Es más, aún estoy sorprendido de que ante el énfasis que recibe en estos momentos todo lo femenino —sea justificado o como mero pretexto del (o la) prócer de turno para revelársenos más feminista que nadie—, la feria del libro de Madrid, que se inaugurará el viernes próximo, no la haya escogido como una especie de patrona, por más irreverente y fumadora que la recordemos. A mí, al menos, me hubiese resultado un hermoso detalle consagrar esta extraña feria —por sus inusuales fechas, por sus protocolos profilácticos y por todas sus otras precauciones impuestas por la ya apesadumbradora epidemia— a una figura, a su vez, tan insólita como Carmen Laforet. Su rareza, además, emerge desde el ámbito literario hacia un más allá existencial que exige —o así lo creo— nuestra atenta consideración, cuando no, nuestro discreto pero sincero homenaje. Bástenos recordar que, salvo Luis Martín-Santos —y por su intempestiva y prematura muerte— además de ella misma, ningún otro novelista hispánico del siglo XX quedó sepultado por la rotundidad de su primer éxito. Y no será porque la prensa y los sabihondos del café no hayan conspirado siempre y unánimemente para todo lo contrario con casi todos —o por lo menos con los más insignes—, como sucedió con Camilo José Cela y La familia de Pascual Duarte (1942), o con Miguel Ángel Asturias y El Señor Presidente (1946), o con Gabriel García Márquez y Cien años de soledad (1967); ¿o es que no han escuchado cientos de veces ese sentencioso latiguillo de “como esa novela, ya no ha escrito y ni escribirá otra”? Y por supuesto Cela, Asturias o García Márquez escribieron otras, y a mi parecer, alguna de ellas muy superior a la que les granjeó la fama.
No fue este el caso, por desgracia, de Carmen Laforet, y ya lo pudo intentar con La isla y los demonios (1950), o con La mujer nueva (1955), o con la truncada trilogía que iniciaba La insolación (1963) y que encontró una continuación casi de caridad en la muy tardía publicación de Al volver la esquina (2004), que sobre todas estas novelas como sobre sus cuentos o como sobre algunos otros títulos de índole más bien periodística, proyectó su egregia y abrumadora sombra Nada (1945); una umbría que sospecho aún más asfixiante sobre su propia autora, como suele suceder cuando todos cuantos rodean a alguien le reclaman —aunque sea disimulando tras un compadecido silencio— un nuevo prodigio.
Pero es que el prodigio de Nada presentó irrepetibles circunstancias; en primer lugar, el inesperado gesto del jurado del premio Nadal al galardonar la novela, pues suponía el valiente reconocimiento de una nueva narrativa, tanto por la austeridad de su estilo como por la certidumbre de su mirada, ambas totalmente alejadas del moralismo provinciano de Concha Espina o del centón de imitadores de la porosidad azoriniana, fórmulas literarias escapistas y reinantes sobre aquella España tétrica de la cartilla de racionamiento y del piojo verde, donde la censura campeaba hasta en la propia conciencia, bajo un gobierno totalitario al borde de despeñarse con el III Reich. En ese panorama de sabañones y de compras al fiado en el colmado de la esquina asoma Nada, decepcionadas vivencias anotadas por una frágil señorita —reflejo de tantas otras hijas de los vencedores vencidos— que se niega —aunque sea de mero pensamiento— a quedar desolada por aquella plúmbea, extensa y dominante nada.
Era mucho más de cuanto hubiese deseado el jurado, sobre todo cuando Nada devino en el espejo de todos los jóvenes universitarios de aquellos cuarenta; es decir, de toda la juventud burguesa de la postguerra. Como adivinarán, algo demasiado formidable para poder repetirse; además, por una joven Laforet que de inmediato se casa, con lo que variará rotundamente su existencia de universitaria en fuga y objeto de admiración por su rareza, a madre y gran escritora de la que se espera tanto; o sea, sobre sus hombros, antes de cumplir la treintena, habían caído responsabilidades ineludibles que la privarán de la tan necesaria tregua para afrontar aquellas arduas exigencias artísticas. Para cuando ya disponga de ese respiro, habían pasado demasiados años y, entre tanto, Nada se había consagrado como modélica; es más, su ejemplaridad iba aumentando incluso en el extranjero. En ese momento y tras la indiferencia que habían cosechado sus tres siguientes novelas, Laforet debió comprender que cualquier cosa que escribiese, sencillamente, era retar a una leyenda titulada Nada.
Como observan, en la peripecia novelística de Carmen Laforet nuestras autoridades culturales disponen de elementos para un más que justificado homenaje, tanto a la novelista, como a través de ella y de Nada, a todas las jóvenes de aquella época. Por eso me extrañaría mucho que concluyese esta feria sin que se imponga su figura. Ahora bien, al repasar esta amarga aventura literaria, no puedo sino admirar esa voluntad innovadora de don José Vergés y del resto del jurado de Destino, en aquellos años tan inclementes, cuando apostaron firmemente por el relato entristecido y entristecedor de una desconocida. ¡Qué distinto de cuánto sucede ahora!; ¿o acaso encontraron alguna auténtica novedad entre las que traía el suplemento literario que ojearon el sábado?