En mayo se cumplirá una década. No obstante, aquellos sucesos se me antojan hoy mucho más remotos y apenas sí conservo de ellos una vaga imagen, como suele sucedernos con todas esas malogradas ilusiones que dejamos que las enmohezca el tamo del olvido. Por supuesto, esta premeditada desidia se debe a mi disgusto por el mostrenco proceder de ese partido político, que se apropió de todas las esperanzas surgidas durante aquellas luminosas jornadas y de sus reclamaciones —ecuánimes o disparatadas—, hasta reducirlas a un mero pretexto para medro de sus capitostes. Sin embargo, hace diez años, asistí —y supongo que también muchos de ustedes— a un suceso muy diferente: una inesperada y hermosa protesta, que alentada por grandes aspiraciones, acampó en mitad de la Puerta del Sol para perplejidad general, bajo una sencilla y cáustica consigna: “¡indignaos!”
Y he aquí lo significativo y que viene de molde a una revista literaria como esta: este llamamiento, “indignaos”, lo había puesto en circulación el año anterior un manifiesto homónimo; algo que no sucedía desde hacía décadas y que resucitaba la mejor y más acendrada tradición europea, donde todas las revueltas y revoluciones siempre se anunciaron con una ardiente convocatoria leída en plaza pública o incluso con un irreverente y anónimo pasquín pegado, con sigilosa nocturnidad, contra las esquinas más concurridas. Pero en este caso ni se trataba de un inflamado panfleto ni ocultaba su autoría, pues lo firmaba Stéphane Hessel, un nonagenario diplomático francés, con honores e historial de héroe, quien, ante la monumental chapuza sucedida en Wall Street, durante el 2008, azuzaba con aquel escueto puñado de páginas a la juventud del mundo para que se apoderase de lo que realmente era suyo: el porvenir, y no permitiese que ese garlito de truhanes en que había devenido el mercado financiero mundial se lo arrebatase. El manifiesto de Hessel coincidió, además, con un reportaje que, para sorpresa general, convocó nutridas colas a las puertas de todos los cines del país y encima recibió el Oscar entre un buen puñado de premios, y al que mi hermano tituló, muy acertadamente, “la mejor película de terror de la historia”: Inside Job (2010), de Charles Ferguson.
Durante su contemplación, nos dejaba estupefactos cómo aquel inmenso timo, que había desfondado al primer mercado financiero del mundo y arrastrado en su desplome a todos los demás —salvo unos cuantos, salvaguardados contra el rápido flujo de capitales—, había sido provocado por una tan burda como abultada montaña de embustes, incluso propagados por algunos de los entrevistados en el film. Al punto que abandonábamos los cines abrumados y presintiendo que no había autoridad ni ley alguna que impidiese su repetición cualquier año de estos.
Y en tanto película y manifiesto iban macerando en aquella juventud española, asfixiada por la crisis financiera de 2008, el impulso que se plasmaría en las marchas y en las acampadas urbanas de aquellos días de mayo, en la otra orilla del Mediterráneo había prendido, por un desesperado y casi insignificante suicidio en Túnez, un grito de protesta, también juvenil, que atravesó todo el Islam suscitando una adhesión inaudita; al punto que, entre febrero y marzo, ya zarandeaba a los hasta ese momento imperturbables regímenes, como el egipcio, que acabó desmoronándose en unas elecciones que no trajeron sino nuevos conflictos y, a la postre, un sangriento golpe militar, o el sirio, que encaró aquellas manifestaciones con una implacable saña, para encontrarse, de pronto y sin adivinar cómo, atrapado en una feroz guerra civil que todavía dura, a pesar de la década trascurrida, con su inconmensurable devastación, sus varios cientos de miles de muertos y sus millones de evacuados.
Y si no puedo más que estremecerme al evocar la llamada “primavera árabe”, incapaz de sacudirme de la memoria el tumulto de espeluznantes imágenes —provengan de Siria, de Irak, del Yemen o de Libia…— que todos hemos contemplado en los noticiarios durante esta década, en cambio me provoca una maliciosa sorna —si no es ya una abierta carcajada— el recuerdo del desolado pasmo de nuestros políticos ante aquel brote de mayo. Se quedaron suspensos entre el azarado titubeo y el enrabietado insulto, demostrando cuán lejos se hallaban del pueblo al que representaban, mientras su confusión delataba lo espontánea e insumisa que era aquella protesta. Naturalmente, esta ridícula e incluso hilarante situación de nuestros mandatarios solo acrecentó la simpatía internacional por el movimiento de los “indignados” —para otros: los perroflautas— españoles, como se puede comprobar en las primeras planas de aquellos días de los más señeros diarios internacionales; es más, inspiró otros brotes en EEUU, en Francia y hasta en Hungría… Luego —ya saben—, aquella venturosa protesta —como, por desgracia, ha sucedido tan a menudo en la Historia— fue embridada por un grupo de tahúres de la discordia y otros oportunistas sin oficio para su sórdido provecho y, por supuesto, las exigencias —fueran necesarias o superfluas, sensatas o extravagantes— que levantaron aquella protesta desde los cuatro puntos cardinales del país, acabaron en el arcón de las causas perdidas, y allí permanecerán hasta la próxima campaña electoral cuando las desempolven, para embeleco de ingenuos, esa pandilla de desahogados. De modo que solo nos queda —si nos queda algo— el recuerdo de aquella alegría libérrima que brillaba en cualquiera de las muchas pupilas que transitaron entre los chamizos de cartón y las proclamas imposibles que, durante aquellas semanas de mayo, rejuvenecieron la Puerta del Sol.