El texto va dirigido a la plataforma televisiva HBO Max y está firmado por el cineasta John Ridley (a quien no pretendo restar ni un ápice de su derecho a hacer lo que ha hecho), ganador de un Óscar por su trabajo como guionista en la película 12 años de esclavitud (2013). En su artículo, Ridley arremete contra la mítica película Lo que el viento se llevó (1939) por su exaltación del racismo. Obviamente, para quien no conozca a Ridley, habrá que añadir que es n-word (y no digo negro porque antes de ayer Ridley también le atizó a Quentin Tarantino por poner en boca de los personajes de sus películas la palabra negro). Por esto, podemos suponer que la pigmentación de su piel, quizás, le confiere, más a que otros, el derecho que se ha otorgado para zarandear ese árbol.
La primera y más rápida consecuencia de ese zarandeo fue la retirada de la película de su catálogo por parte de HBO Max (algo que Ridley no pedía en su artículo, pues se declara contrario a cualquier tipo de censura). Esta retirada fue posteriormente matizada por HBO al anunciar que seguirá ofreciendo la película, pero con una introducción que explique el contexto histórico y el explícito contenido racista de la historia, haciendo caso a la verdadera reclamación de Ridley.
Volviendo al meollo de la cuestión, Ridley considera que la película, producida por David O. Selznick y ganadora de doce premios de la Academia, es racista y, vista hoy, supone una exaltación nostálgica de aquella sociedad sureña esclavista y ya desaparecida. No es la primera vez que esta película ha sido epicentro de una polémica por este motivo. Sin ir demasiado lejos en el tiempo, en el verano del año 2017, idénticos argumentos supusieron que la película fuera retirada de la programación del cine de verano del Teatro Orpheum de Memphis, Tennessee, tras treinta y cuatro años de exhibición ininterrumpida. Por tanto, nada nuevo bajo el sol.
Llegados a este punto y para nos desviarnos del espíritu de Todo Literatura, creo que conviene dar un par de pasos hacia atrás para alejarnos de la inmensa mole de cemento que tenemos frente a las narices y así, con una perspectiva más amplia, poder apreciar mejor los detalles arquitectónicos del edificio. Una vez situados ahí, hemos de empezar por tener en cuenta que la película de Selznick se basa (como la inmensa mayoría de las películas) en una novela. En este caso, se trata de una novela escrita por Margaret Mitchell y que le sirvió para ganar el Premio Pulitzer de Literatura de Ficción en 1937. Dado el fulgurante éxito de la novela, el avispado productor cinematográfico David O. Selznick compró los derechos del original literario para poder llevarla al cine y se agarró a la Metro Goldwyn Mayer para sacar adelante un proyecto que requería de un pulmón financiero como nunca antes se había visto. Y perdonen que insista en ignorar la figura de Victor Flemming, director de la película en los títulos de crédito definitivos; pero, si hay una película en la Historia del Cine que simboliza la importancia del productor como cerebro creador y verdadero responsable del resultado final de la obra cinematográfica, esa es la que nos traemos entre manos. Es una película Selznick. Y punto. Si no, que alguien le pregunte al gran George Cukor o a Sam Wood (ya sé que ambos están muertos, pero ustedes me entienden). Para los despistados, añado una explicación: en la ceremonia de los Óscar, el premio a la mejor película se entrega el último, por considerarse el más importante, y lo recoge el productor; o sea, el dueño de la película, que para eso se ha jugado su dinero (prestigio) en el proyecto. En la época dorada de Hollywood, el director, en la mayoría de las ocasiones, sólo era un “mandao”.
La novela de Margaret Mitchell recrea una época pasada (entre la fecha de publicación de la novela y el momento histórico en el que se desarrolla la historia han transcurrido casi ochenta años) sobre la que la autora manifiesta una incondicional admiración. Dentro de un folletín amoroso decimonónico digno de ser calificado como “culebrón”, Mitchell nos cuela su visión, idílica y romántica, de lo que para ella simbolizaban aquellos Estados Confederados de América que se opusieron a la abolición de la esclavitud promovida por el presidente Abraham Lincoln y apoyada por los estados del norte (La Unión), hasta el punto de forzar una Guerra Civil que duró cuatro años (desde abril 1861 hasta abril de 1865) en la que los “sudistas” defendieron de su ideal supremacista y esclavista y en la que murieron alrededor de un millón de soldados.
De acuerdo con este planteamiento, Mitchell idealiza los valores que añora a través de una constante demostración apasionada del amor, tanto por los caballerosos y valientes hombres del Sur como por la tierra que se extiende bajo sus pies. Los acres que posees (lo que incluye a los esclavos, igual que si estos fueran otro elemento agrícola de la plantación de algodón) sirven de unidad de medida para definir quien vale más y quien vale menos. Esa escala de valores se mezcla con la visión del amor de la protagonista femenina, Scarlett O´Hara. Una jovencita cursi y caprichosa que, según avanza la historia, se va convirtiendo es una mujer cada vez más dura. Al inicio de la narración, Scarlett, confiesa su amor a Ashley Wilkes, heredero de otra rica familia de la zona, pero este la rechaza y se casa con Melanie Hamilton. Ella, por despecho, se casa con el imbécil de Charles Hamilton. Al menos, así establece un vínculo familiar con su amado Ashley. Pero estalla la Guerra Civil y, en un abrir y cerrar de ojos, Scarlett cambia su estatus de virgen por el de esposa, madre y viuda. Así comienza el desmoronamiento de su mundo idílico. La guerra trae el hambre. Muere su padre. Los esclavos de su plantación huyen o se enrolan en el ejército de La Unión. En medio de esa vorágine, Scarlett trata de sobrevivir y se casa con Frank Kennedy, quien fuera prometido de una de sus hermanas. Tienen una hija. Pero este marido, amigo de Ashley Wilkes y de los miembros del Ku Klux Klan, muere en un combate contra los yankees. Los soldados del norte persiguen a Ashley, pero aparece la figura del cínico Rhett Butler para salvarle. Así, Scarlett acaba cayendo en brazos de Rhett y se deja arrastrar hasta un matrimonio atormentado que la convierte en madre por tercera vez. Acaba la guerra. Durante ese matrimonio, la figura idílica de Ashley Wilkes siempre está presente, quizás simbolizando todos esos elevados valores del Sur que la guerra había aniquilado; unos valores que, por supuesto, no tiene Rhett Butler. Ashley Wilkes se queda viudo. Rhett Butler cree que Scarlett va a forzar el divorcio para arrojarse en los brazos de Ashley y acaba abandonándola, pese a que ella le jura que ya no ama a Ashley y que sólo le quiere a él. Ya sola, Scarlett regresa a la tierra que, orgullosa de su sangre irlandesa, le pertenece y que es todo para ella: Tara. Resumiendo mucho mucho mucho la novela, esos serían los argumentos principales.
Margaret Mitchell nació en el año 1900 en Atlanta, Georgia, hija de una familia acomodada de honda tradición sureña. Desde niña, fue una voraz lectora y una gran aficionada a escribir pequeñas historietas que luego leía en voz alta ante su familia. Su padre fue un abogado prestigioso. Su madre, conocida en Atlanta por apoyar el sufragio femenino, falleció (a causa de la “gripe española”) cuando Margaret aún estaba estudiando medicina. Su prometido falleció combatiendo en la Primera Guerra Mundial. Estos dos hechos cambiaron su vida. Dejó la universidad para cuidar a su hermano pequeño, se ganó la vida como articulista de un periódico de Atlanta, se casó con un tipo del que se divorció al poco tiempo y luego se volvió a casar con un periodista. A lo largo de esos años fue construyendo su (única) novela: Lo que el viento se llevó. Gracias al éxito, saneó sus finanzas y se convirtió en mecenas de causas benéficas, sufragó becas para estudiantes y, durante la Segunda Guerra Mundial, recaudó una gran suma de dinero para construir un barco militar. Sin embargo, en agosto de 1949 un absurdo accidente truncó su vida. Murió a los 48 años por culpa de los daños sufridos al ser atropellada por un taxista. Resumido, eso es lo que sabemos de su vida.
Imagino que más de uno, a leer esto, se habrá acordado ahora del éxito atemporal fruto de una única novela logrado por la también sureña Harper Lee por Matar a un ruiseñor (1960), ganadora del Premio Pulitzer en 1961. En esta historia las consideraciones sobre la raza afroamericana son opuestas a las de Lo que el viento se llevó. Llegados a este punto, cabe añadir que, hace unos años, tras una votación popular para elegir al personaje de ficción que encarnaba mejor los valores estadounidenses, el ganador fue Atticus Finch, el abogado protagonista de Matar a un ruiseñor. La industria del cine, siempre atenta, llevó la novela de Harper Lee a la gran pantalla en 1962, con Gregory Peck en papel de Finch.
Otros paralelismos que se pueden trazar con la novela de Mitchell permitirían equipararla con algunos novelones decimonónicos en los que la mujer es la gran protagonista, desafiando convencionalismos sociales y pretendiendo cambiar el rol femenino dentro de una sociedad machista. Ahí encajaría con el espíritu de la Ana Karenina de Tolstoi, la Margarita Gautier de Dumas y la Madame Bovary de Flaubert. La gran diferencia con esos tres personajes femeninos es que ninguna de ellas fue creada por una escritora mujer.
Por otro lado, es importante destacar que la novela de Margaret Mitchell no fue llevada al cine de manera literal ni íntegra. El texto en papel suele presentarse en ediciones que rondan las mil páginas o más (según el tamaño de letra), pero la aguda visión de Selznick logró condensar el espíritu de la historia en “tan solo” tres horas y cincuenta minutos de metraje. Podemos suponer que, si este proyecto se hubiera llevado a cabo en estos tiempos, en lugar de una película se habría hecho una serie para televisión en la que se habrían incluido todos los detalles. En aquella época, optaron por desechar una gran parte del original literario. De hecho, como ya se dijo anteriormente, en la novela Scarlett llega a tener tres hijos, mientras que en la película sólo tiene una hija. En la narración escrita se cuentan los matrimonios de las hermanas de Scarlett y en la película se obvia toda esa parte. En el libro, los caballerosos y valientes hombres sureños tienen más profundidad psicológica que la que muestran en la pantalla, donde aparecen retratados con estereotipos muy simples. En el cine se eliminaron algunas figuras políticas que sí están en el papel: por ejemplo, Rufus Bullock, gobernador republicano del estado de Georgia, Sin embargo, el espíritu “sudista” está latente en todo momento. Y este espíritu es clasista y racista. Siéndolo mucho más en la novela que en la película. En el libro, se hacen referencias explicitas a los azotamientos de los esclavos, a su compra y su venta, incluso hasta se llega a presuponer que algunos pueden tener la inteligencia de un blanco. Los propios esclavos asumen su rol y se muestran orgullosos de su condición de esclavo de una clase superior por ser propiedad de una familia de más dinero que otros. Sin embargo, en la novela no hay odio racial. Margaret Mitchell, simplemente, refleja un mundo que era así. El famoso personaje de Mammy, la niñera de Scarlett, es representada con sumo cariño. Hay un respeto hacia esa persona que es sirviente, pero, sobre todo, es garante en todo momento de la salud y el bienestar de las tres niñas de la familia O´Hara, preocupándose de que coman, de que no cojan frío, de que sean educadas, etc. En el cine, el personaje de Mammy lo interpretó Hattie McDaniel y su trabajo le supuso ganar un Óscar de la Academia. El primero que ganó alguien de color. Sin embargo, Hattie McDaniel (curiosamente, nacida en el sureño Kansas e hija de esclavos liberados) no pudo asistir a los fastos del estreno de la película en Atlanta, ya que la Ley Jim Crow impedía a los negros estar con los blancos en lugares públicos (segregación racial). El estreno de la película fue un acontecimiento festivo en la ciudad de Atlanta que duró varios días, con banderas confederadas engalanando las calles y congregando a 300.000 espectadores (todos blancos, claro) en los distintos pases que se proyectaron en el Loew´s Gtand Theatre. Cuando unos meses después del estreno Hattie McDaniel ganó el Óscar, esa misma ley segregacionista también le impidió estar sentada entre el público esperando el resultado del famoso “And the winner is….”.
Por tanto, es difícil, casi imposible, poder decir algo en contra del planteamiento de John Ridley (a quien no pretendo restar ni un ápice de su derecho a hacer lo que ha hecho). Sin embargo, yo creo que Ridley podía haber ido más allá. ¿Por qué sólo Lo que el viento se llevó? ¿Por qué no incluir también en la denuncia a El nacimiento de una nación (1915)? En esa cinta dirigida por David Wark Griffith el Ku Klux Klan aparece, en su contexto histórico, como algo normal. ¿Por qué no señalar también a El cantor de jazz (1927)? Una película que siempre estará en los libros de Historia por ser la primera cinta sonora del cine y en la que el personaje protagonista es un cantante negro que fue interpretado por un actor blanco, porque los negros, desde 1903, eran interpretados por actores blancos maquillados (blackface). ¿No es eso aún más humillante? Incluso, me atrevo a exigirle Ridley (a quien no pretendo restar ni un ápice de su derecho a hacer lo que ha hecho) que no mire sólo su propio ombligo. ¿Por qué alzar la voz sólo en contra de una película que muestra el racismo contra los negros? ¿Acaso no hay ningún western clásico en el catálogo de HBO Max? Porque creo que es difícil encontrar algo más racista que el tratamiento que se dio a los indios nativo-americanos (sioux, cheroquis, etc.) en los western de la época dorada de Hollywood? ¿Por qué no exigir que se revise la presentación de películas también míticas como La diligencia o Centauros del desierto? ¿Por qué no aprovechar para llegar más lejos?