Ni la cercana casa en la cual vivió durante su estancia meridional ha visto cumplido el deseo de enseñorear una placa en su fachada. Glosó el arte marinero del copo “a un lado del esbelto y blanco faro”, nuestra farola, permítame que le corrija. Y a Torrijos y su sacrificio, y desde Málaga fechó algunos de sus mejores versos en el poema “¡Pax!”, recuperado en una conferencia neoyorkina en la turbulencia de la Gran Guerra poco antes de morir. Rodeado de excesos en la vorágine de una intensa vida, necesitaba quietud y un clima bonancible. Aquí lo halló y también el olvido. No se me ocurre un padre literario americano tan grande de la Hispanidad con mayúscula como Rubén Darío desde el Inca Garcilaso, allá por Montilla. Gimió por las Españas en un tiempo de llantos generacionales noventayochistas y lo hizo con acierto estético, rotunda sinceridad y asaetado corazón hispano.
Sus andanzas americanas fueron dilatadas. De un extremo a otro del continente, y allende el Atlántico. Y entre tantos viajes, recabó en Málaga el diplomático curioso, poeta intrépido y perspicaz periodista. Amarga realidad escrita como fedatario entre 1898 y el nuevo siglo en “España contemporánea” y cansado vitalismo viajero en “Tierras solares”, donde escribe a orillas del mar y a instancias del ruido de su espuma con un cielo alegre y claro, según confesión propia. He aquí su Málaga, sin duda, la Bella, la Dulce. La nuestra. Vinos de renombre para la consagración, pasas arrancadas a la tierra y al sol, famosas mujeres, callejuelas y tiestos describe junto al “ambiente de amor” como conclusión arquetípica. Pero también una mirada íntima y audaz sobre la Málaga cosmopolita y nueva. ¡Cuánto hubiera disfrutado en nuestros tiempos! Larios y boquerones presiden la mirada. Ilustre apellido omnipresente hace un siglo en calle principal y estatua. “Nihil novum sub sole”, querido Rubén Darío. Y nuestro mercado: “He visto la bella puerta de las Atarazanas sirviendo de entrada a un mercado […] Entrando a la realidad de la vida, halláis un pueblo pobre, falto de sangre y de trabajo”. Permanencias y cambios, muchos entre su época y la actual.
La Plaza de la Constitución, “donde un puñado de barracas atrae a los transeúntes y forasteros”, la calle Larios con vitrinas llenas de dulces y de artículos de París. Turrones y mazapanes, harinas y mieles, golosinas de almendras y salazones incitan a la gula junto al ruido de los paveros. En la embocadura de calle Nueva, las frutas “con una variedad y lozanía que sorprenden”. La famosa uva del país junto a la americana chirimoya tampoco pasan desapercibidas a su pluma. La caña de azúcar y la banana “que han brotado en este suelo al amor de un clima casi tropical”. La dulce y helada Casa Mira mediando su itinerario. Un mar azul y un cielo azul, siempre azul, para ver Málaga “en un día como este, con sus calles y paseos, su Caleta y el Palo, su Alameda y su nuevo Parque”. En definitiva, un perfume que perdura más allá de un siglo de su visita. Mucho reconocemos en sus palabras porque pervive y mucho equiparaba en ellas a su añorada América: los hombres paseaban con sus trajes, sombreros y zapatos de charol con su caña de color blanco y unos andares “que hacen ver que el compadrito bonaerense ha heredado algo de por acá”. En definitiva, para un poeta “El sol da su brillo a la imaginación malagueña, su fuerza a la fecundidad malagueña”. Magnífico resumen.
Durante el año 1904, junto a su mujer, ejerció magisterio renovador sobre tantos desde su poética modernista. Muchos insignes legatarios del “Príncipe de las Letras Castellanas” pueblan nuestra mejor poesía: García Lorca, Juan Ramón Jiménez, los Machado o el malagueño Salvador Rueda, el gran poeta primero de su época, acogido y admirado en Hispanoamérica. Quien en su poema “El milagro de América. Descubrimiento y civilización”, ensalzaba la siembra cultural y la épica en un sentido homenaje a quienes crearon el continente mestizo actual. Ambas modernidades poéticas se funden alegremente, uno para la conmemoración del IV Centenario del Descubrimiento de América (1892), el de Benaque para la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929. Dos astros en feliz conjunción malagueña.
Ha transcurrido una centuria de su deceso, estamos inmersos en un nuevo cambio de siglo. Pero continúa estando vigente y merecen ser recordados algunos versos y someras palabras del escribiente hispanoamericano.
Su poética no olvidó la sana y potente reivindicación de lo hispano: “¡Vive la América española! / Hay mil cachorros sueltos del león español”, advierte a Theodoro Roosevelt. Solos no, aislados sí, por el momento… En “Salutación del optimista” él mismo da respuesta a una necesidad del globalizado siglo XXI, con el barniz de un sermón cívico exhorta: “Únanse, brillen, secúndense, tantos vigores dispersos; / formen todos un solo haz de energía ecuménica. / Sangre de Hispania fecunda, sólidas, ínclitas razas, / muestren los dones pretéritos que fueron antaño su triunfo. / Vuelva el antiguo entusiasmo, vuelva el espíritu ardiente”. El nieto de España e hijo de América no duda un instante, ambos hemisferios formulados por los constituyentes gaditanos viven a pesar de la distancia, las diferencias y los problemas individuales que son compartidos en su esencia. Frente a la desunión, clama: “¿ya no quedan nobles hidalgos ni bravos caballeros? / ¿Callaremos ahora para llorar después?” (Los cisnes). Una y otra vez, incansable, invoca a la unión con vigor: “Si pequeña es la Patria, uno grande la sueña”, imagina en el poema “Retorno”. Antes de reconocerse, es imprescindible conocerse, antes de reencontrarse hay que echar a andar. En los versos de “España” augura: “Dejad que siga y bogue la galera / bajo la tempestad, sobre las olas: / va con rumbo a una Atlántida española, / en donde el porvenir calla y espera”. No cabía abatimiento y sí esperanzas.
Reposan los restos de Félix Rubén García Sarmiento en Santiago de los Caballeros de León (Nicaragua), y sus bustos por doquier, incluida la esquina de la plaza del general Torrijos de Málaga. Bien se merece atención su persona y su fructífero paso malacitano por parte de la SEAP Casa América de Málaga. Estoy convencido del eco de mis deseos. En el próximo paseo por el extremo oriental del Parque, frente al Hospital Noble en La Malagueta, advierte la placa del busto de 1963, obra de José Planes. Por cierto, convive en armonía con el monumento a Salvador Rueda en una glorieta del occidental, cercano a la plaza de la Marina. Las palabras antecedentes tan solo son un aperitivo, Rubén Darío, la Málaga de hace una centuria y el ideal hispanoamericano de hermandad te esperan en sus textos con una vigencia inusitada. Termino con su verso: “¡Oh pueblos nuestros! ¡Oh pueblos nuestros! ¡Juntaos en la esperanza y en el trabajo y la paz!”, de su testamento y aurora “¡Pax…!”.
Jorge Chauca García
Historiador
Facultad de Ciencias de la Educación
Universidad de Málaga