Su tío materno -Francisco de Góngora, racionero de la catedral de Córdoba- comenzó a prepararlo muy pronto para sucederle en el puesto y le hizo tomar a los catorce años las órdenes menores. Luego, como correspondía a una familia de abolengo -la suya era tipo “quiero y no puedo”- lo envió a estudiar a (la licenciosa) Salamanca, en cuya universidad, el adolescente Góngora figura matriculado en la categoría de “generoso”, un grupo aparte, muy distinguido y principal. Nunca sabremos si Luisito, que permaneció allí hasta los 19 años, concluyó los estudios o salió por la “puerta de los cateados”, o simplemente, su tío lo mandó regresar. Tal vez por su edad y talante, se dio al vino y al juego. Carpe diem es, después de todo, un tema eminentemente gongorino.
Andando las décadas, se ordenará sacerdote para poder ser nombrado capellán de Felipe III, pero sabemos que su vocación (satirizada por Quevedo) era muy escasa y que ya en 1587, el obispo de Córdoba lo apercibió por faltar al coro, “vivir como muy mozo y andar en cosas ligeras”, por su inclinación excesiva a la comedia, las coplas profanas y los toros.
Cotilleos aparte -que siempre lo perjudicaron, en especial los rumores sobre sus antepasados hebreos, constatados por Enrique Soria, catedrático de la universidad de CórdobaLuis de Góngora fue un monumental genio poliédrico que aúna al vate rebelde y al cortesano; al satírico y al panegirista, al desvergonzado y al piadoso, y al fiel petrarquista con el renovador que abre nuevos horizontes expresivos. Facetas que -en vida- lo convirtieron en una figura notabilísima: en “el poeta más celebrado de España”.
…Y por idéntico motivo, también en el más criticado. Cierto es que en materia de celebridad rivalizó con Lope de Vega, que acabó generosamente por reconocer la superioridad poética de Góngora. Esperpéntica resulta la “rivalidad” que Quevedo, mucho más joven, mantuvo con Góngora (le odió hasta el punto de comprar la casa en la que vivía alquilado solo para poder desahuciarle). En el instituto nos reíamos ingenuamente con Érase un hombre a una nariz pegado… sin comprender que era una alusión maldosa a los orígenes judíos (asunto peligrosísimo entonces) de Góngora, quien a su vez escarniaba la cojera del judeófobo Quevedo. En fin, zalagardas (im)propias de la Bellas Letras, que nos han dejado sátiras tan argentas como cáusticas.
Volviendo a los tiempos de Góngora, ¿sabía que, precisamente por culto, fue este un “autor de culto” entre las mujeres?, entre las cultas, por supuesto. Sor Juana Inés de la Cruz (el fénix de México) se pirraba por sus versos más barrocos, y a ambos lados del Atlántico, numerosas damas instruidas que sabían latín cayeron rendidas al verbo prodigioso del cisne
cordobés. Claro que esta culterana afición femenina sirvió de excusa a los enemigos de Góngora no solo para ridiculizarle a él, sino para ridiculizar a todas esas “hembrilatinas” con ínfulas de eruditas que osaban leer y opinar en público. Les fueron destinadas obras denigratorias y Quevedo no se mordió la lengua en La culta latiniparla. Si lo hace, se envenena. Tampoco es que Góngora tuviera una alta opinión de las mujeres, era tan misógino como el resto.
Dicen de él que jamás se enamoró y que su poesía amorosa rehuye el sentimentalismo. Que a pesar de su inclinación al juego y a su sempiterna cortedad de dinero, peleó como pudo para asegurar el porvenir de sus sobrinos. Que sufrió mucho cuando uno de ellos fue asesinado y su muerte quedó saldada mediante una pena ridícula, y que se llenó, entonces, de oscuridad y descreimiento de la justicia (“Malhaya en que señores idolatra”).
Era alto y recio, pero lo consumió la mala salud. Un ictus en 1626 le robó la memoria a corto plazo. Y otro, la vida al año siguiente, por Pentecostés. La lengua de fuego que volvió políglotas a los apóstoles, calcinó, sin embargo, la suya para siempre. Si algo hizo Góngora en el mundo fueron milagros con la palabra.
“Honra me ha causado hacerme oscuro a los ignorantes, que esa es la distinción de los hombres cultos”.