El mundo ha cambiado mucho en los últimos cuarenta años. Tras el fin de la Guerra Fría y el desmantelamiento del bloque soviético parecía que a la humanidad únicamente le quedaba décadas de prosperidad y progreso. El politólogo Francis Fukuyama predecía el fin de la historia y la victoria total del capitalismo. La década de euforia y optimismo de los noventa se tornó en un mundo inestable por el terrorismo islámico, las crisis financieras y finalmente la pandemia.
A finales de los años setenta las revoluciones sociales parecían sucumbir en occidente, pero los cineastas, escritores y dramaturgos continuaban haciéndose las mismas preguntas de sus antepasados: ¿Tiene sentido la vida? ¿Qué sucede tras la muerte? ¿Existe Dios? ¿Qué es el mal?¿Un mundo mejor es posible? ¿Cuál es nuestro origen como raza?
Las películas de los años sesenta y setenta, por no hablar de los libros, continuaban en la estela de hacernos reflexionar sobre la vida y la muerte. Milan Kundera desde su exilio en Francia criticaba el esperpento comunista de su país, la República Checa, pero también se hacía preguntas básicas sobre la existencia. El hombre era mucho más que el sapiens economicus, era sobre todo el ser más inteligente sobre la faz de la tierra, capaz de los actos más altruistas y benéficos, al mismo tiempo que de los más abyectos y nefandos.
En medio de un mundo en cambio constante, las películas de Woody Allen eran una especie de solaz. El director judío de Nueva York nos hacía soñar con cenas de amigos en las que junto a un copa de vino se desgranaban los temas filosóficos, políticos y literarios más profundos. La películas de los setenta y comienzo de los ochenta siempre nos mostraban la agonía y angustia de un ser humano que jamás se siente satisfecho, pero que tampoco esquiva los temas trascendentales.
En postmodernismo vino a enterrar algo que ya el modernismo apuntaba, la defunción de la metafísica, el divorcio entre la teología y la filosofía liberó a la segunda de los convencionalismos religiosos, pero terminó con las ideas absolutas que habían regido a la humanidad desde su inicio. A partir de entonces, lo que no pudiera medirse o cuantificarse estaba fuera de cualquier objeto de estudio y lo único que importaba era lo concreto.
Aquel judío neoyorquino feo y sentimental, sus amigos un tanto liberales pero perseguidos por la culpa de sus viejas creencias nos hicieron reflexionar a muchos sobre nuestras propias contradicciones y soñar con esas conversaciones se sobremesa.
La mayoría de los libros y películas actuales evitan temas como la muerte, el dolor y la enfermedad, pero cuando los tocan es de una forma sensiblera e intrascendente.
Ahora el debate ha sido sustituido por el ruido, la superficialidad y el pragmatismo más soez. Las ideologías son simples hashtag que duran hasta la siguiente moda de las redes sociales, los troles de internet acosan a cualquiera que se atreva a pensar diferente y, lo más irónico de todo, que el racionalismo ciego que nos trajo hasta aquí, el asfixiante materialismo marxista, se encuentra asustado y confuso, mientras que el irracionalismo de extrema derecha y extrema izquierda crece de día en día.
Woody Allen fue crucificado como creador por sus supuestos “delitos” de juventud.
Creo que la mejor manera de terminar esta reflexión es un chiste de Woody Allen:
Hay un viejo chiste: dos mujeres mayores están en un hotel de alta montaña y una comenta, "¡Vaya, aquí la comida es realmente terrible!", y contesta la otra: "¡Y además las raciones son muy pequeñas!". Pues básicamente así es como me parece la vida, llena de soledad, histeria, sufrimiento, tristeza y, sin embargo, se acaba demasiado deprisa.