El asunto de este artículo es el paradero de la generación de escritores que nacieron en torno al año 1970 y a lo largo de ese decenio que trajo la democracia a nuestro país. Pero antes de entrar en harina, quisiera reseñar aquí una curiosa anécdota que tal vez viera en algún documental, o quizá leí en alguna parte, o puede que alguien me refiriese, sobre el modo en que ciertos nativos capturan a los monos en África. Esos astutos cazadores utilizan a modo de trampa los termiteros, en los que practican orificios del tamaño preciso para que los monos logren meter la mano pero no puedan sacarla con el puño cerrado lleno de termitas. Y así, no pocos de ellos, incapaces de controlar su pulsión, caen prisioneros. Con la venia del lector, me guardo este comodín para el final.
Volviendo al tema generacional, está claro que en la política y en las instituciones se ha producido un relevo casi abrupto durante el pasado decenio; basta pensar en el rey Felipe VI, en Pedro Sánchez o en la libertaria Isabel Díaz Ayuso. El retiro forzado de figuras de primer orden, como Rajoy o el propio rey Juan Carlos, el fallecimiento de políticos importantes de la Transición, como Rubalcaba o Anguita, o la irrupción de los nuevos partidos (Podemos, Ciudadanos) formados y dirigidos por líderes jóvenes que no tomaron parte en el proceso constituyente fueron sucesos determinantes para que ese cambio se acelerase y se completara en un plazo muy breve. Pero, ¿ha sucedido lo mismo en la literatura? La respuesta, de tan obvia, casi nos golpea la coronilla con su compacta y sólida evidencia, como la didáctica manzana newtoniana que, por cierto, se inventó Voltaire. Por otra parte, como sabemos, el sector editorial sufrió una gran debacle con la anterior crisis de la que todavía no se ha recuperado. Esta situación de decadencia obliga a la producción de literatura cada vez más comercial. Es la mezquina lógica de la tabla de salvación. Además, asistimos a una especie de proliferación cancerosa desde hace muchos años, que se traduce en dos fenómenos íntimamente relacionados: la abrumadora y masiva publicación de títulos y la continua creación de pequeñas editoriales que se mueven, con mejor o peor fortuna, en circuitos cerrados y muy minoritarios. Este sería, más o menos, el panorama general.
Han aparecido en el último trimestre de 2021 dos artículos, bien fundamentados, sobre el aciago porvenir de la literatura; “Una nueva edad oscura”, de Juan Manuel de Prada y “¿Qué será de la literatura?” del imprescindible crítico y ensayista Rafael Narbona. Pero no son estas las únicas voces pesimistas que resuenan en el ágora de las letras. Llevamos años oyendo lamentos y jeremiadas de toda índole. Preguntado sobre si se alegra de haberse dedicado a la literatura, Alberto Olmos (lo más parecido a la figura del crítico autorizado, casi un fósil viviente, que hemos sido capaces de producir los de nuestra franja de edad) respondía así en una reciente entrevista: “Me arrepiento mucho. Pero eso ya da igual”. Y hace unos años leíamos una declaración de Antonio Orejudo no menos amarga: “Mi generación no supo plantar cara a la anterior”. Yo mismo aparecí en la edición digital de El Mundo, en 2014, con un titular que no me granjeó demasiadas simpatías en la industria: “La sociedad está acabando con la buena literatura”. ¿Qué está ocurriendo realmente para que autores tan distintos coincidan en una actitud común de sombrío escepticismo o de profunda desilusión?
Paso a concentrar en un párrafo mi propio diagnóstico de la presente coyuntura. Durante algunos años en España fue posible dedicarse a la literatura, más o menos profesionalmente, sin renunciar a una cierta ambición artística. Podemos opinar sobre la trascendencia de las obras de Muñoz Molina, Javier Marías, Eduardo Mendoza o Rosa Regás, pero no es razonable negar que reúnen los requisitos estéticos y técnicos para que tomemos en serio su escritura como expresión artística. Sin embargo, a partir de cierto momento se produce un cambio drástico en la industria y en la sociedad que restringe las expectativas de profesionalización de los autores a tres campos bien delimitados: la literatura de género (histórica o detectivesca, principalmente), el folletín (de temática amorosa y ambientación exótica) y la literatura infantil.
Conocí a Orejudo hace años, cuando lo entrevistamos para El Kraken, y leí con perdurable admiración su legendaria novela “Fabulosas narraciones por historias”, un fresco de época que recrea, con viñetas de aguafuerte, la edad de plata de nuestras letras y, al mismo tiempo, propone una admirable tragicomedia sobre la disolución de la amistad. Entiendo su frustración –aunque goza de un reconocimiento casi unánime de la crítica- si esta se debe a no haber reunido a un público más amplio, pero considero que no acierta en la autoinculpación; sucede que ninguna generación de escritores puede plantar cara a la anterior si no cuenta con el respaldo masivo de los lectores de su propia cohorte; algo que ya no puede suceder cuando la crítica ha perdido toda capacidad prescriptiva y el público ha renunciado a cualquier clase de literatura exigente.
“Los escritores que en el futuro triunfen serán aquellos que brinden a las masas entretenimiento sistémico”, vaticina Prada en su artículo. Y añade un poco más abajo: “esta falsificación de la literatura producirá a su vez una subversión de las categorías estéticas e intelectuales; pues allá donde la pacotilla es entronizada, se desaloja (se repudia) el verdadero logro artístico o intelectual”. Y continúa en la misma línea: “Aunque las editoriales lo nieguen o traten de maquillarlo, lo cierto es que la gente lee cada vez menos”. Por su parte, Narbona denuncia: “Se ha impuesto una prosa y una poesía que ya no luchan con el lenguaje para hallar la frase y la palabra exactas, sino que cultivan el tono neutro, aséptico e impersonal que ahorra al lector cualquier esfuerzo.” Y añade que hoy los lectores exigen a un libro las mismas dosis de entretenimiento que a una serie de Netflix o HBO.
Huelga decir que comparto plenamente estos juicios desalentadores. No es raro que casi todos los escritores y escritoras de mi generación que se niegan a entregarse de hoz y coz a la industria del entretenimiento, dedicada a fabricar libros semejantes a los piensos compuestos de las famosas macrogranjas, estén decepcionados. Recuerdo bien cuando en mis años universitarios aparecieron los primeros nombres (Mañas, Loriga…) de la supuesta nueva literatura nacional; la del siglo XXI. Luego, más o menos nos ha ido ocurriendo lo mismo a todos en distintos grados catastróficos. Una presentación brillante, unos pocos meses de gloria, un segundo libro que vende menos y, por fin, el naufragio definitivo o la entrega con armas y bagajes a las galeras de la industria; para bogar con los demás remeros al ritmo que marca el cómitre de turno, que no es desde luego el exánime editor –pobre criatura- sino el director comercial de la casa.
Si preguntamos a un profesional liberal (abogado, médico, arquitecto, empresario) por los nombres de la literatura seria producida por autores de mediana edad es muy probable que no pueda reconocer a uno sólo de ellos. Lo mismo daría que le entregáramos la nómina de un equipo de tercera regional o el plantel de un circo. No existen hoy referentes que gocen de una influencia intelectual o de una relevancia social comparable a la que lograron sus mayores: Delibes, Matute, Umbral…
Cuando mi primera novela fue recibida con toda clase de parabienes de la crítica y gozó, incluso, impulsada por el premio, de cierto éxito comercial sugerí a la editorial que la había publicado la posibilidad de presentar a continuación un ensayo. El rechazo de tal idea fue instantáneo y terminante. Cabe agradecer la nitidez con la que se me explicó lo que se esperaba de mí: un nuevo thriller y ninguna otra cosa. Más adelante, la titular del departamento de derechos fue incluso más específica: “¿Por qué no te inventas un detective?”, me sugirió una mañana soleada en su despacho, con insolente sonrisa. (No pude evitar imaginar a Cela respondiendo por mí: “¿Por qué no te lavas tú el…?” Pero los tiempos de Cela han pasado, afortunadamente.) Aunque se han escrito, desde luego, algunas excelentes novelas policiales en el pasado, si nos fijamos en el contexto de la edición actual, sugerirle algo así a un autor equivale, inequívocamente, a proponerle que se ponga a fabricar la porquería enlatada que el público adocenado y decorticado suele rumiar mecánicamente. Sin mencionar el hecho de que yo nunca me propuse escribir con el molde de Dashiell Hammett, Ágatha Christie o Henning Mankell, aunque haya disfrutado alguna vez como lector de sus libros, sino más bien (en mis raptos de entusiasmo, claro) como Dostoievski, Camus o Kafka.
Al final hay que rendirse a la evidencia de que la literatura de calidad, cada vez más, llega a un público exiguo y está condenada a un circuito minoritario contaminado también por nimia y sobreabundante basura. Como dice Prada al final de su artículo, “las editoriales se dedican a fabricar libros de youtubers, guionistas de Netflix y estrellitas televisivas.” Entonces, ¿por qué algunos nos obstinamos en continuar escribiendo en registros que sabemos inaccesibles para las rudimentarias capacidades y competencias mentales del sublector-tecnomasa? ¿Por qué no seguir las consignas que se nos brindan y ponernos al teclado con el prioritario objetivo de obtener los posibles réditos económicos –nunca asegurados- derivados de satisfacer la siempre creciente demanda de banalidad? El dilema no es nuevo, como atestigua Lope de Vega, pero se ha vuelto más diáfano que nunca: escribir para ayudar a la gente a desarrollar su perspicacia o para aprovecharse al máximo de su imbecilidad. Lo único que se me ocurre responder a esto es que cuando estás en el oficio por vocación y piensas que podrías llegar a aportar algo realmente valioso, te resistes a dejarte sobornar con una terquedad que a ti mismo te sorprende. Nos ha dicho en Twitter Javier Gomá que el autor que se dedica de corazón a las letras tiene que ver, con resignación, cómo lo adelantan por la derecha y por la izquierda. Imagino que ese mono apasionado por las termitas que permite que lo capturen antes que soltarlas, podría –con la ayuda de algún implante o microchip- llegar a entendernos perfectamente.
Rafael Balanzá