Supongo que hace un par de semanas todos ustedes se quedaron tan sorprendidos como yo, cuando los noticiarios anunciaron que arribaban a Venezuela cinco petroleros cargados de gasolina iraní para que los motores del país pudiesen seguir arrancando. ¿Cómo era posible tal escasez en la nación donde se estiman las mayores reservas mundiales de petróleo? La respuesta era clara: ninguna de las cinco o seis colosales refinerías venezolanas era capaz de producir ni un mal barril de combustible apto para el consumo habitual.
Más allá de la calamidad en que ha devenido el chavismo, de la que es elocuente esta tristísima noticia y cuya más pavorosa e incontestable prueba son los tres o cuatro millones de venezolanos vagando por el resto del continente en busca, no ya de un porvenir, sino de la escueta manduca, la maldición del petróleo en Venezuela viene de lejos; más o menos desde que el 14 de julio de 1936, en el diario caraqueño Ahora, Arturo Úslar Pietri publicase el avisador y celebérrimo artículo “Sembrar el petróleo”.
Como se colige del título, Úslar proponía que los ya pingües y, por otra parte, tan inesperados beneficios de la extracción —entonces por compañías estadounidenses y angloholandesas— del hidrocarburo se invirtiesen en modernizar la atrabiliaria agricultura venezolana, en proteger su inmenso tesoro forestal esquilmado en aquellos días y en vigorizar la enteca cabaña ganadera, que había sido el mayor patrimonio del país durante el siglo anterior y, claro, sin perder de vista el fomento de una inexistente industria. A nadie, en Venezuela, le cupo duda de la oportunidad y clarividencia del artículo. Tanto es así que su título se convirtió en la guía y emblema de los gobiernos inmediatos; fueran los del general Medina Angarita —donde un joven Úslar ejerció de ministro— como los del movimiento que los derrocó en 1945, inspirado por Rómulo Betancourt. Pero aquel cabal y sincero empeño resultó breve porque en 1948 todo lo desbarató un cuartelazo, del que dijera el recién depuesto presidente, el otro Rómulo, el novelista Rómulo Gallegos, que tenía “olor a petróleo”.
Y aunque el título de Úslar, “Sembrar el petróleo”, fuese repetido desde entonces sin cesar como un propósito inquebrantable por los sucesivos gobiernos, al punto que hasta el mismo Chávez lo llegó a emplear, la maldición del petróleo había hecho su lúgubre y estranguladora entrada en la historia de Venezuela. Pues de sobra les consta que aquella república se convirtió en un “petroestado”; es decir, en una nación sostenida —cada década más— por la venta del hidrocarburo; cualquier iniciativa productiva o mercantil nacía raquitizada o subsidiada por el gobierno de turno —con todo lo que de arbitrario e incluso de pervertido conlleva—, siempre ahíto y embotado por el inmenso caudal de los “petrodólares”, que manaba como un sortilegio del subsuelo; mientras Venezuela iba dependiendo sin cesar —y con apenas conciencia del derroche— de las importaciones de todo tipo, y el colmo acaeció hace dos semanas, cuando supimos que había acabado comprando en el exterior su propio y fabuloso bien; el mismo que viciosamente la había sumido en esta funesta pesadilla.
Pues bien, ahora Drácena rescata dos novelas de Úslar Pietri, Un retrato en la geografía (1962) y Estación de máscaras (1964), que relatan un par de momentos cruciales para la fragua de esta maldición. La primera de ellas, Un retrato en la geografía, es un caleidoscopio caraqueño y, sin embargo, universal, en tanto nos narra cómo los distintos grupos sociales, sometidos casi treinta años bajo la férula de Juan Vicente Gómez, se disponen a ocupar, con sus peculiares argucias, el vacío dejado por la muerte del imperturbable patriarca; mientras, el petróleo todavía no ha implantado su opulenta autoridad, aunque ya vaya atrayendo a los más avispados. Y digo universal porque es el retrato de la transición de una sociedad desde una dictadura a una todavía ensoñada democracia, y por ella discurren la burguesía afecta o desafecta al dictador, los agiotistas que acaban de descubrir el suculento maná del petróleo, los estudiantes empeñados en implantar las libertades o los obreros exigiendo sus retardadas mejoras laborales; todos pugnando ante el horizonte indefinido de la Historia, cuando todavía la maldición del petróleo pudo conjurarse; no en balde transcurre en los mismos días que Úslar publicó el famoso artículo antes mencionado.
La segunda, Estación de máscaras, nos retrata ya la Caracas envanecida y opípara de la década siguiente, allá por 1947, cuando el protagonista de ambos relatos, Álvaro Collado, regresa de Europa y se encuentra a sus amigos infatuados por la incesante riqueza petrolera. Y no solo derrochadores del inmenso capital que disfrutan, sino estúpidamente ufanos por el próximo pronunciamiento de Marcos Pérez Jiménez —en la novela, Abel Maldonado—. Cuando se produzca, se habrá malbaratado cualquier posibilidad de “Sembrar el petróleo” y la maldición se habrá consumado. A partir de ahí, Venezuela se volvió un opulento “petroestado”, manejado a capricho por los personajes de esta novela o por sus hijos, inconscientes de la división que levantaban entre ellos y la inmensa mayoría, a la que acostumbraron a vivir de sus dádivas; en suma, de la azarosa fluctuación del precio del petróleo. Sin duda una tragedia, ahora plasmada por estos cinco petroleros, colmados de gasolina iraní.
Me comunican de Drácena que Un retrato en la geografía la tendrán en las librerías a finales de este mes; Estación de máscaras, durante la primera quincena de julio. Espero que les satisfagan.