Diez miradas le hicieron falta a Huidobro para descubrir la belleza entre un sueño y una catástrofe; Sabines buscó el rastro de una mirada en la sombra del agua y el eco de un suspiro; Cernuda, una mirada fugaz entre las sombras; Storni la perdió distraídamente sin volverla a encontrar; y Bécquer… Bécquer la intercambió por un mundo. ¿Cuánto vale una mirada en la poesía?
María Ángeles Lonardi lo sabe bien. Por eso, los versos que componen En el vértigo azul de una mirada retoman esta imagen en un tiempo como el nuestro que demanda una mirada activa. En su libro Modos de ver, John Berger nos avisa de que la vista llega antes que las palabras pues las niñas y los niños miran y ven antes de hablar. Berger concluye que mirar es un acto de elección y nos dice que la mirada es una zona interior donde se sedimentan nuestras experiencias.
En estos versos Lonardi nos regala su mirada, generosa y honesta. Al igual que la de los poetas románticos, se dirige hacia adentro, se sumerge en las aguas más profundas, como diría Shelley en su «Endymion», pero también mira punzantemente al exterior, a la realidad social, y la denuncia sin tapujos. Como escribiera William Butler Yeats a Ezra Pound en 1928: «Combatiré la crueldad de las ambiciones mezquinas hasta la muerte». Yeats generalizó este rasgo a toda la generación de Pound que había sobrevivido al movimiento romántico y acabó reconociéndose un revolucionario, «una gota de histeria todavía en el fondo de la copa». Lonardi combina la doble mirada en un libro dedicado íntegramente a este motivo sin olvidar el vértigo que supone mirar desde el compromiso ético y social, sin olvidar esa gota de histeria que ha de tener la poesía.
En el vértigo azul de una mirada, que se estructura en cinco secciones, arranca con el poema homónimo donde el yo poético no oculta su vulnerabilidad y dependencia emocional para ofrecernos su lado más secreto y revelarnos el poder que tienen los ojos de la persona amada: «un parpadeo tuyo/ me hace caer/ por el precipicio definitivo/ y me sobra el universo, todo».
Tras esta confesión, la primera sección del libro, Volviendo la mirada, supone un acto de valentía: mirar hacia atrás para descubrir nuestros orígenes. Primero, se revisa el mito del Génesis que, en esta ocasión, entronca con el mito de la criatura en Frankenstein de Mary Shelley. El grito de aquel monstruo y su ensordecedora soledad rompe el idilio de la pareja edénica para hacer extensivo este abandono a toda la raza humana, a la propia voz poética: «comprendo que sola he de bastarme». Con esta verdad asumida, revisa su infancia con una mirada que queda lejos, intenta atrapar aquella luz y su secreto, que flota como el haz de polvo que recuerda, como las alas que tiene en sus sueños y de las que no piensa despojarse. Sin abandonar esta luz, nos avanza la razón por la que fracasamos como sociedad: «Nos creímos dueños de todo/ cuando apenas éramos pasajeros». Como Víctor Frankenstein, buscamos la inmortalidad y la fama sin entender que «la muerte siempre se disfraza/ y se esconde, donde/ no ven tus ojos/ de animal herido». Esta sección concluye reivindicando una mirada «para entender tanto despropósito», una mirada madura, «anaranjada», que recorra el crepúsculo mientras las sombras avanzan.
La segunda parte, Cuestión de miradas, alude a la importancia de apreciar distintas perspectivas y opiniones. El yo poético demanda una mirada que vuelve, que «nos salva o nos hunde», que nos permite salir de nuestra asfixiante inmanencia y de la única verdad que conocemos. Así surge la mirada cómplice, la que atraviesa el horizonte. Hay que mirar «al interior del estanque», pero también hacia fuera para no ignorar ese «mar de horrores y fracasos». Si sólo miramos hacia dentro, acabaremos perdidos en nosotros mismos («si no me miro en tus ojos,/me pierdo»). Salir de nuestra piel es explorar otros territorios inciertos, pero debemos, nos dicen estos versos, dejarnos guiar por nuestro instinto para desvelar el mapa y llegar al fin, maravilladas y maravillados, al puerto que nos espera. Somos flâneurs que buscamos la belleza, como nos dice uno de los poemas, o simplemente queremos entender la realidad, que «está en la mirada con que se mira».
Mirada transversal, la tercera parte, se sumerge de lleno en la crítica social, pero antes retoma la idea central de la soledad. Tras la confesión inicial («Nos aterra morir solos/ y solos enterrar los huesos»), la mirada se fija en Europa para cuestionar su ubicación y sus valores mientras suena «Mediterráneo» de Serrat, «mientras todo se desmorona». La guerra siria sirve para denunciar un genocidio «que apenas [nos] escandaliza» y que se completa con el poema «Si sólo fuera…», inspirado en la marcha de la vergüenza, una columna de refugiados sirios que atraviesan Eslovenia mientras seguimos instaladas e instalados en «nuestra tonta manera/ de ver sin mirar». La voz poética concluye que «la humanidad padece ceguera crónica». Tras denunciar la tragedia del mar y la inmigración, esta sección acaba con la cita de Machado, «esa España de charanga y pandereta», para concluir que la historia se repite, una nueva oportunidad perdida que supone la «escisión de dos mundos».
Con este tono de denuncia y pesimismo arranca la cuarta parte, Mirada de hoy. El primer poema anuncia un tempus fugit que «marca el compás del baile». Muy lejos del locus amoenus, estos versos nos ubican en un aquí y ahora, en una pandemia de la que cuesta evadirse, aunque pasará la tormenta y volverá el sol, nos dice convencida la voz poética. «Pandemicus», «Tiempo de no abrazos» y «Tras la ventana» nos anclan en la pandemia actual y sugieren el cambio que ha provocado en nuestra forma de mirar el mundo («hasta he mudado la piel/ puertas adentro») para hacer balance y salir reforzada de esta situación, con alas prestadas. Este apartado cierra con un alegato a la poesía: «mira, contempla y escribe/ lo que te dicta la vida».
Llegamos al final del viaje, la última sección titulada Más allá de una mirada. La sombra del tiempo sigue acechando, pero, «aunque tengamos las horas contadas», aunque vayamos a tientas con el destino, nos salvará el abrazo, la conciencia de quiénes somos y dónde habitamos. «Tienes que verlo (la tierra habla)», nos increpa la voz poética con un claro mensaje ecológico. Con tintes apocalípticos, concluye: «Tampoco es verdad que todo lo has visto». Éste es un libro de miradas presentes, incluso de miradas distópicas que ojalá no tengamos que experimentar, pero también de posibles miradas futuras cargadas de belleza, una utopía que revolotea en estos versos que se aferran a la esperanza. El libro concluye con una sucesión de preguntas retóricas sobre la vida y la muerte. «¿Qué será?», nos interpelan los versos. «¿Será el temor a conocernos o a desconocernos/ cuando nos miramos en los espejos?».
En este viaje a través de la mirada, Lonardi mira sin miedo y nos hace mirar con ella. Sin miedo. Mirar es un acto de elección, ya lo decía Berger. Si elegimos mirar con Lonardi nos veremos a nosotros y a nosotras mismas en los espejos de sus palabras pero también, como Alicia, los cruzaremos para ver qué hay al otro lado.
Tal vez encontremos el abrazo que tanto anhelamos.