En su salón, famoso por las tertulias hasta altas horas de la noche, se reunían los principales intelectuales y artistas de la época. Domina una brillante oratoria y posee una importante y prolija producción epistolar: Cher Voltaire, Lettres inédites de Madame du Deffand à sa famille, D'Eros à Agape où les correspondances de Mme du Deffand avec Horace Walpole.
En alguna ocasión, “l’ennui” o enfermedad del alma, ha dado lugar a personalidades literarias de cierta enjundia. Así ocurrió con la Marquesa Du Deffand, nacida Marie de Vichy-Chamrond (1697-1780), en el castillo que la identifica pero sin muchos posibles; de carácter llamativo, fue educada en un convento benedictino de la capital francesa, donde la joven destacó por su irreligiosidad; la vigilancia estrecha de la madre abadesa se avenía mal con su temperamento inquieto, audaz y benévolo. Rápidamente asumió el halo dominante del siglo XVIII francés. La aristócrata constituye un ejemplo certero de esa enfermedad del aburrimiento. La abulia vital marcará su paso por un contexto muy masculino, lleno de tertulias y salones, rumores cortesanos, discreteos amorosos, arrobamientos sentimentales, conversatorios de alcobas, fiestas fastuosas...lo dicho, muy tedioso. Seguro que habría hoy quien la calificaría de una mujer “de vuelta de todo”, o si la medimos con los parámetros de la época “despótica y enciclopédica”, una cínica o una descreída también: puro escepticismo en género femenino. Muy leída e interesada por el arte, es estudiada como una gran escritora de cartas, un género de notable éxito entre sus contemporáneos. El matrimonio con el marqués Du Deffand, del que se separó sin pena ni gloria, le proporcionó importantes ocasiones para brillar y demostrar sus talentos no solo físicos sino también intelectuales; se movía como pez en el agua por la corte y llegó a dirigir su propio salón, lugar muy frecuentado en París por Voltaire, D’Alembert, Montesquieu o Mme de Staal, entre otros muchos nombres famosos.
De actitud y pensamiento libres y libérrima para expresarlos, le atribuyen varios amantes de alta alcurnia y regio poder y un amor de su vida: el escritor inglés Horace Walpole.
Con ella, la técnica epistolar adquiere un importante nivel literario y una gran difusión dentro y fuera de sus fronteras. Sus escritos destilan una prosa clásica muy aclamada por los críticos y especialistas posteriores. Difícil pasar desapercibida una pluma femenina que de manera ácida describe las principales características de una sociedad cuyos entresijos tan de primera mano conocía. Y lo hace con gracia y fluidez de estilo, mostrando chispa e ingenio y sobre todo inteligencia. No se conforma con sobrevolar y rozar los acontecimientos sino que penetra en el relato con sus comentarios punzantes y lúcidos.
Cuando a los 56 años comienza a sufrir problemas en la vista (que acabarían por dejarla completamente ciega a los 70), consciente de la importancia de plasmar por escrito “el arte de hablar” elige a su sobrina Julie de Lespinasse como lectora para compensar sus carencias y le encomienda la labor de copiar las cartas que dictaba.
Tras su fallecimiento, dejará un importantísimo legado en forma de epístolas, auténticas colecciones de crónicas tan sugerentes como personales. Gracias a su afán de mostrar lo efímero y lo caduco, su obra representa todo un archivo en el que permanece grabada una época con cierto hálito de leve “aburrimiento” artístico.