La faceta cuentística del autor de Las nieves del Kilimanjaro, condensa la mejor aproximación a su capacidad de traspasar la frontera que separa el ser y estar del ser humano en su agónico desfallecimiento por la búsqueda de la propia identidad.
Esta afirmación de Gertrude Stein con la que según Ernest Hemingway le señaló en una conversación, abre su primera novela Fiesta, publicada en 1926. Al parecer la escritora estadounidense la usó al calificar al operario de un taller mecánico de París, cuando comprobó la reparación efectuada a su automóvil, considerándolo uno de los muchos jóvenes de la génération perdue tras la Primera Guerra Mundial. Es el mismo término que utilizó para referirse a escritores como John Dos Passos, Francis Scott Fitzgerald, Archibald MacLeish, Ezra Pound o el mismo Hemingway, expatriado en la capital francesa desde 1920. Una visión postrera de los que siendo excombatientes o no, a su pasión literaria adicionaban en gran parte de ellos la afición al alcohol. Los poetas Hart Crane y E. E. Cummings completan este eslabón de peculiares escritores que regateaban, cada uno con su propio estilo, los convencionalismos. Eran autores versátiles que deconstruían las piezas comunes para delimitar su propio territorio de acción creativa. La experiencia vital se consolidaba en la literaria. Ambas trayectorias se entrecruzaban con altibajos propios de la beligerancia controvertida que reformulaban en sus respectivas obras. Tan desiguales como comunes impulsoras del enfrentamiento con el aspecto materialista que les desgarraba y que andando el tiempo les pasó dramática factura. París era centro nuclear de la vida bohemia que protagonizaron. Atrás quedaba, momentáneamente, la angustia existencial que siempre les acompañó. No les duró demasiado. El refugio europeo fue un espejismo antes de emprender una nueva huida.
En 1961 Gabriel García Márquez publicaba un artículo periodístico con este título en homenaje al autor de Adiós a las armas. Aquel que escribía en su madurez de pie, sobre un tablero, como Goethe. El 2 de julio de ese mismo año su cadáver apareció con la cabeza volada por un disparo de su escopeta Boss. El apunte del escritor colombiano reproducía un itinerario de reconocimiento pero también de cierta equidistancia con el norteamericano. Era esa despedida que se abstiene de lo emocionalmente predecible y reactiva a la escritura como fedataria de lo que acontece. La acción experimental es testimonio de ese quehacer que más tarde se convertirá en una historia. Historia vivida por cuanto se presiente en su llegada intempestiva y aborda al autor en un intento desesperado que la rescate. Son de especial apreciación los matices literarios y biográficos que de aquel ensarta para el gusto del lector. Pero también una ofrenda escritora que incide en su capacidad para decidir su propio fin como lo fue el suyo. La dicotomía entre hombre y escritor no existe. Ambas realidades se yuxtaponen en un mismo plano de rigor. Un rigor en la propia concepción de lo inevitable y cultivable como escudo: egolatría, exhibicionismo, vanidad sexual, dipsomanía. "En realidad, Hemingway sólo fue un testigo ávido, más que de la naturaleza humana de la acción individual. Su héroe surgía en cualquier lugar del mundo, en cualquier situación y en cualquier nivel de la escala social en que fuera necesario luchar encarnizadamente no tanto para sobre vivir cuanto para alcanzar la victoria. Y luego, la victoria era apenas un estado superior del cansancio físico y de la incertidumbre moral". Ha transcurrido más de medio siglo desde entonces y la suficiencia narrativa de Ernest Hemingway hace perdurar en la memoria literaria la de aquellos hombres que siendo destrozados no son derrotados.
La faceta creativa de Le Grande Capitan incluía la cuentística. En este género las posibilidades de narración se tornan realmente brillantes ejecuciones de estilo sobrio e introspectivo. La presunta reducción del lenguaje que pudiera parecer parca y austera. germina en los ojos lectores con nutritiva viveza. He aquí el rasgo mayúsculo: la sobredimensión de lo no evidente. "Alguna vez, en una entrevista de prensa, hizo la mejor definición de su obra al compararla con el iceberg de la gigantesca mole de hielo que flota en la superficie: es apenas un octavo del volumen total y es inexpugnable gracias a los siete octavos que la sustentan bajo el agua". De esta manera Gabo reiteraba en la propia definición de Hemingway lo que Mario Vargas Llosa significaba como "el dato escondido", "Hemingway fue un eximio maestro en el uso de esta técnica narrativa, como se advierte en Los asesinos, ejemplo de economía narrativa, texto que es como la punta de un iceberg, una pequeña prominencia visible que deja entrever en su brillantez relampagueante toda la compleja masa anecdótica sobre la que reposa y que ha sido birlada al lector". Ambos Premios Nobel de Literatura coinciden en esta técnica narrativa que sin ser inédita, la utilización por el escritor norteamericano se ajusta a sus propósitos interesados como calcetín al pie: hacer descender al lector a pie de página y obligarle a escuchar a los personajes desde la mesa donde observa la escena que retrata el pasado desde la evocación del presente y conteniendo el drama futuro. Dos sicarios Al y Max, gánsters a sueldo, se presentan en un restaurante de la tranquila localidad de Summit con el fin de acabar con la vida de Ole Andreson, boxeador de origen sueco, con cuentas pendientes en Chicago. George les sirve en la barra y el negro Sam cocina. La clientela se reduce a Nick Adams y a varios personajes que circunstancialmente entran y salen incrementando el interrogante sobre el desenlace final. Con este escenario Hemingway diseña unos diálogos que despliegan una extraordinaria violencia contenida. La palabra es regidora del constante toma y daca entre la presencia hostil y la amenaza velada que recorre el cuento de principio a fin. Incluso esta tensión adquiere su mayor cota explicita en el lacónico determinismo de la víctima. A la que ni siquiera el involuntario ángel de la muerte que representa Nick Adams -reconocible personaje en otros relatos del autor y que parece contener la memoria intermitente de toda una vida que se desvanece intencionadamente antes de cohesionar los fragmentos desperdigados- previniéndole de aquella, parece desviarlo de su destino mortal. Se enfrenta a la muerte como una desoladora salvación. No quiere huir ni hacer frente. Está cansado de esa historia negra que le acompaña. Y Nick Adams, alter ego de Hemingway o al menos eco de sus pasos como espectador del espacio narrativo donde es situado, apuntala ese sentimiento trágico de la vida. La primera versión cinematográfica dirigida por Robert Siodmak y con guión de Anthony Veiller -al parecer contó con la colaboración no acreditada de John Houston- dista 20 años del cuento que escribiera el autor durante su estancia en Madrid en 1925. Es la primera interpretación de Burt Lancaster en el cine. Junto a Ava Gardner protagonizan este sobresaliente film noir. Una intensa nevada derivó en la cancelación de una corrida de toros en la feria de San Isidro Enfrascado en el proceso de creación, Hemingway logró este magnífico cuento junto a dos más, Diez indios y Hoy es viernes. Fue publicado en Scribner´s y formó parte de la obra titulada Hombres sin mujer aparecida en 1927. En el año 1964 bajo la dirección de Don Siegel, guión de Gene L. Coon y contando con Angie Dickinson y Lee Marvin como actores principales, se estrenó esta segunda y última inspiración, hasta ahora, esta vez fallida -Código del hampa fue su título español- que olvida lo esencial del cuento y se centra en otros aspectos que se distancian de aquel. Si bien el incontestable reclamo que se explicita en los títulos de crédito como versión de un cuento de Hemingway reconoce comercialmente el tirón que supone su inclusión. Sin olvidar la adaptación casi literal que para un trabajo de estudios supervisado por Mijaíl Romm, realizó Andrei Tarkovski en 1956, en la que también apareció con un pequeño papel secundario... Siendo aún alumno de la Escuela de Cine de Moscú.
Los seres que habitan sus cuentos mantienen cierto grado de discordia con el mundo, consigo mismos, con la expresión de dócil asentimiento a destensar su impotencia. La acentuación de los caracteres y la implicación directa de sus afanes, perseguidores de lo inasible, alientan cierto fatalismo, recrudecido por el estilo directo y seco que el autor les infiere. Un trago de güisqui no es suficiente para arrastrar el desencanto. Las torrenciales lluvias que asolan el alma dejan la tierra húmeda. Sobre ella nuestros pasos se hunden en el barro con la pesada carga de la existencia. Las anécdotas que revisten las diferentes trama subrayan la intencionalidad de sumergirnos en otra realidad pensada y sentida que no es más evidente, pero sí la que palpita de atormentada vida interior. La introspección psicológica añade incertidumbre en la evolución de las narraciones y ese golpe seco final de amargura que nos aturde. La corriente subterránea de nihilismo se deja sentir en la íntima soledad que experimentamos con su lectura. La frustración de los personajes obra como hipnosis. El texto condensa tal sugestión que logra atenazarnos. Somos rehenes de su frustración. Así su andadura tan humana y desgarradora que traspasa el umbral de lo antedicho. El autor de Cien años de soledad en el artículo referido adelantaba que "El tiempo demostrará también que Hemingway, como escritor menor, se comerá a muchos escritores grandes, por su conocimiento de los motivos de los hombres y los secretos de su oficio". La lectura de sus cuentos es siempre una oportunidad de degustar buena literatura. El tiempo lector es precioso para malgastarlo en fruslerías literarias. Asomarnos al balcón de obras como El viejo y el mar, nos señala el horizonte de títulos que se hacen realmente imprescindibles.