Uno de los títulos más sucintamente ajustados al contenido de la obra es, sin ninguna duda, el de la implacable novela de Coetzee. Dedicaré este artículo a un asunto que ya ha aflorado en entregas anteriores, de modo explícito o en filigrana, y que consigno ahora en forma de pregunta directa: ¿Debería seguir siendo en el futuro, como parece haberlo sido en el pasado, misión principal de la literatura la de reflejar los aspectos más problemáticos, sórdidos o desagradables de nuestra experiencia? Es decir, ¿debe la literatura, sobre todo y ante todo, reflejar la desgracia?
Lo primero que habría que notar es la enorme complejidad de la cuestión y la trama densa de hilos y nudos que subyace a este planteamiento. Si la condición humana está marcada principalmente por la desgracia (proposición no demostrada número 1), si esta situación no es superable mediante la fe y la esperanza –como proponía el cristianismo- o mediante la razón y la ciencia –como sugiere la Ilustración- y por tanto seguirá siendo así en el futuro (proposición no demostrada número 2) y si, por fin, como postuló Platón y repitió Keats, belleza y verdad están inextricablemente vinculadas (proposición no demostrada número 3) y por lo tanto el arte es un camino hacia la verdad, alternativo o complementario al de la ciencia; entonces, de todo lo anterior resultará ineludible colegir que la respuesta a la pregunta del comienzo es un rotundo sí.
Son varios los aprioris, como se ve, que debemos admitir antes de dar por buena la afirmación. Demostrar los tres supuestos antedichos desbordaría la extensión razonable para este artículo, así que, sin demorarnos en la prueba, declararemos de una vez nuestro asentimiento ante esas tres premisas enunciadas y dejaremos en libertad al lector –como no podría ser de otro modo- para rechazarlas si no le convencen.
El hecho es que la literatura, la que ha perdurado hasta nosotros, la que eleva en el horizonte de la civilización sus apabullantes cumbres, es ante todo literatura de la miseria humana. Contrariamente a lo que hoy tiende a creer la mayoría, leer sobre la desgracia puede resultar tremendamente terapéutico. A esto, en relación con el teatro, es a lo que se refería Aristóteles con su famoso término “catarsis”. Muchos libros de autoayuda, e incluso de psicología pura y dura, ofrecen el caramelo envenado de invitar a pensar que la desgracia es un accidente evitable o, en todo caso, un fallo de gestión de nuestras emociones… y nada más. La conclusión demoledora es que si somos infelices es culpa nuestra y sólo nuestra. El objetivo tácito consiste en convertir la desgracia en un problema técnico que admite soluciones prácticas. En ese caso, la literatura encargada de abordarlo será, asimismo, de un carácter eminentemente pragmático. Y el territorio de la ficción queda reservado a la pura evasión, fabricada por una industria que se dedica a generar diversión y entretenimiento. Las grandes obras del pasado son consideradas demasiado arduas y complejas. Es el rechazo de la catarsis.
Pero si asumimos la idea de que incluso la más gozosa de las vidas está condenada a la extinción y de que nuestros anhelos de felicidad nunca se verán enteramente satisfechos, entonces la tradición que nació de la tragedia ática y del Antiguo Testamento, y continúa hasta Beckett y Céline, entre otros, cobra pleno sentido. Sin embargo, el esfuerzo unánime de las masas consumidoras contemporáneas ha sido, y sigue siendo, la infantil y obstinada negación de ese principio.
No es que la literatura fungible y las series de televisión no trufen sus peripecias con desgracias –si no lo hicieran carecerían de aliciente, claro- pero evitan indagar los conflictos internos que causan o generan tales zozobras; incluso aquellas que exhiben en su fórmula cualitativa cierta dosis de densidad dramática, ese conocido espesante industrial. En las series, en los folletines sadomasoquistas, en la novela negra con detectives de variopinta orientación sexual, el enemigo suele venir de fuera, ya se trate de un seductor, de un narcotraficante, de un zombi o de la síntesis de esos tres. Raras veces se busca al enemigo en el interior, en las contradicciones y mezquindades de los personajes. Después de Breaking Bad ninguna serie ha captado realmente mi interés. Me aburren como juguetes de cuerda con revestimientos sofisticados, ya sea futurista o de época. Algo que no me pasa jamás con mis relecturas de Dostoievski; quien, por cierto, tal vez se habría sonreído paternalmente con las andanzas de Walter White.
Y nadie caiga en la simpleza de creer que la desgracia es incompatible con el humor, como si Cervantes no existiera. De hecho esa es la combinación que yo prefiero. Y la razón por la que entre Kafka y Proust jamás he tenido la menor duda. Sin discutir la excelencia del francés, por supuesto, conecto más con las humoradas del checo, a menudo dignas del mejor cine cómico y tal vez influidas por él. En cambio, cuando llevo cuatro páginas esperando a que Swann decida de una buena vez si esos cuatro mil francos son o no suficientes para Odette…, empiezo a oler a polvo de estramonio, me pongo del color de la cal y me dan ganas de pedirle a Marcel que me haga un sitio en su cama de hierro forjado, sean cuales fueren las consecuencias.
La literatura importante sobre la desgracia parece haber caído en desgracia. Y en cambio, a medida que se hace más densa una sensación generalizada de fracaso en nuestra sociedad proliferan en las secciones de ensayo, como bledo y cerraja en solar abandonado, los libros dedicados al éxito. Sucede que en política, la retórica sobre la felicidad está constreñida por los sólidos e infranqueables muros de la realidad. Cuando un partido promete el paraíso a sus fieles y luego llega al gobierno y el paraíso queda siempre a la vuelta de la esquina de la oficina del paro, los votantes se enfurecen y cambian de bando. Contemplar estos días la desolación de Yolanda Díaz al ver estrellarse al Gobierno contra los diques del mercado libre energético y las limitaciones europeas a la derogación de la reforma laboral, tiene la misma gracia que ver a Pippi Langstrump caerse del caballo de lunares y romperse las dos piernas. (Los mayores sabrán de quién hablo.) Quiero decir que no es motivo de alegría, sino una verdadera pena, que sólo puede regocijar a la agusanada y resentida oposición. Pero el infausto experimento sirve para establecer un claro y sólido principio de realidad.
Por otra parte, los vendeburras de la autoestima no encuentran freno alguno para su retórica de algodón de azúcar. Igual que los astrólogos, los videntes y las brujas del tarot, no tienen que rendir cuentas a nadie. Ganan dinero engañando a quien paga, precisamente, para ser engañado. Creo que uno de ellos presenta ahora en la televisión pública un programa destinado a los adolescentes; esa generación Z que está siendo acomodada con ternura y muchas consignas motivacionales en la cesta de la catapulta que los lanzará sin compasión contra la granítica muralla de la verdad verdadera.
Para la ficción política y televisiva el enemigo está siempre fuera. Si no me siento bien, si mi vida es miserable, la culpa la tiene este gobierno filoterrorista, o los inmigrantes, o los nacionalistas centralistas, o los separatistas periféricos, los talibanes, los chinos, los andromedianos… Yo no puedo ser responsable, porque ni siquiera existo, ya que la libertad es pura ilusión, como demostró el profesor Bacterio. Aunque tal vez todo se arregle si compro suficientes recetarios de felicidad.
Coetzee, uno de los pocos escritores contemporáneos que continúa la tradición, aún llegó a tiempo de recibir el Nobel, antes de que empezaran a buscar a los candidatos en lo más profundo de la jungla; dicho sea con respeto y simpatía para los indígenas que se defienden con dignidad y flechas de las excavadoras de los amigos de Bolsonaro.
Si la literatura de la complejidad que miraba cara a cara al absurdo y a la desgracia (“Tal vez lo mejor fuera no haber nacido”, dice el sabio Sileno) se encontrase en vías de extinción porque la dicha universal fuera ya un hecho incuestionable y cierto, acaso estaríamos dispuestos (como Luisgé Martín) a dar por buena esa pérdida. Pero miramos alrededor y vemos, en abundancia, jóvenes periodistas amargados que casi no pueden pagar el alquiler y se consuelan pensando que tienen un trabajo importante, divorciados de sangre envenenada, enfermos crónicos, niños neuróticos, adolescentes adictos a las redes, arquitectos sin trabajo, sanitarios estresados, repartidores de Amazon sin tiempo para defecar, taxistas sin futuro, burócratas alienados… Y lo mejor que les ofrece la industria del ocio para reciclar y procesar sus frustraciones es un manual de autoayuda o, a quienes ya están hollando las cimas de la desesperación, ese “Juego del calamar” que protagonizan ellos mismos disfrazados de coreanos.