Recuerdo otras difuntas, como la espléndida Miessner que alcancé a ver todavía en la calle Lista y que luego se vino cerca de mi apartamento, a la acera del María Guerrero y donde expuso parte de la biblioteca de Pablo Neruda, o la exquisita Dédalus, en la plaza de santa Bárbara, en los mismos bajos del piso donde vivió Zorrilla, el del Tenorio, que por mínima casi amontonaba los tomos, aunque menudos títulos: uno hallaba allí siempre lo más valioso del momento, y ahora la prensa anuncia que la Noche de Reyes, esa prodigiosa fecha que hasta mereció el título de una comedia de Shakespeare, cerrará la más modesta y casi de barrio librería Pérgamo.
Se halla —o pronto diremos que se hallaba— en el segundo tramo de la calle del general Oráa, el que va desde la calle de Serrano hasta la de Velázquez, en lo más alto del barrio de Salamanca, y había abierto sus puertas en 1945. Durante estos setenta y pico años apenas varió su aspecto, y por esa vetusta apariencia de librería-papelería, como las que nutrieron mi infancia de niño de pueblo, me invitaba de inmediato a entrar y a husmear entre sus baldas para descubrir qué éxito postergado permanecía aún allí. No lo hice nunca y ahora me arrepiento; en cambio, en tres o cuatro ocasiones pegué mi nariz a su amplió escaparate. Siempre me divirtió el revoltillo que exhibía; mostraba de todo, como en una botica de sueños: bolígrafos, peluches, cuentos infantiles, manuales de dietética y, claro, los últimos y más resonantes premios; ah, y casi por sorpresa, algún título de verdadero valor literario. En fin, una librería de toda la vida, cuya clientela, como la de la farmacia de la esquina, tiene nombre y apellidos y lleva décadas encargando los regalos para la misma efeméride cuando se clausurará.
Sin embargo, para la literatura es un golpe bajo que cierre una librería. Además, todo un síntoma estremecedor. Verán, la lectura, hecho donde la literatura se produce —salvo en el teatro—, es un momento íntimo y, desde más o menos el s. XVI, silencioso; y el trato con “tu” librero guarda algo muy semejante. En el trato con “tu” librero habita el consejo para deshacer una vacilación o para resolver una incierta y antigua pesquisa y, sobre todo, la ocasión para un deslumbrante descubrimiento; ¿o cuántas lecturas capitales de nuestras biografías no debemos al consejo de nuestro librero o al ojear porosamente y entre la amena charla en sus estanterías? Esa es otra; su charla, si es confianzuda, está plagada de chascarrillos y de maldades barojianas, que convierten la visita a “nuestra” librería en un ritual de grato merodeo, casi como ocurría con las antiguas y fenecidas tertulias de café; solo que esta vez, suele ser a dúo, a veces, a trío, y entonces las pullas aumentan de malicia y exigen de mayor ingenio. En fin, todo eso que el raudo y certero envío por mensajero, como ahora propician las grandes cadenas, elude.
Se me responderá que ante el progreso nada se puede, y ahí me duele. Porque esa elusión impone otra literatura o, si me permiten, su degradación; porque si algo precisa la lectura literaria es tiempo para degustarla; tiempo para que nos satisfaga y nos colme. Ese tiempo que comenzamos a consumir durante la búsqueda por “nuestra” librería y que ahora un formulario WEB y un courrier nos ahorran. Del mismo modo como en las novelas muchos escritores actuales nos ahorran las descripciones y hasta los adjetivos, dejándonos el pergenio de los personajes y hasta los ambientes a nuestro arbitrio, y yendo “a lo que cuenta”: la peripecia. Y con tanto ahorro hasta nos ahorraron la literatura. No menciono ya el experimento narrativo; ese reto para impresionar al lector; por supuesto, ni se espera, porque al lector ya no hay que admirarlo, sino entretenerlo. Y claro, entretenimiento por entretenimiento, gana siempre el cine, y más si es por la televisión, que resulta tan hogareño que hasta permite compartirlo con la familia durante la cena, basta con disponer de un aparato en la cocina.
Pero como soy de usos atrabiliarios aún frecuento “mi” librería, Sin Tarima, allá por Antón Martín, y con la esperanza de pasar la mañana entre tejuelos y la charla con Santiago, su regente, o con Benito, uno de sus extraordinarios acólitos. Porque en Sin Tarima todo es extraordinario —o mejor: estrafalario—; por ejemplo, no presenta cartel anunciador y en cambio dispone de cava barroca con sillas de mil procedencias para los más variados acontecimientos, desde funciones de magos a clases de ukelele, pasando por presentaciones de libros; si hasta —como escribí aquí una vez— es habitual encontrarte a un señor sentado con perro a los pies que acude, como servidor de ustedes, a departir sobre cuanto sucede.
Por lo demás, confesarles que me he mordido la lengua para no abordar el suceso de Canet de Mar; aunque les pregunto: ¿dónde están cuántos nos adoctrinaron machaconamente sobre el dañino bulliying? ¿O qué ha dicho ese ministerio que protege con tanto celo a las mujeres y es tan vigilante de la xenofobia? ¿Acaso no se trata de una niña de cinco —solo cinco— años y para la que exigen únicamente que se cumpla la ley? Por lo visto, el Ku Klux Klan no anida solo en Misisipí, y los peores, como siempre, son quienes lo encubren.