¿Harían una pareja feliz Cleopatra y Casanova? ¿Cómo se las ingeniaría Valmont ante Salomé? ¿Y si Tristán cayera en las redes de Lana Turner, en vez de en las de Isolda? ¿Qué hubiera sido de George Clooney en Quemar después de leer, si esa carta la hubiese rubricado la Carmen de Merimée? En este arte de los preliminares, los atributos sucumben a la estrategia. Por eso, y por más que la literatura rebose de burladores legendarios, la seducción -antítesis de la violación- es femenina. Las delicias del “coitus reservatus” feminizan a cualquier candidato a Don Juan. Incluso en los infiernos.
Will Smith en Hitch, Mel Gibson en Lo que quieren las mujeres, Tom Cruise en Magnolia. ¿Qué tienen en común? Tres tenorios con vocación de macho alfa se reconvierten en liofilizados gurús del sexo. Signo de los tiempos. En ese ámbito íntimo donde antes prevalecían las lecciones de Ovidio, la lírica de los trovadores, los diarios de Casanova –es decir, el libro- hoy se imponen el celuloide y la visibilidad total. Sin embargo, por más que la posmodernidad lleve aparejada una cierta equipotencia en los roles, las pautas siguen siendo las mismas.
Etimológicamente seducción deriva de seducere, y se traduce como apartar a alguien de su camino para llevarlo a nuestro terreno. El ritual puede verificarse de una manera activa –la más visible, la aparentemente masculina- pero siempre resulta más devastadora aquella que no se advierte, la pasiva, la canónicamente femenina.
No obstante, tanto en los tiempos de Morgana como en los de Catherine Tramell –la protagonista de Instinto básico-, cuando aparece una mujer fatal decidida a subvertir el tenebroso prestigio de los Casanovas que en el mundo han sido, el romance deriva en tragedia. Trátese de la esposa de Putifar, de Medea, o de Glen Close en Atracción fatal, la mujer fuerte que se atreve a ejercitar su vida amorosa a la manera de cualquier conquistador, se equipara a la Lilith bíblica. Un ser monstruoso, diabólico, predestinado a la autodestrucción.
Sólo merece la gloria (in excelsis) si actúa replicando la fidelidad de Penélope –la esposa de Ulises-, la inmolación conventual de la princesa de Clèves, la renuncia de Meryl Streep en Los puentes de Madison. O, si hay sangre por medio, que sea la que derrama Judith tras decapitar a Holofernes. Aun así, seguimos adorando a Isolda por más que sedujera a Tristán por medio de un filtro amoroso -igual que Gudrun al Sigfrido wagneriano-. ¿Por qué? Porque cuando se trata de mujeres preferimos atribuir las tensiones de su deseo a las artes mágicas, al hechizo, en vez de a la estricta carnalidad de su sexualidad. Parece un alegato feminista, pero no. Toda forma de seducción, activa o pasiva, tiene mucho de femenina si por esto entendemos una cierta discreción, una apelación al encantamiento o al fingimiento. Incluso cuando se trata de Don Juan.
Pero, ¿de qué Don Juan estamos hablando? Desde que nació de la pluma de Tirso de Molina, en El Burlador de Sevilla, hasta que se engalanó con la prosa de Molière o la de Da Ponte –el libretista de Mozart-, el Tenorio ha experimentado cien mutaciones. En las primeras lecturas se trata de un áspero buscavidas que desafía todas las convenciones humanas y divinas. Un espíritu maléfico abocado a la condena eterna –aunque siempre salvado in extremis por el amor-.
Si para Tirso era un ángel del infierno, Molière lo pinta como un atildado libertino del XVII, poco menos que el diderotiano sobrino de Rameau. Un siglo después, con Mozart –estamos en el Siglo Galante-, sus transgresiones se feminizan. ¿Cómo seduce a Zerlina? Cantando con una voz en el límite de la hipnosis aquello de Là ci darem la mano –allá nos daremos la mano-. Estamos a un soplo del Don Juan de Marco que interpretará Jhonny Deep. Un don Juan entre byroniano y bohemian bourgeois, perfectamente acorde con la sensibilidad de nuestro tiempo.
Ahora bien, ya en Molière tiene mucho de femenino. Finge, se disfraza. Cuando ve peligrar su estrategia, no vacila en hacerse pasar por su criado –Leporello-. Por su inseguridad sexual latente, de ahí sus excesos, el doctor Marañón especulaba con que pudiera ser homosexual. Para Lacan representaría un “fantasma de mujer” que avanza enmascarado –como si lo hiciera maquillado-. Aunque a su manera. Bajo su máscara late un sujeto simultáneamente trágico y perverso, digno de los personajes de Sade. Puede enmascararse como el perfecto caballero, pero su norte no es otro que una vulneración de todos los valores unida a una frenética afirmación de su personalidad, bajo la primacía absoluta de su única ley. La del deseo.
Don Juan y el Ciudadano Sade tienen mucho en común… incluso con san Ignacio de Loyola. Lo dice Roland Barthes: los tres acreditan una cierta Mística de la Enumeración, los tres son exhaustivos hasta agotar sus límites. No sucede nada semejante con otro seductor mítico que tiende a ser confundido con el Tenorio, aunque representa su estricta inversión. Hablamos de Casanova.
Si el sevillano nunca dejó de ser un mito literario, el veneciano fue un personaje real. Si el primero apenas se interesaba por el acto sexual –solo le importaba aumentar su nómina de seducidas y abandonadas-, el segundo no lleva la cuenta de sus conquistas. Y lo más importante: lo suyo –con la venia de Sade- sí que es una Filosofía del boudoir en toda regla.
Ningún vicio más recompensado –como reza el subtítulo de la Julieta del divino marqués-, que el que lleva a Casanova a “cultivar los placeres de mis sentidos”, sin disociar la seducción y el amor. El veneciano no miente jamás. No lo necesita. A diferencia del Tenorio, es un orfebre de la palabra. Su arma, más que su poderío sexual, es su lengua. Lo que le convierte en una suerte de filósofo natural que concibe la sexualidad a la manera de los epicúreos griegos –“nada podrá impedir que me divierta”-, a cien leguas de las ideas de culpabilidad y castigo que adornan a don Juan. Incluso cuando escarnece el beaterío religioso lo hace menos a su manera que a la de Voltaire. Además de un excelente escritor fue un aristócrata del placer que profesaba hacia sus amantes la misma devoción que los trovadores medievales. Con una diferencia: por más etéreas que pinte a sus damas, Casanova siempre las posee de palabra y obra. No olvida a ninguna y ninguna deja de amarle, aunque ya esté seduciendo a la siguiente.
En los tiempos de Leonor de Aquitania –los del amor cortés-, la seducción amorosa parecía una cuestión de geografía. En su itinerario sentimental, los adeptos al Roman de la Rose cumplían una ruta simbólica. Comenzaba con el Camino de la Estima y concluía en la toma del Castillo de la Pasión. A lo largo de ella, el peregrino del amor atravesaba cuatro estados anímicos: fehedor –casi fingidor, el que oculta sus sentimientos-, pregador –cuando los manifiesta-, entendedor -cuando la dama le sonríe-, y drutz –cuando accede a su intimidad-. Casanova era un maestro en eso. Pero ninguno como Valmont –el protagonista de Las relaciones peligrosas-. Sobre todo porque quien dirige sus avances, hasta convertirlo en una marioneta de sus perversiones, es una mujer: la marquesa de Merteuil.
No parece casual que el autor de este clásico –Choderlos de Laclos- se ganara la vida como experto en fortalezas. Si en el arte de la seducción la clave reside en la estrategia, ningún baluarte más difícil de conquistar que el de las bellas virtuosas.
Casanova lleva a la práctica La filosofía del tocador. Merteuil supera a Descartes en su particular versión de El discurso del método. Y Valmont asiente: “Veréis que no me he apartado de los principios de esta guerra, tan parecida a la otra”.
No se trata tan solo de seducir a la casta e inocente Madame de Trouvel. La palabra sería “pervertir”. Porque esa hermana de Sade que representa la marquesa de Merteuil, ejerce como una libertina hiperactiva en las antípodas de su pasiva Justine. Desde luego, lo suyo no son Los infortunios de la virtud. Aunque sus vicios solo fueran recompensados con un final dramático.
Tanto como una “apología del crimen” –Bataille-, su peculiar versión de Los cien días de Sodoma lleva aparejada una mutación social a través del sexo. Pervertir a la cándida de Trouvel, implica subvertir todos los valores a la nietzschiana manera. Solo cambian las herramientas: yunque y martillo para el alemán, besos y caricias para nuestra marquesa. Y, sin embargo, su manual de seducción también apunta a un objetivo filosófico -“que crea en la virtud tanto más cuando me la sacrifique”-.
En el siglo del amor cortés el seductor se pliega a las leyes de su dama. En el de las Luces, la marquesa de Merteuil, a través de Valmont, la hace plegarse a las suyas. El universo caballeresco ha sucumbido a un mundo regido por los placeres sin tasa, aunque sin perder las formas. A diferencia del conquistador primario, el seductor o la seductora cum laude es aquel o aquella que sabe halagar al objeto de su deseo renunciando a la fuerza y valiéndose exclusivamente de sus estrategias más refinadas. El primero, como el don Juan de Molière, no descarta la violación. Los segundos solo poseen a sus víctimas invirtiendo la fuerza física por una fuerza oblicua, la que deparan las armas de la cultura.
Precisamente por eso, como apunta Alain Roger, el más acabado arquetipo de seductor es aquel que prioriza la parte femenina de su personalidad. Y de filósofo a filósofo, nadie como Kierkegaard a la hora de corroborarlo. El danés no era precisamente un Adonis, pero sabía seducir. “Entrar es un arte” –escribe en sus Diarios de un seductor-, “y salir con éxito, una obra maestra”.
Una vez más nos encontramos ante la necesidad de una estrategia previa. Se requiere una pizca de hipocresía, mucha elocuencia, halagos sin tasa y, en no pocas ocasiones, un buen patrimonio –Casanova se arruinó por las mujeres-.
A falta de recursos pecuniarios, nunca vienen mal otros derroches: de confesiones, de promesas, de lágrimas y desmayos, votos de fidelidad, aproximaciones al suicidio por amor. “Para amarrar a la presa” –escribe Kierkegaard como si fuera la de Merteuil-, “valen todos los medios”. O sea, pura polisemia sentimental. Pues, como afirma Roland Barthes, “el lenguaje de la seducción libera un mensaje codificado que mina la espontaneidad del deseo”.
Es por esto que, además de femenino, este es un mundo de diletantes que todo lo dilatan hasta la exasperación, o hasta el rendimiento. Al fin y al cabo, una variante del coitus reservatus que los trovadores provenzales compartían con los místicos y los rosacruces –incluso con los adeptos al Maithuna tántrico-. Para ellos la prueba de la pureza de sus intenciones pasaba por la continencia sexual o, cuando menos, por la reserva seminal. De Casanova en adelante, no hay seducción digna de tal nombre que no concluya con un coitus consumatus.
Tal vez lo que seduce a la mujer sea la parte femenina que el hombre desvela en la seducción y en la cual ella se reconoce como en un espejo. Y viceversa. Hasta el punto de que es esa imagen, ese fantasma, quien decide la estrategia del seductor o de la seductora. Ninguna más perfecta o más perversa- que aquella que triunfa mientras finge rendirse, concediendo al seductor la ilusión de una victoria.