Tampoco crecen las margaritas sobre su tumba, tal y como fue su deseo. Un deseo que el doctor Clark, que le atendió durante su estancia en Roma, cumplió tras su muerte. Ni tan siquiera se corresponde con la realidad la fecha de su muerte esculpida en su lápida, 24 de febrero, pues falleció a las once de la noche del día anterior. Doscientos años después su famoso epitafio tampoco se ha cumplido: «Aquí yace Uno / cuyo Nombre estaba escrito en el Agua.», pues la grandeza de su poesía le trasladó hasta donde se encuentran los más grandes poetas ingleses de todos los tiempos.
Lo único cierto a día de hoy es la permanencia en el tiempo de su poesía y la platónica relación que mantuvo al final de su vida con Fanny Brawne, pues las cartas que él le escribió siguen siendo todavía objeto de codicia por las casas de subastas (las de ella a él descansan en su tumba). También es cierto que, en todo este tiempo, no han parado de llegar peregrinos hasta ese lugar de paz y recogimiento que es hoy el cementerio acatólico de Roma. Separado de la bruma rodante de los vehículos romanos por una tapia que lo recoge todo. Entre palmeras, naranjos, cipreses y pinos, la eternidad del poeta se refugia del mundo y del paso del tiempo. Ya no quedan ovejas ni cabras que pasten a su alrededor, pero sí están a su lado aquellos que fueron sus amigos: Joseph Severn y su hijo, o Shelley, que dicen que cuando le recogieron de las aguas del mar llevaba un libro de Keats en el bolsillo. Es cierto, nada es ya como fue o pudo ser. Lo único perenne que asiste a la gloria del poeta son su amor por Fanny y su obra poética. Tenaz y guerrera con el paso del tiempo. Desgarradora con las tendencias poéticas que no han logrado desbancar su capacidad negativa que, como muy bien nos apunta Alejandro Valero en John Keats, Odas y sonetos, es: «un espacio que no ocupa lugar, pero que es el edén al que todo poeta aspira. La transformación de la realidad a través de la búsqueda de la belleza, donde la ironía ya pierde el pie que la imposibilita llegar a su meta». Un concepto que le llevó hasta el podio de honor de la lírica inglesa y universal. Keats sí logró perfeccionar el soneto shakesperiano y llevarlo hasta el infinito con la composición de unas odas que siempre justificarán su vida, aunque ésta fuera desdichada desde un principio y estuviese marcada más tarde por una enfermedad (la tuberculosis) que causó tanta tragedia y dolor a su familia y a él mismo.
No es fácil perdonar el infortunio a través de aquello que pudo ser y no fue, sin embargo, siempre existe el afán de resurrección que persigue a los desdichados y malditos, y la persistencia de la sombra de la leyenda que va dejando rastro tras su paso. En este sentido, no hace falta más que cerciorarse de la multitud de publicaciones que están rindiendo homenaje al poeta en el 200 aniversario de su muerte, y los medios de comunicación que se están haciendo eco de esta efeméride, sobre todo, en Inglaterra, para comprobar que tales afirmaciones son ciertas. Unos y otros dotan de cuerpo y alma al fantasma del poeta que todavía nos persigue tras cada verso, cada declinación de su obra o cada fotografía, cuadro o fotograma dedicado a su figura. En España, sin embargo, la atención hacia esta conmemoración y su obra ha sido mínima, si exceptuamos la publicación, cada cierto tiempo, de la recopilación de sus poemas en esta o aquella editorial. Un hecho en el que sin duda tiene mucho que ver la predilección de la esfera cultural española por el movimiento romántico alemán. Dentro de este particular olvido hay excepciones, claro, como el portentoso poemario La tumba de Keats que Juan Carlos Mestre escribió como becario de la Academia de España en Roma entre 1997 y 1998 y que fue publicado en 1999 tras ganar el Premio Jaén de Poesía, y la magnífica introducción a la obra del poeta y posterior traducción de sus odas y sonetos que hizo Alejandro Valero. John Keats, Odas y sonetos, sin duda, una inigualable ocasión para conocer el alcance y valor intelectual y poético de la obra de Keats.
Mi conocimiento del poeta surgió de una forma accidental, como ocurre con las cosas importantes de la vida. Ese caprichoso azar que nos persigue en nuestro día a día quiso que en mi primer viaje a Roma visitase su tumba en Campo Cestio, y un año más tarde, viera la película de Jane Campion, Bright Star, que abarca la última parte de la vida del poeta en Londres, cuando se enamora de Fanny Brawne, una joven creativa y distinta que se apoderará de su corazón hasta el final. Más allá del desprecio que tal relación suscitó entre los amigos del poeta y los críticos ingleses de la época, muchos de ellos obviaron que tras una prolongada sequía creativa, Keats logra volver a escribir cuando se empieza a enamorar de la joven Fanny. Un proceso creativo en el que compondrá sus famosas odas, las piezas líricas que le han hecho universal y único. Ahí fue donde Keats adivinó el devenir de su proceso poético y el camino que más tarde le llevaría a la transformación de la vida y el sueño, a lo que él llamó capacidad negativa. El mundo poético, tal y como lo concibió Keats, necesitaba de otra composición mucho más cercana a Shakespeare y su incertidumbre y misterio, que a las de sus primeros maestros: Spencer, Milton o Burns, como muy bien nos recuerda Alejandro Valero. La mayoría de los sonetos del poeta son poemas de ocasión y todos ellos parten de la primera influencia del mundo clásico que, la lectura de los autores clásicos, le transmitieron, y también de esa necesidad de plasmar a través de la naturaleza los deseos más íntimos del poeta. La expresión: «¡Ah, por una vida de sensaciones más que de Pensamientos!», describe muy bien esa intensa búsqueda de la belleza, pues todo en Keats está diseñado para ir en busca de la belleza; un concepto puro y trascendente con el que poder cambiar el mundo. Él, sin duda, lo intentó a través de sus poemas, y a fe de lo escrito y vivido por quien suscribe lo ha conseguido. No se nos debe olvidar, como dice Mathew Arnold en el extracto que recoge el libro de Julio Cortázar, Imagen de John Keats: «Está. Está con Shakespeare, tal y como fue su deseo».
A todo ello, cabe añadir que la memoria del poeta romántico John Keats sigue viva en España, gracias, sobre todo, a los descendientes de su hermana pequeña Fanny, como es el caso de Guillermo Paradinas Brockmann, albacea de la memoria artística y personal del poeta en nuestro país. La memoria de este hombre, y los documentos y datos que atesora forman parte del acervo cultural más universal; un legado que necesita de los testimonios vivos de personas como Guillermo para hacer revivir la literatura a través del paso del tiempo. Lo que nos lleva a decir que, John Keats, uno de los más grandes poetas británicos de todos los tiempos, a pesar de su escasa producción poética, todavía permanece vivo es España, y tiene en este abulense, de fuerte carácter, un privilegiado faro que proyecta los recuerdos de su vida y de su obra a todos aquellos que quieran escucharle. Uno siente que algo ocurre a su alrededor cuando escucha esta voz plagada de recuerdos que en la madeja de los tiempos nos llevan hasta el poeta inglés.
Como muestra de todo lo expuesto, baste leer este fragmento final de Oda al otoño, la última oda que escribió en septiembre de 1819, que está considerada como una de las piezas líricas más importantes de la poesía inglesa de todos los tiempos, y que es un viaje a través del proceso poético del poeta inglés, al que podríamos subtitular como: el debate poético entre realidad y deseo, vida y muerte, vigilia y sueño.