Cierro las tapas de la tercera novela consecutiva que leo de Malraux y una única palabra me viene a la mente: fraternidad. Es la que más se repite en su obra. Es como el buque insignia de su literatura, de su forma de asimilar y explicar algunos de los episodios más dramáticos y apasionantes que pueblan sus historias, sus vivencias y parte de la historia del siglo XX. En Melville, sin embargo, esa hermandad se nutre de obcecación y fatalidad, como si la conducta de sus personajes diera vueltas en círculos para acabar en el mismo vacío.
Podríamos casi afirmar que ambos comparten una misma idea de la naturaleza humana, pero en diferentes estratos. Como si, para llegar a comprender cabalmente la amalgama de una, debiéramos rascar hasta sangrar la primera, la que rige el comportamiento humano. En tiempos de heterodoxia simplificada, esas ideas constituyen el mapa de la conducta, cada vez más difusa y rectilínea, de estas sociedades apáticas en que jugamos a vivir.
De las tres grandes novelas de Malraux (La esperanza, La condición humana y Los conquistadores), puede que esta última sea la que menos detente ese péndulo en que el novelista y aventurero francés hace oscilar a casi todos sus personajes (a él mismo, en definitiva) en torno a la vigencia o inanidad de un ideal en el fragor de la batalla o frente al pelotón de fusilamiento. Porque Malraux es consciente del carácter absurdo de todos los sistemas, de todas las ideologías y guerras que fecundan la condición humana, y precisamente por eso se abraza a la fraternidad, al valor de la palabra como pilar ante el desconcierto. Con excepción de Los conquistadores, donde, a pesar de librarse una guerra fratricida al otro lado de la puerta, a unos metros, todo parece resolverse (como en las novelas más intimistas de Onetti o en un texto cualquiera de Kafka) en una habitación cerrada, encontramos en La condición humana y La esperanza ese vigor de tropa haciendo frente a la incertidumbre a campo abierto, en las trincheras, en escuadrones surcando, más que el cielo atravesado por densas nubes de humo negro, un verdadero territorio anímico, fatal y hermoso al tiempo que épico: el sentido del absurdo expulsando al aventurero hacia fuera, hacia lo irrevocable, hacia la contingencia. No es una mera casualidad ni capricho de lector que cite continuamente a Dostoyevski y ensalce su relevancia y legado en la literatura y el pensamiento desde entonces. En Melville esa batalla irreconciliable con el devenir tiene forma de ballena blanca y capitán.
Moby Dick posee todos los ingredientes de una novela de aventuras, pero es más que eso. Del carácter inescrutable e invencible del capitán Ahab, obsesionado con la ballena hasta la ceguera intelectual, se percibe algo que, una vez más, nos atañe a todos. Es la vieja historia, la misma, contada una y otra vez desde los tiempos de Gilgamesh. Y la ballena blanca, imperturbable como la misma naturaleza que trasunta su vida, tan solo viene a enseñarnos el tamaño infinitesimal de nuestra vida en términos astronómicos. Melville, un analista de lacerante humor que desgrana la pérfida cabila en que nos hemos convertido a fuerza de traicionarnos continuamente, también es consciente del absurdo plan de los hombres en conquistar un mundo ajeno que nunca deberíamos haber pisado (es decir: pisoteado). Y engrasa todos los resortes de la aventura con la persecución de la ballena a mar abierto, luchando (claro que sí) contra todos los elementos, arrastrando, terco y obsesionado hasta el delirio, a toda la tripulación a zozobrar. Puede que no exista metáfora más clara y concisa de la humana actividad. Porque, a diferencia de los personajes de Malraux, que buscan en la comunión la salvación como hombres, no como mártires, el capitán Ahab no duda en llegar hasta el final, su final, con tal de probar (en este caso, Melville) el carácter ilusorio de dios en la tierra. Es como pisar un hormiguero y ver el caos desatado en torno al cráter aplastado. Respuesta: nunca debió estar ese hormiguero.
A menudo pienso en la amistad de los últimos momentos de la que habla Malraux, en la épica de Melville a bordo de su no tan imaginario barco ballenero Pequod, y decido que únicamente tiene valor literario y humano aquello por lo que vale la pena escribir y vivir. Son motivos muy humildes y perentorios por su propia naturaleza. Porque la clave no está en tomar un fortín o cazar la ballena blanca, sino en conquistarse a uno mismo sin dilaciones, como en una capitulación irrevocable.