, enseguida nos topamos con todo lo contrario: que es de una áspera realidad, hija del más castizo y tozudo ascetismo ibérico; baste con que nos fijemos en su cerrado catolicismo —incluso con sus adolescentes años de seminario— que le llevó a concebir su despótico Estado corporativo según la doctrina social de la Iglesia, o su renuencia, salvo accidentalmente, a nombrarse presidente de una república que tenía agarrada por el gañote, relegándose siempre al cargo de primer ministro, o su celibato casi espectral por más idilios que le inventaran, o su legendaria austeridad —tanta que impresionó notablemente a quien se puede tildar de muchas cosas menos de alegre manirroto: el general Franco—; rasgos todos, siempre elogiados por sus exégetas, y que no dejan de mostrármelo como otro modelo de cerril iluminado hispánico, de aquellos que se imponían mortificaciones espantosas, al tiempo que se abrían paso a hisopazos, cintarazos o mandoblazos para imponer su credo; con la particularidad, en el caso de Oliveira Salazar, de emboscarse tras la apacible cortesía lusitana.
Y les cuento todo esto porque acaba de publicarse la traducción de la crónica La increíble historia de Antonio Salazar: el dictador que murió dos veces, del periodista y guionista italiano Marco Ferrari, donde se relatan las chocantes y embarazosas peripecias del gobierno portugués para sostener aquella estrafalaria farsa. Y no crean que fue cosa de poco momento; se prolongó hasta julio de 1970 —o sea, un año y medio—, cuando a Oliveira Salazar se le declaró una infección renal que lo llevó en quince días a la tumba; eso sí, muy económica, pues la comparte con sus padres, en su pueblín de Vimieiro, del municipio de Santa Comba Dão. En fin, que incluso podríamos añadirle el epitafio de “genio y figura hasta la sepultura”.
Y por mero aprecio —cuando no, por sincera compasión— con nuestros hermanos portugueses y su desdichada y tristona historia durante buena parte del s. XX, les animo a que repasen sus páginas. Desde luego; se asombrarán, pero también estoy convencido de que se les escapará más de una carcajada.