De lo minúsculo a lo mayúsculo. De lo singular a lo múltiple. De la incertidumbre a la certeza. Del blanco al color. Etapas de creación y reflexión que cubren el proceso del exceso del mundo en el que vivimos y mal habitamos. Un proceso y un exceso que, Irene Cuadrado en su exposición en Casa de Vacas de Madrid, nos los plantea a través de la magia del color.
Una magia que muchas veces comienza sobre fondos blancos adornados apenas con unos trazos, o unas manchas, de lo que más tarde será un macizo de capas que se superponen las unas a las otras, y cuya pigmentación nos obliga a contemplarlo todo desde la óptica de aquel que se precipita sobre un vertedero de luz y color al modo del festival hindú de los colores Holi. De esa explosión cromática nace la pasión de una propuesta maximalista que, sin embargo, busca los espacios mínimos que aún poseen algo de libertad. Espacios que representan la génesis de lo que luego será el todo: múltiple y único, delatador y apasionado, efectista y vívido.
La policromía dentro de la monocromía nos advierte del riesgo que en sí mismo conlleva generar capas de pintura en forma de tisúes, porque de esa atracción por la magia del color se crean pasos indeterminados que bien es verdad que, a medida que avanzan, se convierten en un ballet de objetos que tanto pueden atraer al espectador como hacerle desistir a la hora de buscar aquello que le falta o le sugiere la pintura que observa. Un espejismo óptico del que sin embargo se libera cuando es capaz de resolver y percibir la dimensión simbólica de los objetos que se acumulan en el lienzo. Irene Cuadrado es una adalid del orden sobre el desorden, y por qué no, del mensaje que el arte en sí mismo posee sobre el exceso. Aquí, si hay un horror vacui, es el de la intensidad del color sobre la memoria y el recuerdo que se precipitan sobre los objetos que componen sus cuadros. Recuerdos y experiencias de un mundo nuevo que es especialmente adictivo al simbolismo de las marcas con las que nos identificamos, y con los objetos de consumo que utilizamos y después desechamos. Un proceso del exceso que plasma muy bien la artista en sus obras. Un proceso del exceso en el que también tiene cabida el olvido. La máxima condena que los seres humanos aplicamos sobre lo que deja de interesarnos o simplemente de aquello a lo que ya no le prestamos atención. La atención y la intención del proceso del exceso se convierte, en este caso, en la gran bandera del consumo sobre la que vertemos nuestros fallidos deseos.
Más allá de esta majestuosidad pictórica interpretada como la magia del color, en esta exposición también asistimos al buen hacer de la artista cuando aborda los paisajes. Esos verdes que se iluminan y decoloran por la luz del sol. Esas transparencias de las hojas que lo adornan y adivinan, juegan muy bien con nuestra capacidad de mirar. De mirar y repensar lo observado y experimentado, pues sus paisajes es lo que desprenden: vida; una vida que surge bajo los rayos de un omnipresente sol que, aparte de ser la fuente lumínica por excelencia, es la luz que hace de guía para perdernos en cada uno de los dos paisajes expuestos. Paisajes que se convierten en bosque y senda, hojarasca y madera, armonía y luz.
En esta exposición de monocromías polícromas nos encontramos con un espacio denominado como Comienzos, y en el que sobresalen los retratos que la autora ha ido creando a lo largo de los años. Niñas, adolescentes y mujeres, que suspendidas bajo fondos pasteles, o en profundos sueños, o en miradas ancladas en un objetivo, se nos revelan con la consistencia del gesto sencillo y la profundidad de su mirada. Estáticas y balanceantes, sus mujeres-retrato son el contrapunto visual y cromático a una forma de concebir el arte como la capacidad que tiene el ser humano de llegar a repensar el proceso y el exceso como parte de un todo en el que Irene Cuadrado nos ha querido hacer llegar bajo la magia del color.