Por años había deseado emigrar de Colombia, dejar atrás la ignominia de la violencia, la corrupción, la iniquidad, y ofrecerles a ellas un espacio de seguridad y libertad. Con este objetivo emprendí el viaje que me trajo de vuelta a España, el lugar donde había experimentado por vez primera sosiego, cuando la fortuna me trajo a estudiar en la Universidad de Salamanca. Con el propósito de iniciar una nueva vida y dedicarme definitiva y exclusivamente a la literatura, comencé entonces la revisión de los apuntes de una novela relativa a mi historia familiar. Estaba lleno de expectativas. No obstante, cuando apenas comenzaba el proceso llegó el confinamiento, que, valga decirlo, para nosotros significó volver a las dinámicas del miedo y la introversión que vivimos hace tiempo en Colombia. Entonces, al igual que ocurrió con otras personas en el mundo, tales circunstancias produjeron en mí angustia permanente, dolores de cabeza, presión en el pecho, mareos y tortuosas pesadillas, síntomas evidentes de ansiedad. Lo sorprendente del hecho es que en las profundidades de mi malestar, solo la escritura logró darme paz: mientras me concentraba en mis personajes y sus dolores insondables conseguía reconciliarme con mis propios fantasmas.
En Desaparición (2012) y Amantes y destructores. Una historia del Anarquismo (2019), mis novelas anteriores, había reflexionado sobre la historia de mi país como reiteración atávica de la violencia. Sin embargo, durante la crisis del confinamiento mi espíritu vagó por un extraño mundo de símbolos y metáforas que se cruzaban una y otra vez con mis personajes en nuevas explicaciones de la historia. Inmerso en el trabajo de creación encontré, al fin, delicados vasos comunicantes entre lo que comencé a concebir como mi linaje y esa historia. Para mí, el origen del problema llegó a ser la rueda deliberadamente suelta de Colombia, determinada por el sistema represivo e injusto que se mantenía en el país siglo tras siglo. Mirada en perspectiva, esa rueda era, además, el gran Leviatán en que, para muchos, se está convirtiendo la humanidad.
El Innombrable surgió, así, como denuncia y advertencia de los límites del poder: a partir de una voz dulce y paradójicamente espantosa, la novela da cuenta de casi cien años de la “república” de Colombia, que son años de guerra, exclusión y sobre todo represión. La indignación frente a tal injusticia sirve de telón de fondo para un héroe que busca sobrevivir en medio de la barbarie. A su lado, un investigador, víctima también de ansiedad, representa la solidaridad y la fraternidad deseables en el mundo enajenado de la violencia y el capital. Al lado de esos dos personajes surgen otras voces dispuestas en una especie de coro que representan fragmentos de sentido y opciones ideológicas o emocionales ante la hecatombe. A esas voces se suman apartados de noticias, entrevistas y alocuciones de distinta naturaleza que forjan el fresco social de un país en rotunda crisis.
En general, creo que vivimos una época de reset, de reinicio, y no solo en términos de naciones y economía, sino de conciencia. El FMI habla de un nuevo contrato social que honre la dignidad de cada ser humano, pero la realidad puede ser la consolidación del viejo proyecto liberal de intervenir y dominar todos los niveles de la vida con el propósito de hacernos a todos simples medios para el fin absoluto de lucro. Frente a esto, El Innombrable surge como testimonio contra la cosificación de la experiencia humana. Contra el totalitarismo y la persecución de las disidencias. El hecho de que la anécdota de la novela se identifique con el Paro nacional de los últimos días en Colombia es para mí una muestra más de que la literatura surge de esos vasos comunicantes entre un inconsciente ávido siempre de libertad y el curso ideológico de la humanidad hacia sistemas más justos. La imagen de una juventud que lucha en las calles de Colombia reivindicando sus derechos tiene vocación mundial: se relaciona con los movimientos sociales de Estados Unidos, Myanmar, África o Europa. No es justo vivir la ignominia, es necesario denunciarla y actuar en consecuencia. El Innombrable, constituye, entonces, un intento de renombrar e incluso reiniciar de otro modo el mundo, recoger el hilo con el que hace varios años nos hemos enredado y disponerlo en un mejor sentido.