La reforma apunta a exonerarlos de todo castigo penal “siempre que se produzcan en el contexto de manifestaciones artísticas, culturales o intelectuales”. Lo que vale por decir que si enalteces el terrorismo a ritmo de txalaparta, denigras a sus víctimas en alejandrinos o incitas a degollar infieles entre acordes de violín, el animus iocandi –el ánimo de diversión- prevalece sobre el animus iniuriandi –la voluntad de injuriar-. El “artista” que te ponga en la diana es un santo libertario. No faltarán beatos de la progresía a la hora de escupir sobre tu tumba.
Sorprende tanto celo acratoide dentro de un Ejecutivo en cruzada perpetua contra las fake news –excepto las suyas-. Más aún su desprecio por la sentencia del Tribunal Supremo, casada con el de Estrasburgo, donde argumentaba que “la exaltación de los métodos terroristas así como las conductas de quienes calumnian a sus víctimas son actos que producen indignación social y merecen un claro reproche penal”.
¿Amparará también la nueva ley los delitos de homofobia o la exaltación del nazismo si se profieren como manifestaciones artísticas? ¿Hasta qué punto la defensa de la libertad de expresión faculta la conculcación de otras libertades, además de todos los derechos constitucionales vinculados al honor, la reputación y la propia imagen?
Una de las patologías más graves para cualquier democracia se llama demagogia. Y la más letal para nuestra convivencia remite a la glorificación de la subcultura estercolaria que nos ocupa. El caso Hasél, más que una cuestión jurídica, desnuda un cáncer social. El de la vulgaridad coronada, el de la morralla subvencionada, el del insulto criminal elevado a los altares de la libertad.
Esto no se arregla con decretos. A fuerza de digerir basura hemos entrado en un coma cerebral irreversible. Acabaremos pidiendo a gritos una nueva Ley Mordaza. No precisamente para acallar nuestras opiniones, sino para excusarnos de tanto vomitar.