De sobra lo saben ustedes; en las corridas, el suspense está servido, pues es tan difícil que se dé una buena faena que debemos conformarnos con un detalle, un retazo, un lance milagroso que se dibujó de súbito para dejarnos sin aliento y como único consuelo de la tarde y, quizá, de toda la feria. Con esa resignación he acudido desde hace muchas temporadas a Las Ventas, aunque siempre he anhelado, mientras me sentaba en el tendido, que se produjese el prodigio y pudiese por fin abandonar la plaza con las retinas inflamadas de emoción; pero tal dicha sucede en tan escasas ocasiones que hay que regresar año tras año como un penitente, rendido a esta secreta esperanza. En cuanto al certamen de los libros de saldo del paseo de Recoletos, me sucedía algo muy distinto y, sin embargo, semejante: de pronto, zas, un autor que debía de haber leído y que siempre había postergado, ahora me lo encontraba allí, aprisionado entre tantos otros, y a un precio tan exiguo que exigía a gritos que lo rescatase de tal incuria o me tropezaba, en la siguiente caseta, con aquel título que una vez tuve entre las manos y que por azares o penurias dejé escapar, pero que esa mañana volvía a coger, a abrir y a husmear entre sus renglones ansioso por descubrir cuánto me había perdido hacía ya tantos lustros, justo antes de pagarlo y subírmelo a casa con esa pequeña euforia de quién le ha tocado el menudeo de la primitiva.
Y, vaya, este mes de mayo, ni una cosa ni la otra. La una, cita jaleosa para acudir con algún amigo a la media tarde, en una atestada línea dos del Metro que se vaciaba de golpe en la estación de Ventas, contra su explanada erizada de puestos con banderas de España y refrescos americanos, con sus reventas ojo avizor y sus guiris con cara de pasmo, entre guardias a caballo y señoritas de merecer, que acudían a engalanar los tendidos de preferencia para que les admirásemos las mechas y que —no puedo evitarlo— siempre me recordaban a Paco Umbral cuando se pasaba por el Gijón, hecho un brazo de mar, para recoger al gran Pepe Díaz, porque los Lozano les habían reservado una barrera de mucho postín. La otra, con sus mañanas soleadas y pacíficas, cuando apenas concurría público que me impidiese rebuscar entre los tomos con holgura y en silencio; esas mañanas cuando di con Xaimaca (1923), de Ricardo Güiraldes, que luego prologaría en su reedición española, o con las primeras ediciones en Losada de La trilogía bananera —Viento fuerte (1950), El Papa Verde (1954) y Los ojos de los enterrados (1960)— del portentoso Miguel Ángel Asturias, que guardará mi hermano por alguna parte, o con Los de abajo (1916), de Mariano Azuela, o con alguna de las recopilaciones de artículos de Azorín que me faltase, o con este ensayo inencontrable de don Américo Castro o con aquel otro, agotadísimo, de don Julio Caro Baroja... Pero este año, ya digo, nascis de nascis; es más, ambos gremios, libreros y taurinos, andan en las últimas según pregona la prensa. Ayer mismo los ganaderos se lo exponían al rey y estos días atrás lo habían hecho ya ante otras autoridades del Estado, sintiéndose expósitos en la catástrofe que nos invade y a la que aún no atisbamos ni el final ni menos a sopesarle las siniestras consecuencias. En cuanto a los libreros, resisten apurados con entregas por motorista y con citas acordadas como si fuesen odontólogos o pedicuros, contra lo que es usanza en una librería; lugar donde se entra por un título y se sale con otros de arrebato.
Por supuesto, no son los únicos; sufren esta agonía multitud de oficios y negocios del país, que aguardan acosados por la lúgubre incerteza de si tendrá algún provecho abrir sus establecimientos o cuándo volverán a ejercer sus profesiones con algún desahogo. Ante eso, resulta caprichosa mi añoranza de la isidrada o de la feria del libro de viejo, pero, verán ustedes, es que es mayo y luce un sol de pontifical que invita a derrochar la vida hasta el resuello, y aquí estoy —y supongo que están ustedes también— intentando adivinar qué quedará de nuestra sociedad —incluso del mundo entero— y cómo actuaremos cuando pase la plaga. Y ante esas incógnitas que me suscitan solo respuestas oscuras y erizadas, no cuento con más bálsamo que este par de gozosas añoranzas hasta que, en un descuido, me asalta el Romance del prisionero (s. XV), con su pellizco de desengaño; ¿se acuerdan?
Que por mayo era, por mayo,
Cuando hace la calor,
Cuando los trigos encañan
Y están los campos en flor,
Cuando canta la calandria
Y responde el ruiseñor,
Cuando los enamorados
Van a servir al amor,
Sino yo, triste, cuitado,
Que yago en esta prisión,
Que ni sé cuándo es de día
Ni cuándo las noches son,
Sino por una avecilla
Que me cantaba al albor.
Matómela un ballestero,
Déle Dios mal galardón.
¡Jodío coronavirus!