El dandi sanguinario que encarnaba Jack Nicholson. El agente del caos con sus ojos hervidos en cráteres de khol al que dio vida Heath Ledger. O, finalmente, el Joker de piel cadavérica y sonrisa acuchillada que ha llevado a Joaquin Phoenix al Olimpo del séptimo arte. ¿Hijos del siglo? Sí, pero del XIX. Todos ellos emergen de dos tinteros magistrales. Víctor Hugo y Alejandro Dumas fueron sus padres putativos. Hasta que Francis Bacon, ya en el XX, lo incorporó a su galería de los horrores contemporáneos.
Despertamos con un rugido. El del León de Oro de Venecia. La película estrenada y unánimemente aclamada este último verano en la ciudad de Casanova, prometía un estremecimiento planetario. Y lo ha conseguido. Gotham, la entrópica y distópica megalópolis que nos habita, vuelve a seducirnos con su escenografía posapocalíptica. Es allá, en un apartamento con hechuras de madriguera excremental, donde vive un payaso trágico, a medio camino entre El Fantasma de la Ópera y los seres crepusculares de H.P. Lovecratf.
A su manera, también es el Hombre de la Mancha –se llama Arthur Fleck, lo que se traduce como Arthur Mancha-. No sueña con ínsulas de Barataria ni con Dulcineas. Su sueño es triunfar en un talk-show cuyo conductor tiene el rostro de Robert de Niro. Un guiño simultáneo a otros dos inmortales nacidos de la retina de Martin Scorsese. También fue De Niro quien interpretó al cómico frustrado de El rey de la Comedia, así como a su homólogo, el vengador psicopático de Taxi Driver.
De nada les sirven los frascos de ansiolíticos que engullen a puñados. La pregunta que les tortura emerge una y otra vez desde el fondo del espejo: “¿Soy solo yo o es el mundo el que está loco?”. La respuesta siempre es una puñalada. Justo la que necesitamos. Porque no dejamos de aplaudirlas, ya en una atronadora ovación planetaria. ¿A qué obedece esta necesidad compulsiva de crear y recrear arquetipos terroríficos? ¿Son también un espejo de la anomia social, de la violencia que no cesa, sea en su versión doméstica, en la nacional, en la global?
Dotado de la plasticidad inherente a los mitos eternos, la figura del Joker no ha dejado de evolucionar a lo largo de los siglos. Primero fue la literatura, luego el cómic, ahora el cine. Pero, como dijo Jack el Destripador, vayamos por partes.
Qué casualidad: por las mismas fechas en que Todd Phillips y su Joker arrasaban Venecia, un simple cortocircuito generaba un incendio sin precedentes en la catedral de Nôtre-Dame. Hasta Quasimodo acabó chamuscado. Pero quien perfilaba su sonrisa macabra tras las llamas era otro personaje de Víctor Hugo. Se llamaba Gwynplaine, entró en la historia con su novela El hombre que ríe, y su dramatis personae ceba el embrión de todos los archivillanos sonrientes que acunan nuestras peores pesadillas.
Hugo la escribió durante su exilio en la isla de Guernesey –la del pastel de patata-, en 1869. Pese a que la consideraba su mejor obra, el público le dio la espalda. Demasiado cruda, demasiado brutal, demasiado humana –que diría Nietzsche-. ¿Por qué? Porque Gwynplaine es un desclasado –un Joker romántico-, decidido a enloquecer al mundo con su sonrisa, tan sanguinaria como hipnótica. ¿Queréis verla? Asomaos a esa joya del expresionismo alemán que filmó Paul Leni, en 1928, con el maravilloso Conrad Veidt en el papel protagonista.
Todos los Jokers que en el mundo han sido beben de esa fuente. Y en sus aguas se baña, cruzando el Mediterráneo desde su calabozo en la isla de If, un conde falsario igualmente dominado por un delirio vengativo. Se titula como el de Montecristo, pero su nombre real es Edmundo Dantés. Lo que vale por decir dantesco. Porque su progenitor, Alejandro Dumas, era un adicto bipolar, tanto a La Divina Comedia del florentino como a La Comedia Humana de Balzac.
Si necesitáramos un tercer epíteto para cuadrar el círculo, ¿valdría el de Comedia Macabra? No, mejor un sespiriano Juego de las Equivocaciones. Porque en esta farsa truculenta todos permutan sus disfraces. Aunque una vez más tenemos que pedir ayuda a Jack the Ripper –vayamos por partes-, para que nos resuelva el embrollo.
Como en la lógica del yin y el yang, aquí todo va por binomios. Gwynplaine-Montecristo, Batman-Joker. O lo que viene a ser lo mismo: cuatro venerables outsiders de signo presuntamente opuesto. Pero no tanto. En apariencia Batman representa la inversión de Joker, igual que Dantés con respecto a Gwynplaine. No obstante, los cuatro comparten una misma condición, la de proscritos. Por eso se enmascaran igualmente nuestro cuatro fantásticos. En principio se oponen: orden legítimo frente a caos criminal, justicia fría contra barbarie homicida. Con una perturbadora salvedad. El asesino delirante –Joker- se engalana de colores festivos, a la manera de los payasos sanguinarios de Stephen King, mientras el justiciero clandestino –Batman- se cubre de negros penitenciales. Una confusión ontológica deliberada que nos lleva de regreso a la mente de Víctor Hugo.
En el prólogo a El hombre que ríe, el demiurgo de Besançon escribe: “Hay dos tipos de drama. El drama que se puede representar, y el drama que no se puede representar. Este último participa de la epopeya. A los personajes humanos mezcla, como la naturaleza misma, la fuerza de los elementos, lo infinito, lo desconocido”. ¡Bravo por Hugo! Un siglo atrás, puso el dedo en la llaga. La carga de profundidad que explica la secreta devoción que seguimos profesando a los archivillanos con un punto cool. Tanto como a los justicieros marginales que ocultan su identidad.
Fue el opiómano Thomas de Quincey quien nos ilustró acerca del asesinato entendido como una de las bellas artes. Y otro inglés, Francis Bacon, quien nos mostró el rostro desnudo del hombre contemporáneo, brutalmente desfigurado, simultáneamente encarnizado y descarnado, bailando su danza macabra de camino al matadero.
El Joker de Tim Burton –en Batman-, se presenta como “el primer artista criminal a tiempo completo”. El de Christopher Nolan –en El Caballero Oscuro- no tiene nombre. Parece emerger de un cubo de basura con su pelambre verdosa, su tez patibularia surcada de costurones, y esa sonrisa salvajemente grotesca. Es un agente del caos decidido a arrasar Gotham bajo un vendaval de sangre y fuego. Nerón no lo hubiera hecho mejor. Aunque su referente exacto remite a la bucólica vida pastoril. Porque fue un pastor, Eróstrato de Éfeso, quien se propuso incendiar el templo de Artemisa –“por vivir inmortal, aun con impío pecho”.
Todos ellos comparten la ebriedad arcangélica –versión El ángel exterminador- de quienes sueñan con ver su mundo arder hasta la más absoluta combustión. Nada más lógico, por tanto, que los pusiéramos en cuarentena. Hoy, sin embargo, los idolatramos. Pero no siempre fue así.
EE.UU., 1939. Mientras Franklin D. Roosevelt compatibiliza su poliomielitis con un espumante cortejo de amantes, la revista Detective Comics publica la primera serie de Batman. Conoce un éxito inmediato, pero sus creadores –Bob Kane y Bill Finger-, consideran que necesitan un “je ne sais quoi” para encaramarse a la antena del Empire State. Es decir, un archivillano de la misma magnitud que el quiróptero justiciero. Así nace Joker… para morir diez años después, a consecuencia de la Caza de Brujas.
Pese a que lo suyo no eran las escobas voladoras, allá por los ’50 –tiempos de Guerra Fría-, la recién creada Comics Code Authority recomienda la “autocensura voluntaria” a los editores. Nada de violencia, sexo o alcohol. Y menos aun personajes que recuerden la beatífica sonrisa del senador MacCarthy –dipsómano confeso-.
Hubieron de mediar casi dos décadas, hasta la floración de Mayo del ’68 a la americana –Berkeley Flower Power, Summer of Love y diluvios de napalm sobre Vietnam-, para que la feliz pareja regresara al mundo del cómic y, enseguida, a las pantallas. Tanto Batman como Joker encarnaban a dos perfectos antihéroes neorrománticos, con su punto entre beat y underground. Si de “beatman” a Batman solo hay un paso, ocurre otro tanto con la risa y la perversidad, como nos recordó Henri Bergson.
Hablamos en definitiva del “drama del alma” que buscaba representar Victor Hugo con El hombre que ríe. El mismo que William Burroughs escenificó en El lugar de los caminos muertos, mientras anticipaba el futuro de Gotham en Ciudades en la noche roja, y la sombra de Joker en El Exterminador. Fue así como el Clown Prince del crimen se instituyó en uno de los monarcas de la contracultura, con su punto yonqui, y con mucho pulp entre hamburguesa y hamburguesa -naturalmente, de carne humana-.
La risa de Joker tiene mucho del Aullido de Allen Ginsberg, se pasea por El Ángel de la Desolación de Allan Watts y concluye rindiendo un homenaje tácito a Hugo, a través de los Mataderos del Alma de Jack Kerouac.
Demasiada literatura para un público que refrenda las puñaladas de Joker engullendo palomitas en una sala oscura. La dictadura de la felicidad obligatoria es compatible con la fábrica de angustia programada que constituye la esencia del entertainment contemporáneo. Con su ego sobredimensionado, con su desesperada lucidez, con su inocencia trágica y su ceguera sanguinaria, Joker, bajo su máscara, no encarna otro personaje que el monstruoso homo normalis sobre el que tanto versificó Leopoldo María Panero. Somos tan felices que nos morimos de risa. Nuestro icono global es un “smile” planetario, mientras la orquesta sigue interpretando sus valses sobre la cubierta del Titanic.
Escribió Thomas Wolfe, y Ginsberg le dio la réplica: “He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura”. No es nuestro caso. La locura forma parte del espectáculo. ¿De qué otro modo podríamos digerir las sobredosis de violencia y horrores cotidianos que nos inyectamos en vena con solo conectar el televisor? Ni un solo día sin una guerra en directo, ni un solo día sin una mujer asesinada y convertida en pasto del show, ni un solo día sin una patera a la deriva, ni un solo día sin una catástrofe medioambiental, política o social. Acabaremos aplaudiendo el the end de los telediarios, fascinados por los telepredicadores de ese mundo feliz non stop que rebosan nuestras pantallas.
Al menos desde Aristóteles sabemos que la comedia es hermana de la tragedia. Pero si en su tiempo ambas conducían a la catarsis liberadora, hoy, hasta el Séptimo de Caballería llega demasiado tarde. A nuestra manera, desde nuestro subsuelo emocional, todos tenemos algo de ese payaso sanguinario que redime su deseo de reconocimiento en una apocalíptica venganza colectiva. No tiene nada de casual que Todd Phillips, el padre del último Joker, lo sea también de una cinta tan paradigmática como Resacón en Las Vegas. The show must go on. Las dos películas configuran –anverso y reverso-, el más acabado escáner de la esquizofrenia contemporánea.
Así como Batman y Joker comparten los mismos traumas e idéntico resentimiento antisocial, viéndolos actuar te va venciendo la sospecha de que el bien y el mal, lo abominable y lo respetable, el orden y el desorden, se entremezclan en nuestra conciencia como el verde y el amarillo en una botella de Chartreuse. Eso es lo que somos. Y es también eso lo que convierte esta película en una brutal refutación de nuestro deslumbrante estilo de vida, con derivadas sociopolíticas evidentes.
Joker se pinta con su propia sangre esa sonrisa de puñalada. Nosotros preferimos las de plástico, sin detenernos a pensar que pueden ser cien veces más terroríficas Habitantes de un Gotham urbi et orbi, segregamos oscuridad a pleno sol. Y lo sabemos.