Revisando el otro día una entrevista que me hizo el veterano periodista de cultura Antonio Arco para La Verdad de Murcia, descubro, con no poco estupor, que ya hablaba yo de un virus muy peligroso en 2018. Bien es verdad que no me refería exactamente al Covid-19. “El mundo va a ser destruido por la estupidez, no por el mal”, rezaba el titular de aquella conversación impresa a doble página. También me refería, de paso, a otras amenazas para la especie humana, incluyendo la degradación de los ecosistemas y los desequilibrios de la economía y de la demografía. La ventaja de ser un cenizo es que uno corre un riesgo mucho menor de equivocarse que cualquier optimista. Aunque lo de la pandemia, en concreto, no puedo decir que lo viera venir, por mucho que el cine y algún magnate informático nos habían advertido sobre esta posibilidad.
Los efectos del desastre en el ya achacoso sistema editorial español (las ventas nunca llegaron a recuperarse del todo después de la crisis financiera de 2008) han sido devastadores, aunque no tan apocalípticos como se temió en un primer momento, a juzgar por los últimos datos aportados por las librerías. Pero como el propósito de esta pieza es revisar la evolución de la literatura, y de la industria a ella vinculada en España, abarcando con la mirada un periodo amplio, para tratar luego de hacer algún pronóstico fundado sobre su futuro, será mejor rebobinar la película hasta mediados del siglo XX.
En aquellos años grises, superado el trauma de la guerra, y cuando los planes desarrollistas de los taimados tecnócratas del Opus empezaron a dar algún resultado, con la llegada de las primeras suecas en biquini de colores a las playas vírgenes de un poblacho de pescadores llamado Benidorm, la industria editorial española comenzó su modernización y expansión comercial, que fue ya imparable con la llegada de la democracia. Favoreció mucho este proceso la progresiva alfabetización de las masas obreras y la propagación de la idea de que a Franco había que enterrarlo bajo una losa de toneladas de páginas impresas y volúmenes de tapa dura, los cuales podían adquirirse fácilmente junto a la sección que ofrecía las primeras lavadoras automáticas en el Corte Inglés. La dictadura había sido un régimen cerril y analfabeto, enfrentado a la mayoría de los intelectuales y escritores españoles, muchos de los cuales murieron durante o después de la contienda (Lorca, Miguel Hernández) o se vieron empujados a un dorado o amargo exilio, parisino o transatlántico. Había que leer o, por lo menos, comprar libros que nos sacaran de nuestro proverbial y miserable atraso cultural. Luego llegó el Boom latinoamericano y las galas televisadas del Premio Planeta, por una parte. Y por la otra punta del bocadillo, las editoriales malotas de izquierdas, como la que fundó el mismo año en que yo vine al mundo el legendario Jorge Herralde. A título de curiosidad, consignaré que el mismo 26 de marzo de 1969 en que respiré con mis tiernos ojos por vez primera (y tomo aquí prestado un verso de mi admirado Eloy Sánchez Rosillo) “la luz y la ceniza”; aquel mismo día se suicidaba en el estado de Misisipi el gran escritor norteamericano John Kennedy Toole, autor de La conjura de los necios; libro que, precisamente, catapultaría a la editorial Anagrama a un puesto de privilegio en la moderna edición española.
Como ven, todo me está quedando muy bien conectado. Pero vamos, sin más distracciones, con lo que pasó luego. Es decir: la decadencia. El triste momento en que el cuento de hadas de la edición empezó a convertirse en una pesadilla de proliferación apenas comparable a la invasión de los mejillones cebra. Describamos, uno por uno, todos los factores que intervinieron en la generación de la tormenta de mierda.
En primer lugar, hay una degeneración cultural que afecta a todo Occidente y que pasa por la tendencia al empoderamiento de la ordinariez, magistralmente radiografiada en sus orígenes por Ortega y Gasset en su celebrado ensayo “La rebelión de las masas”. La consecuencia más evidente de la destrucción de toda figura de autoridad, así como de cualquier noción de jerarquía cultural es el desfallecimiento de la crítica literaria especializada y rigurosa. Sigue existiendo, desde luego, pero sólo en calidad de zombi vegano, ya que ha perdido toda capacidad disuasoria o prescriptiva. Al ciudadano medio nadie le va a decir qué libro tiene que comprar o leer. Es tonto por cuenta propia, y como todos los tontos, sabe perfectamente lo que le conviene.
Por otra parte, el aura de “inteligencia” que la literatura proporciona al individuo (algo mucho más perceptible aquí que, por ejemplo, en los Estados Unidos, donde el mayor signo de inteligencia consiste en fundar un emporio inmobiliario o pornográfico para ganar dinero), tiene mucho que ver con el prestigio de los intelectuales como archienemigos de la tiranía. Clima social que ha propiciado que en nuestro pequeño país todo el mundo -hombre o mujer, letrado o iletrado, humano o humanoide, vegetal o mineral- quiera ser escritora, escritor o ambas cosas a la vez.
De modo que, durante la transición, tenemos por una parte a un gran público movilizado por una corriente de ilustración democrática y animado por constantes campañas de promoción de la lectura, que está muy dispuesto a dejar una razonable fracción de sus ingresos en la caja registradora de la librería; y por otra, cada vez más escritores y más editoriales para elegir, pero menos árbitros autorizados que señalen la literatura de calidad. En semejante contexto social y cultural, no puede extrañar la proliferación de todo tipo de editoriales liliputienses (regionales, parroquiales, folklóricas, políticas, temáticas) que crecen como hongos a ras de suelo, mientras las copas de los grandes sellos no dejan de aumentar hasta alcanzar proporciones monstruosas, haciendo el bosque impenetrable a la luz de la razón y del buen gusto.
El resultado es el de un pequeño grupo de fabricantes de basura comercial a gran escala y un grupo enorme de fabricantes de basura minoritaria. Y, por otra parte, algunos sellos de mediano tamaño que hacen lo que pueden para tratar de seguir publicando literatura de calidad, cada vez con menos ventas y más dificultades.
Así estaban las cosas cuando llegó el meteorito. Minúsculo, sí, pero no menos destructivo que aquél que se estrelló en la península de Yucatán y puso fin al imperio de los dinosaurios. Una insignificancia en forma de corona que amenaza con destruir una industria que ya había salido muy perjudicada de la anterior crisis económica.
¿Y qué pasará a continuación? Como diría el maestro Yoda, difícil es decirlo, porque “el futuro siempre en movimiento está”… Pero no renuncio a intentarlo.
La crisis editorial tiene lugar, como ya he señalado antes, en el marco de una descomposición general de la cultura, e incluso de la inteligencia, no solo en España sino en todo Occidente. Es un asunto trivial y suficientemente conocido en el que no vale la pena detenerse. Durante una breve edad de oro se llegó a editar mucho y, en general, bastante bien en este país, pero desde que doblamos la esquina del siglo la degradación resulta ya imparable. No vamos a entrar en detalles; en última instancia se trata sencillamente de la agonía de una civilización, como bien ha diagnosticado Houellebecq, lo que no debería preocuparnos ni mucho ni poco, teniendo en cuenta que nuestro destino, tanto individual como colectivo, es, de todas formas, la extinción. (El teorema de Gödel, el descubrimiento de la energía oscura y la segunda ley de la termodinámica son la triple garantía de que nuestros sueños de inmortalidad no van a materializarse nunca). Entre tanto, y puesto que la literatura cumple una función esencial como “depuradora social”, permitiendo el desarrollo del juicio crítico -fruto de una visión compleja del mundo-; su inevitable devaluación conduce al recrudecimiento de los populismos en política. El resultado será un típico feedback, ya que las corrientes populistas rebajan todavía más el nivel de inteligencia y aceleran el declive occidental y la oscilación del centro de gravedad global hacia potencias que nada tienen que ver con nuestra cultura de tradición humanista y valores liberales. Ojalá Biden y Kamala sean capaces de ralentizar esta deriva durante algún tiempo; aunque la edad del nuevo presidente no permite augurar un gran futuro para la esperanza.
Como el lector habrá notado, no dejo a largo plazo mucho margen al optimismo, sin embargo, creo que en una escala temporal menor (el proceso al que me he referido en el anterior párrafo probablemente tardará aún decenios en consumarse) algunas consecuencias de la pandemia pueden ser relativamente saludables para la industria del libro. Creo, por ejemplo, que desaparecerán algunos pequeños sellos, y los grandes y medianos deberán reducir significativamente su oferta; lo que implicará editar mucho menos, claro; algo muy positivo, considerando cifras tan delirantes como la de los 70 mil títulos anuales de los últimos ejercicios. Sin embargo, dudo que el efecto benéfico del virus dure demasiado, ni en este terreno ni en otros ámbitos de la sociedad, de la política o de la ecología. Lejos de ser tomada como una severa advertencia, en cuanto la vacuna esté disponible la pandemia no parecerá más que un incómodo recuerdo, como una vomitona en el receso de una macrofiesta que volverá a ponerse en marcha enseguida, a ritmo de reguetón, para que las termitas humanas vuelvan a contaminar los mares, las ciudades y las librerías, produciendo el tipo de basura que corresponda en cada caso; y esto no se detendrá hasta que sobrevenga la última plaga; la cual, Dios mediante (¡no quiero terminar sin una nota de alegría!), acabará por fin con nuestra inmunda especie y pondrá orden en el planeta.