Ricardo Bellveser Icardo (Valencia, 27 de noviembre de 1948) se licenció en Periodismo por la Escuela Superior de Madrid con una tesis de licenciatura sobre la revista Clima que obtuvo la máxima calificación. Después, se licenció en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Como último trayecto como estudiante universitario se licenció en Filología Hispánica por la Universidad de Valencia con una tesis de licenciatura sobre La Comedia Bribona del «pare» Mulet (1624-1675) que obtuvo la máxima calificación. Bellveser es ensayista, novelista, profesor, conferenciante; un periodista de dilatada experiencia que, también como poeta, es autor de una apreciada obra que comenzó a publicar en 1977 y llega hasta 2020. El mediterranismo, es uno de los rasgos que se ha mantenido vivo en su poética a lo largo de esos cuarenta y tres años de trayectoria.
Ya desde Cuerpo a cuerpo (Ediciones 23-27, 1977) la poesía bellveseriana ha hecho gala de un notorio rasgo de su personalidad que poco tiene que ver con la etiqueta costumbrista y tópica más relacionada con el mercantilismo que con la literatura: su mediterranismo.
Mientras que para algunos el hecho de retratar en sus poemas la fisonomía de un paisaje no pasa por ser más que algo bucólico, parte de una estética retórica, para Ricardo Bellveser es uno de sus sellos de identidad.
Y es que la mediterraneidad aludida, sin ser una analogía directa con el tópico literario locus amoenus, sí tiene algunas concomitancias con este. Mientras que los escritores renacentistas veían en el recurso a la naturaleza un marco en el que encuadrar un encuentro amoroso sobre el que podían influir y en el que se podían reflejar, la mediterraneidad de Gil-Albert, a la cual se adscriben poetas como Bellveser, responde a una condición vindicativa del lugar de origen, y también algo más.
La descripción paisajística se presta a la utilización de gamas cromáticas y exóticas maneras de definir las escalas de luz/sombra. En esto coinciden tanto el poeta renacentista como los poetas mediterráneos del orbe valenciano: Francisco Brines, César Simón, Antonio Porpetta, Miguel Veyrat, Guillermo Carnero, Jaime Siles o el propio Bellveser. Dicha gradación cromática está íntimamente relacionada con el paisaje psicológico o emocional del poeta. A diferencia del esteta que busca en el ornamento quizás un punto de apoyo a su mirada preciosista, el rasgo mediterráneo en la poesía de Bellveser pasa por una aleación entre individuo, paisaje e impresión.
La diferencia profunda entre ambas perspectivas radica en que el mediterranismo entiende el paisaje no únicamente como fondo de la acción, sino como una pátina significativa, un mundo simbólico que puede asumir el primer plano y engloba una amplia riqueza de claves históricas.
Veamos qué manifestó al respecto el profesor Jorge Campos en la antología titulada Valencia (Taurus, 1969):
La visión del paisaje, el perfil de sus habitantes, sus costumbres, las bellezas artísticas no saldrán de una sola pluma, sino que se tomarán de lo que escribieron viajeros, novelistas o poetas.
De este modo se logra una dimensión histórica y una variedad de puntos de vista que configuran un panorama cargado de notas pintorescas, al tiempo que de exactitud en sus líneas esenciales.
Pocas regiones más apropiadas que Valencia para comenzar. Desde la Edad Media y los geógrafos árabes se engarzan un collar de asombradas descripciones en las que predominan los entusiasmados cantos al clima, la belleza, la fertilidad de los campos y los jardines, que llegan a alcanzar categoría de tópicos.
Cuando Bellveser no solo habla del mar en El agua del abedul[1], sino de la vegetación, de la luz, de alguna manera está creando un nexo visual que une lo clásico y lo contemporáneo en una suerte de punto de encuentro con la tradición grecorromana —cuna cultural de la civilización occidental actual— y la llamada «escuela impresionista valenciana». Pero no solo eso: el marco materialista contiene múltiples connotaciones psíquicas que parten de una evocación melancólica, de una necesidad de regreso y reproducción de un tiempo y un lugar antes habitados.
Esta reconocible huella es un elemento deíctico en su versión ad fantasma, ya que el yo lírico proyecta el escenario de la experiencia que ha incidido sensiblemente en su espíritu contribuyendo con ello a determinar la morfología de su conciencia.
El propio Bellveser, junto a Pedro J. de la Peña y Manuel García, publicó en 1988 el volumen Clásicos valencianos contemporáneos (Consellería de Cultura, Educació i Ciència), donde incardinó a poetas como Gil-Albert, pasando por otros de las dos promociones posteriores, como continuadores de una impronta mediterránea y, a su vez, deudores lumínicos de Pinazo Camarlench, Benlliure Gil o el propio Sorolla: ínclitos renovadores de una luz en la disciplina pictórica que encontraría en la neobarroquización del claroscuro su máxima expresión.
Y no solo en dicho libro Bellveser abordó la cuestión del mediterranismo en los poetas; también hizo lo propio en la sobrecitada antología Un siglo de poesía en Valencia, en la que dedicó un apartado a abordar esta cuestión:
El poeta mediterráneo es un poeta afrodisíaco, en oposición al apolíneo, y, ante todo, al mal llamado intelectual. El mundo primero es la emoción, que inmediatamente transcribe el papel, filtrada por su propia personalidad; lo que le imprimirá carácter es, pues, una poesía de inspiración. No obstante, sería un error querer acusar al mediterráneo de antiintelectual[2].
Ricardo Bellveser subraya, pues, que es la inspiración el resorte al que se debería encomendar el poeta afrodisíaco para constatar su diferencia con el poeta apolíneo y forjar así esa dicotomía, y no solo eso, porque entiende que dicha inspiración es el camino natural con relación a su perspectiva del mundo. Sin embargo, Bellveser, fiel a su pensamiento, el cual abraza por igual lo uno y su contrario, se mostrará reacio a creer en la inspiración como manantial creativo independiente del talento, oficio y experiencia del escritor.
Esta traslación del tratamiento de la luz y el paisaje puede traducirse como una écfrasis que pretende dotar a la bidimensionalidad del texto literario del relieve y la tridimensionalidad, de la textura y arquitectura que solo el color sobre el lienzo es capaz de transmitir.
Los que vivimos cerca del Mediterráneo
sabemos que la vida se releva suave,
mientras las cosas, aunque padezcan dioses,
siguen con un son antiguo que parece nuevo[3].
El mar Mediterráneo aparecerá intermitentemente en una bibliografía en la que se inscribe muchas veces como ensoñación de un pasado y un espacio añorados, pero también como el enclave idealizado al que regresar para ser feliz. El mar como refugio y reducto para el regreso o la huida. Mar de luz paradisíaca, en ocasiones, casi una utopía edénica.
El tiempo en el que se encuentra ese hipotético mar es a veces un tiempo mítico, atemporal. Su evocación, no ya como lugar físico, sino como concepto inefable que encarna el anhelo del espíritu, es el perfecto elemento de contraste, en ocasiones, de una realidad mucho menos colorida y hospitalaria.
La mediterraneidad es un factor transversal en la poesía de Bellveser, ya que aparece desde en su citado primer poemario hasta en Julia en julio, Paradoja del éxito o Jardines, por citar solo algunos ejemplos.
NOTAS:
[1] Todavía estaba Bellveser recogiendo el éxito cosechado por su novela El exilio secreto de Dionisio Llopis cuando publicó su laureado poemario El agua del abedul. Por si fuera poco, a finales de ese mismo año (2002) ingresó como académico electo en la Academia de Bellas Artes de San Carlos. Su discurso de ingreso —el cual podría relacionarse con el mediterranismo— llevó por título «La luz en la poesía de Vicente Gaos». Sin duda, este fue un momento dulce en su carrera.
[2] Un siglo de poesía en Valencia; 1975, Valencia, Prometeo, pp.18, 19 y 22.
[3] Paradoja del éxito (2003).