La novela, el teatro, el guión se pueden edificar con mucho oficio y poco talento. Obligan a parcelar el tema tratado, donde no cabe todo. Estos escritores suelen afirmar que les importan, en especial, sus lectores, cuando lo que resulta sustancial es el texto que se hila con el bagaje de las palabras, aunque lo lea una minoría. Estos escritores demuestran ser incapaces de abarcar el alma, primero el propio y luego el de los muchos mundos que nos afectan. Falsean la artesanía y se mienten a sí mismos.
La poesía nace de una contemplación total de lo narrado en la realidad, del secuestro continuo del espíritu que alberga al creador. Por eso la poesía exige talento innato, un escritor total que toque todos los géneros volcándolos en un puñado de versos. Iñaki Ezkerra es un poeta de talento innato, poseedor, además, de una ironía cargada de sana revancha contra los que ensucian los principios, algo que destaca en Carnaval sin fiesta, su nuevo libro de poemas recién llegado a las librerías. El escritor, el de la veracidad múltiple, siempre anda a vueltas con la memoria y el dolor, sea joven o mayor, una verdad inmutable en la historia de la literatura.
Lo que diferencia a un escritor de su par radica en la manera de organizar lo contado. Iñaki nos invita a sumergirnos en tres apartados: De la cuarentena, Poemas metasociales y Poemas de la revisión. Nos propone un juego de engaño plagado de autenticidad, la contradicción continua entre lo que somos y lo que mostramos. Sobre los pilares del despiste, el vehicular, el que escarba en nuestros anhelos, sinónimos de los miedos, construye lo singular que define a cada poeta, sus exequias en vida, pues la poesía muere y renace a cada instante, y su mortandad se prolonga en las páginas hasta que Iñaki decide resolver el misterio del poema mostrado con anterioridad. Remarca al principio del libro a Boccaccio y Shakespeare para convertirlos en tema recurrente del poemario. Hemos caído en la trampa articulada del autor, que la ha cincelado con dos nombres como dos puñetazos que tornaran en largas caricias. Al mentar lo vehicular me refiero a que Iñaki inserta su alma en la nuestra mediante los versos, y nos hace viajar a lo largo del libro armados de sensaciones y máscaras, a priori el material con el que el escritor se reinventa. El poemario está escrito, página a página, en varias capas de cebolla, en una diversidad de mascaras superpuestas. En cada una de ellas Iñaki se desnuda como un amante sereno, quitándose la ropa sólo de la porción de la piel que desea enseñar, porque ese trozo de carne con la que se intenta mercadear y no se consigue, es una herida, a veces personal, a veces colectiva, siempre individual en el otro, el que importa.
El autor utiliza las máscaras como el ropaje de la fiesta eterna donde, borrachos de melancolía, acabamos desnudos por completo al amanecer. El creador, entonces, maestro de la exhibición (los que escribimos lo somos) comienza despojándose de una prenda para, a la postre, presentarse ante el respetable libre de complejos, adornos, imposturas, los espejos que reflejaban las máscaras que se han desvanecido al terminar el libro. Logra que el lector, que ha entrado en el laberinto sin percatarse, consiga a su vez estar denudo, pero con las amonestaciones, tantas y tan a menudo, emancipadas de su ser. Esta es la grandeza del poemario, su particularidad convertida en escritura objetivable, ya que lo que existe se debe explicar. El transito de la lectura navega en un prisma de sensaciones, y de nuevo el autor se esconde sin que lo sepamos, y se descubre verso a verso.
Iñaki nos cuenta que somos prisioneros del infame, del adulador o del ofensivo, del jerarca o del que tiene ínfulas de mando. Con tal de mantenerse perenne en lo que es bueno, se quita despacio las máscaras hasta que resta la libertad impúdica y maravillada. Uno está convencido al cerrar Carnaval sin fiesta de haber erradicado el mal. Otra vez Iñaki Ezkerra, como buen poeta, se sale con la suya, que es mecernos en nuestra indulgencia con nuestra pereza o nuestros fallos, en nuestra sugerida fortaleza que nos ha indicado el libro. Pero ocurre lo contrario. Iñaki lo fabula. Por eso, sin que lo hayamos observado, hemos braceado en las aguas subterráneas del poemario. Se impone el deber de aclarar que la poesía que merece la pena y la alegría tienen su pulsión debajo de lo escrito, en un océano turbulento que las palabras, las que saltan a la vista, transforman, según avanzamos, en las corrientes tranquilas que precisamos para combatir la realidad.
Esta es la verdad de la poesía, la de su autor, Iñaki, lo que jamás aflora en los versos, lo que perturba, lo que nos agarra de las solapas finalizada la lectura y nos grita a las bravas que hemos sentido lo leído, aunque no seamos capaces de concretarlo. La poesía, la que excita al corazón y desmiente a la razón, nos sumerge en la comprensión de lo humano, precisamente, desde el exilio voluntario de la lógica. La poesía es la única que se lo permite, loa única que no responde a voces exógenas, porque no desea que la contaminen.
Pero vivimos encapsulados en una burbuja de polución, justo en la que percute lo que no se imprime en negro sobre blanco, lo que respira en la tierra fértil, insondable, bajo el océano del poemario. Desprovistos de máscaras, la urgencia del libro y su victoria, al rato de leerlo, reposadas las emociones, averiguamos que los poemas nos han trasladado su verdad, incuestionable como las que son personales en lo libre, en lo duradero: Somos marionetas, una verdad tremenda. Marionetas de los demás, cierto. Marionetas de las imposiciones, aquellas prohibiciones y críticas que hemos insertado en nuestro sistema de valores con la pretensión de instalarnos en una zona de confort. Pagamos un precio elevado, nos acusa el poeta, el de deshumanizarnos, el de contemporizar con lo horrible, entregados ya a las chatarras, a las cataratas de pensamiento, las que ciegan, propias de los que dirigen el gobierno de muchas cosas estúpidas.
Nuestros valores permanecen destartalados y apenas nos sostienen. Hemos permitido que una cohorte de desconocidos los infecten, los mancillen; por eso paseamos con ojos vagabundos mirando al tren, apretados detrás de nuestras máscaras, cómodos en los lugares comunes y los espacios donde se comparte la indiferencia.
La pandemia, lo insinúa el autor y lo subraya según transcurre la lectura, nos ha anclado en nuestra debilidad de carcasa mortal. La muerte, de ordinario insatisfecha, ignoramos la fecha del termino del Covid, nos apresa en la mugre de los que supuestamente nos protegen y -el poeta lo conoce como lo explicita- se protegen a sí mismos encerrándonos en cárceles mentales de obediencia. Ciudadanos no. Somos soldados de gelatina de los que habitan la punta de la pirámide. Desfilamos a su son, nos guste o no. Como ellos, hemos sustituido nuestra conciencia por un guarismo que acicala nuestras mesas, que nos aleja de lo famélico material mientras nos sumerge en la indigencia intelectual, la misma que ha combatido de siempre Iñaki Ezkerra, y que palpita en sus versos regados de sangre cotidiana. El hacedor halla la boya, la que le rescata de la marea, en la vulnerabilidad. Nos dice que no somos héroes pese a las muchas batallas libradas, que nos pueden romper pegando un latigazo a los clichés que nos visten. Y acierta.
El poeta nos aboca, lo hace consigo, al tribunal de la inocencia que extraviamos en la pubertad. De ahí que su memoria, liberadora, nos conmine, en los versos que la citan, a regresar al útero de la infancia, cuando observábamos a los monstruos sin habernos mimetizado con ellos. Esposados a los hilos que manejan las élites, incluidas las autocoronadas, Carnaval sin fiesta señala, la poesía del alma. Señala o se queda en nada, con un dedo violento a nuestras convecciones, las que nos queman, las que diluyen nuestra convicción de aspirar a un mundo mejor. Iñaki, por fortuna empedernido luchador, en cada uno de los poemas, describe las lluvias de la intolerancia; luego dispara contra ellas y después, pertinaz en la ensoñación, narra -los versos narran- el sentimiento del que resiste, las sensaciones de quien es persona frente a lo establecido; del que, con la luminosidad que concede la palabra escrita y el talento que la acuna, en vez de disiparse, centra su universo en lo que la piel absorbe y la reflexión rechaza. En la buena poesía (en este poemario lo es), la de la experiencia que prueba, desecha y vuelve a testar, la razón ha quedado atrás, relegada por las sensaciones bellas e impuras manifestadas en los versos. Carnaval sin fiesta se lee como un manifiesto de emociones contra todo y por supuesto contra su autor. Y es que la poesía, aun despistando, no miente; al contrario, acera la verdad sin dulcificarla por mucho que uno piense que está leyendo metáforas sobre lo hermoso que es vivir. La poesía del autor usa la belleza verídica de las palabras a fin de destrizar la sospechosa, y por ende magnificada, delicadeza de lo real.
El autor, en los versos, menta a una serie de escritores, a los poetas Bocaccio, Shakespeare, Gil de Biedma, Otero, Goytisolo, De la Cruz, Pessoa, Whitman, Valéry y Machado. Son las influencias en las que se reconoce, en particular la de Machado con su interpretación heterodoxa, contando con su tiempo, de España; el Machado al que cita Iñaki en uno de sus versos, porque Iñaki se dedica a diseccionar la nación con el escalpelo virtuoso del alma.
Identifico a otros escritores, al ensayista Camus. Él y Ezkerra sondean en el estigma de haber nacido, de caminar en la existencia desconociendo en qué consiste ésta, sostenidos en la única verdad que conocen, la de sus actos, la defensa rocosa de la libertad, la puerta, la fortaleza y la salida de lo que somos en esencia, lo que nos activa y en ocasiones, demasiadas, hace que nos asesinen o peor, nos encadenen al silencio, que significa la muerte en vida.
Encuentro en este autor a los poetas Lowell y Carver, maestros de la poesía de la experiencia, de los detalles que nos definen, en los que nunca se esconde el diablo. Los detalles permanecen imborrables en el libro de Iñaki Ezkerra. Disfruten de esta lección de vida.