Tal visión —si no es propiamente un delirio en blanco y negro— me revive aquellos placidos veraneos de entonces, con sus bostezos de pura desgana, sus mecedoras de rejilla de mimbre y sus americanas de blanquísima alpaca que tanto vistieron aquellos viajeros, cuando el colosal negocio del turismo era inimaginable; basta con saber que los aviones eran militares o postales y, desde luego, el pasaje abordo —al menos, en Europa— suponía un hecho absolutamente excepcional. Por tanto, los otros transportes, que se nos antojan ahora tan lentos, imponían traslados para una larga temporada y, en consecuencia, a las personas practicantes de estas mudanzas no se las llamaba turista sino veraneantes, y su status, en los lugares acostumbrados a recibirlos, como en el Cantábrico o en las costas francesas e italianas, era el de huéspedes distinguidos y algunos, más que eso, pues hasta se habían construido admirables y caprichosas villas —lo del chalet, es una expresión del medio pelo que vino luego—.
Pero a Benjamin, como a los ingleses con dengue parisino que se aposentaron durante aquellos años en Mallorca —y entre los que se quedó para el resto de sus días Robert Graves—, no se los llamaba veraneantes sino extranjeros excéntricos, a quienes los isleños escrutaban sus estrafalarios pasacalles y sus volatines amorosos con notoria intriga, que si nunca se convirtió en rechazo, fue porque mediaba, como siempre, la apaciguadora codicia.
No negaré que he sentido por ellos y sus libérrimas andanzas cierta envidia, al punto que mis viajes a Grecia encierran algo de imitación, dado que he procurado emprenderlos al final de la temporada, para evitar cuanto pudiese a los turistas y para desenvolverme por sus caminos y calas en la más grata y asilvestrada soledad. Aunque no deseché —o tal vez busqué— encuentros extraordinarios, como una noche en Naxos donde compartí wiskies y una intensa conversación sobre Harold Pinter hasta el amanecer, con un director de cine yankee y un médico danés, quienes, huyendo de los discobares, coincidimos en la terraza de un café traspuesto, que ambientaba la penumbra de la calle con bebop, y tan melodiosamente que no recuerdo la menor queja del vecindario; o como otro septiembre, en Corfú, cuando rescaté del más anonadador desamparo a una sinóloga neoyorkina —no me negarán que es una combinación bastante peculiar—; encima, más atractiva de cuanto puedan imaginar. Y como estos, algunos otros encuentros chocantes y luminosos, pero demasiado enrevesados para esbozarlos en dos líneas.
Y, al recordarlos, presiento —no sin algún escozor— que, si acudiese este septiembre, podría encontrarme con una extraña tristeza que los astutos helenos tratarían de esconder por los rincones a ver si no se notaba tanto que la temporada naufragó contra la variante Delta. Pero antes de Grecia, donde probablemente la dispersión insular contenga mejor los contagios, seguro que me acosarán las noticias nacionales —por ejemplo, cuando escribo estas líneas, vaticinan un auge de las infecciones para san Lorenzo— con la descripción de nuestras provincias costeras desangeladas, enrarecidas, corroídas entre el mortal contagio y el hastío de palpar, día tras día, cómo se escapa otro verano sin tan siquiera rozar aquellas recaudaciones que les procuraron no solo bienestar, sino hasta un loco derroche. Y ante esta desolación menestral, los escritores poco podemos, salvo contarlo, para dejar memoria de cómo una sociedad, ya desasosegada por su complejidad y por la velocidad con que caducaba costumbres y artefactos, le sucedió lo más contrario para su voraz modus vivendi: encontrarse, de la noche a la mañana, agarrotada. La causa: una repentina peste como las de la Edad Media pero con un nombre compuesto —a semejanza de una unidad militar— de siglas y cifras; algo que fascina a la prensa y, en consecuencia, imprescindible para su rápida divulgación.
Ahora, esta plaga con nombre de escuadrón paracaidista, acantonada en los rincones más desmerecidos del planeta, amenaza con rebrotar, de tanto en tanto, bajo variantes cada vez más escurridizas para las vacunas, paralizando mientras cualquier porvenir… Y, desde luego, cuando lo haya, en absoluto será como lo pronostican las autoridades —quienes sobradamente nos han demostrado su rotunda incapacidad—; en cambio, se cumplirá a rajatabla lo que históricamente siempre aconteció: nos olvidaremos de inmediato y con el mayor desparpajo del virus, al contrario que de sus estragos; pues ellos, las miserias y los resquemores que deje, serán quienes encaucen ese futuro; ¿o acaso ha habido en la Historia algo más sólido que la ruina? ¿No se construyó todo porvenir sobre su mella? Y no hace falta que vayan a Grecia; para descubrirlo, basta con que reparen en los cimientos de las casas más antiguas de su pueblo.
Y al concluir que nos aguarda ese manoseado, incluso sórdido, destino, opto por entornar los párpados y mecerme de nuevo sobre esa evocación de Walter Benjamin, arribando a aquel raquítico muelle de una Ibiza aplastada por la solana.