Se cumplen diez años de la muerte de Adolfo Sánchez Vázquez (Algeciras, 17 de septiembre de 1915 - Ciudad de México, 8 de julio de 2011), reconocido maestro del pensamiento iberoamericano. Recuerdo que me impresionó su figura cuando lo conocí, en 2004, en la mítica Residencia de Estudiantes de Madrid, durante un congreso del centenario de María Zambrano, “Crisis Cultural y Compromiso Civil”, dirigido por el Catedrático de Filosofía Pedro Cerezo. A pesar de que rondaba los noventa años, se mantenía enérgico, todavía con una saludable capacidad de indignación que a veces se encuentra vinculada con la auctoritas. Sin cierta insatisfacción, no hay amor, no hay deseo de mayor perfección, no hay crítica que nos permita progresar.
Antes de que estallara la Guerra Civil (1936-1939) era un joven que, de la mano del poeta y editor Emilio Prados, se formó en Málaga y se rebelaba escribiendo versos de tono existencialista e imaginación surrealista, no muy lejanos a Alberti y Neruda, en los que los que se engarzan los sentimientos privados y su vocación pública, presintiendo la tragedia que estaba porvenir, como se aprecia en El pulso ardiendo, que se escribió entre 1935 y 1936, pero no que vería la luz por primera vez hasta mayo de 1942, en Morelia (México).
Adolfo Sánchez Vázquez dirigió el periódico Ahora y luchó en la Guerra Civil, participando en las batallas de Teruel y del Ebro. Fue uno de esas 1599 personas, la mayoría jóvenes de en torno a 15 años que, refugiados en campos de concentración en Francia tras la guerra, a bordo del Sinaia, llegaron a Veracruz en junio de 1939, junto a otros poetas andaluces, como Juan Rejano y Pedro Garfias, gracias a la solidaria mano del entonces presidente de México, Lázaro Cárdenas.
Es desde luego una tragedia que las personas se tengan que exiliar, ya que el primer derecho de los emigrantes es a poder desarrollar su vida en condiciones dignas en su tierra nativa. Pero del dicho al hecho suele haber un trecho. Sabemos bien que la historia de la humanidad es inconcebible sin los interminables éxodos por motivos como las guerras, el terrorismo, las tiranías, los desgobiernos, el empobrecimiento… Como es bien sabido, después de la Guerra Civil, no pocos españoles se exiliaron en países hispanoamericanos. Sin embargo, a nuestra hermandad por medio de la lengua compartida, paradójicamente esto ha contribuido a tejer lazos entre Iberoamérica y España, lazos que no debemos dejar de tejer y cultivar por el bien común de las personas.
Pero centrémonos en el pensamiento de Adolfo Sánchez Vázquez y sus principales aportaciones. Si no se ejerce tal como es debido la autocrítica, el pensamiento de un autor o de una corriente tiende a enclaustrarse y esclerotizarse, a secarse. La vitalidad del pensamiento marxista y socialista utópico de Adolfo Sánchez Vázquez se debe sobre todo a esta actitud crítica e independiente: “la crítica –escribió parafraseando y enmendando a Ortega y Gasset– es la cortesía del filósofo”.
En México ejerció de forma significativa como profesor, filósofo, escritor y crítico. Era un “maestro” en el viejo sentido de este término, es decir, una persona dotada de una inmensa autoridad moral que proviene del conocimiento y de la ejemplar dignidad con la que se ha acostumbrado a actuar. Así, por su trayectoria intelectual y ético-cívica obtuvo numerosos reconocimientos, como la Gran Cruz de Alfonso X El Sabio o siete doctorados honoris causa por universidades de ambos lados del Atlántico.
Dentro de la tradición marxista, el pensamiento de Sánchez Vázquez se caracteriza por la importancia que le concede a la praxis (de ahí “filosofía de la praxis”), esto es, a la acción, porque sin ella no hay transformación posible. Y sin acción transformadora no se puede cumplir el imperativo de Marx, que implica combatir las desigualdades e injusticias de este mundo. Frente a la “estética de la recepción”, de Jauss, él proponía “la estética de la participación”. Creo que a fin de cuentas no son incompatibles.
Consideraba Sánchez Vázquez que el marxismo “sigue siendo la teoría más fecunda para quienes están convencidos de la necesidad de transformar el mundo en el que se genera hoy como ayer no sólo la explotación y la opresión de los hombres y los pueblos, sino también un riesgo mortal para la supervivencia de la humanidad”. A pesar del descrédito de las utopías a lo largo del siglo XX, Sánchez Vázquez reivindicó “la utopía del fin de las utopías”, es decir, mientras existan los seres humanos, al igual que Don Quijote, no dejaremos de soñar con un mundo mejor que el que nos ha tocado con mayor o menor suerte vivir.
Cuando la Junta de Andalucía le concedió el Premio María Zambrano recordó que la experiencia de juventud andaluza le impulsó por los ideales de libertad, igualdad y dignidad humana. Quiero concluir esta breve semblanza con una faceta suya más desconocida, aquella que cultivó en su juventud, antes del exilio, y que en cierto modo le llevó a ser un reconocido estudioso de la estética marxista, la poesía.