La escritora japonesa nos hace experimentar en su novela el más puro existir, a golpe de contraste, de la nostalgia a la realidad, del ensueño a la verdad. Deseó hacerse eco de la voz acallada de las mujeres de su época, servir de ejemplo literario de una vida silenciada.
En plena celebración de los Juegos Olímpicos, Japón inspira. Ahora y siempre. Filosofía ancestral en muchas ocasiones reducida a frases lapidarias difundidas por las redes con mayor o menor éxito, ceremonia del té, atuendos imperiales, forma de vida lejana y atractiva, historias fabuladas, secreto y misterio…todo eso y mucho más.
En el siglo XI se escribe la primera novela japonesa y lo hace una mujer poeta, Murasaki Shikibu, cuya fecha exacta de nacimiento se desconoce todavía: Genji Monogatari (La novela de Genji). Pronto se constituyó en todo un libro clásico de la literatura nipona. Hoy es objeto de análisis por parte de muchos críticos. La figura de la autora, cortesana en la vida de aquella época, supone un hito en las letras universales. Y a partir del siglo XIII sus páginas se decoran, aparecen ilustradas, llenas de imágenes por parte de artistas dedicados a la estampa, al modo de las miniaturas medievales en este otro lado del mundo y en ellas se reflejan paisajes atormentados, escenarios dramáticos, escenas domésticas…
De antepasados le venía su vena lírica: nieta del famoso poeta Fujiwara no Kanesuke e hija de un humilde letrado y literato, padre erudito que se encargó de darle una excelente educación. Desde muy pequeña, Murakari Shikibu mostró una inteligencia precoz; creció con la pena en el cuerpo: al poco de nacer, quedó huérfana de madre; su hermana mayor también falleció y casada con un noble, enviudó pronto con una niña pequeña. Ocupó el lugar de dama de compañía en la corte de Fujiwara no Shöshi y en 1014 muere; su tumba en Kioto es el escenario de las aventuras de muchos de sus personajes. Con un estilo muy personal y realista plasma con gran verismo el ascenso y la decadencia de los años que le tocó vivir, la brillantez y el declive de una época remota pero con destellos que hoy perduran: se anticipó a presupuestos existencialistas, describió la falsedad del oropel la evanescencia de lo aparente. Una sociedad aristocrática y selectiva, huera y falaz.
Difícil momento para que la mujer tuviera voz, y mucho menos para que la alzara y se hiciera oír. Ella fue una fémina especial y privilegiada que recogió el padecimiento de sus iguales desfavorecidas. Con su fina perspicacia para detectar lo más sencillo y analizar agudamente el abanico de las emociones humanas, en su extensa novela ya mencionada recorre las peripecias del protagonista Hikaru Genji ("Príncipe Brillante") al más puro estilo de narración bizantina: capítulos salpicados de amores prohibidos, pasiones desbocadas, lances militares, reconocimientos sorprendentes, venganzas que cobrarse y asaltos por doquier, huidas, exilios; saga familiar, herederos secretos, misterios por desentrañar. Amor y rivalidad. Como si de un tapiz se tratara, fácil resulta reconstruir esos momentos en la vida de la autora, que ojo avizor, no perdió ripio de su acontecer diario. Sensibilidad a flor de piel, un regalo su obra envuelto en celofán tras el que se adivina la armonía de la naturaleza que la envolvía, el dolor de las mujeres en una sociedad polígama, amordazadas de por vida, cosificadas, meras figuritas de porcelana, la conciencia de caducidad humana, las miserias del ser superior que manda y ordena, impone y exige.
Formó parte de los denominados “Treinta y seis inmortales de la poesía” por la colección de poemas que nos dejó como huella de su habilidad versificadora.
En sus anotaciones personales recogidas en el Diario Murasaki Shikibu nos topamos con una crítica llena de verosimilitud en la que aletea el espíritu budista. Se abre ante el lector un abanico tan estimulante como variopinto del acontecer en la corte de la que ella fue especial protagonista, así como de los avatares experimentados con su rival literaria Sei Shonagon.
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