Nació en una aldea rusa cerca de Smolensk, en 1920, pero a los tres años ya vivía en Brooklyn. Debemos a su prodigiosa mecánica ficcional quinientos títulos que desafían la Teoría del Todo. Más allá de sus tres series canónicas –Robots, Fundación e Imperio-, su cerebro se expandió desde la divulgación científica a la histórica, y desde Shakespeare a la Biblia. Cien años después, por obra y gracia de Isaac Asimov, la metafísica escolástica ha mutado en un paradigma cuántico.
La imagen, por lo que tiene de icónica, es comparable a la de King Kong sobre la antena del Empire State. Pero aquí se trata de Harold Lloyd, colgado de las agujas un reloj sobre la Quinta Avenida. Estamos en 1923, el año en que se rodó esa película. Una familia judía procedente de Rusia acaba de instalarse en Brooklyn. Su hijo mayor padece claustrofilia –le fascinan los espacios cerrados-. Sin embargo, su imaginación puede desplazarse hasta los anillos de Saturno mientras trabaja como recadista en la tienda de su padre. A los nueve años, escribe relatos en cuadernos escolares. A los diecinueve, la revista Astounding Stories le publica el primero. Seguirán un doctorado en bioquímica y cuatro décadas de escritura frenética. Como si el reloj de Harold Lloyd contara cada minuto por una nueva publicación, hasta sumar cerca de quinientas.
En 1957 la URSS lanzaba al espacio el Sputnik. Para entonces, Asimov sumaba ya veinte títulos proyectados a la conquista del Gran Sol de Mercurio. Su odisea espacial apuntaba a un sentido: transmitir a sus contemporáneos hasta qué punto la ciencia iba a cambiar, no solo su mundo, sino su estricta visión del hombre y del universo.
El conocimiento, para él, nunca fue un fin en sí mismo. “Mi mensaje” –escribe en Yo, Asimov-, “viene a deciros que la ciencia, bien orientada, resolverá los graves problemas que se nos plantean hoy. Pero también que, si se hace un mal uso de ella, puede destruir al conjunto de la humanidad”. Queda claro que su apuesta por la divulgación científica tenía mucho de apostolado laico. Desde los inicios del género, primero con el Frankenstein de Mary Shelley, luego con el Nemo de Verne y finalmente con el Doctor Moreau de Wells, la ciencia-ficción se inscribía en la literatura apocalíptica. Asimov inaugura la tendencia ilustrada que seguirán Carl Sagan, Jay Gould o Stephen Hawking.
El punto de fractura lo marcará su disidencia con John Campbell, el director de Astounding Stories. Quería más tramas mutantes de rango tenebroso, sin importarle que bebieran de las pseudociencias, cuanto más disparatadas mejor. Asimov rompe con él llevando a la práctica eso que había enunciado en una de sus primeras obras –Anochecer-: “Por más que nos seduzca la oscuridad, lo prioritario es aportar luz a una civilización que ya funciona a escala planetaria”. Urgía una segunda revolución copernicana. Entender la ciencia, y no los mitos en torno a ella, como la base real de la cultura del siglo XX.
Alter egos de su autor, una vez que sus protagonistas se ven confrontados a lo inexplicable, plantean soluciones especulativas basadas en la confrontación de teorías, incluidas no pocas consideraciones filosóficas. Contemplar en 1950 la posibilidad de ordenadores personales rozaba el delirio, igual que la telemática y la ciberbiología. Cuando Asimov las incorporó a sus ficciones sabía de qué hablaba. Sus conocimientos enciclopédicos iban en paralelo al descubrimiento de la doble hélice del ADN y al primer ordenador capaz de operar en tiempo real –el Whirlwind-. Si éstos se producían en garajes marginales, Asimov acercó sus teoremas al gran público hasta convertirse en autor de masas. Una interfaz sin igual, una Vulgata simultáneamente profética y performativa.
Hoy, llevar el mundo en un Smartphone no tiene nada de paranormal. ¿Nos lo sigue pareciendo eso que planteaba su Viaje alucinante, en 1966? Un equipo de científicos se miniaturiza para ser inyectado en las venas de un paciente, a bordo de un submarino microscópico. Justo lo que hace hoy la biología molecular aplicada a la medicina. Una manera como cualquier otra de recordarnos que el viaje hacia los confines de Alpha-Centauri resulta indisociable de una nueva visión del ser humano, perfectamente comparable a la que pautó el salto de la Edad Media al Renacimiento.
Fue Karel Capek quien inventó el término “robot”, también en 1920 -el año de nacimiento de Asimov-, derivado de una palabra checa que significa esclavo. Veinte años después, Norbert Wiener definía la cibernética como la ciencia que estudia los flujos de energía dentro de cualquier sistema, sean estos físicos, mecánicos e incluso sociales. El cruce de esos dos vectores explica otra doble hélice: la de la mente de Asimov.
Desde El Golem de Judá León –y Gustav Meyrink-, el hombre artificial se contemplaba como una creación satánica. Nada que ver con Los robots del alba. Sus cerebros “positrónicos” están diseñados para ser lógicos, serviles y capaces de iniciativa, siempre que no vulneren las tres leyes concebidas por su creador. Su prioridad será proteger a los humanos. Aun carentes de consciencia, Asimov avanza la posibilidad de que acaben incorporándola a su base de datos -un pretexto más para seguir explorando el alma humana-. No en vano el prefijo “psico” es importante en su obra. En Yo, Robot, encontramos a la doctora Calvin, experta en “Robopsicología”. Su ciencia, ¿tendrá algo que ver con la “Psicohistoria”? La clave está en el ciclo de Fundación.
Publicó los primeros volúmenes de la serie entre 1942 y 1953, pero la presión de sus lectores le obligaría a retomarla en los ’80. Según sus propias palabras, cuando descubrió que la Teoría del Caos podía resolver el Principio de Incertidumbre. Una proyección abismal, si consideramos que se sitúa su escenario veinte mil años después de que la raza humana convirtiera la Tierra en un vertedero inhabitable.
Un Imperio Galáctico integrado por veinticinco millones de mundos se expande más allá de la Vía Láctea. Su capital, Trantor, alberga dos comunidades de sabios enfrentados por el control del universo. Una decididamente tecnológica. Y otra consagrada al estudio de los fenómenos sociales y sus aplicaciones políticas. El punto de fusión reside en una ciencia de carácter predictivo donde se concilian el análisis de sistemas, la sociología, la biología y la mecánica cuántica. Esa ciencia se llama “Psicohistoria”. Hablamos de una doctrina secreta, reservada a un círculo de iniciados, inspirada en la teoría cinética de los gases y aplicada, de una manera determinista, al comportamiento humano.
Por más que Asimov viera en ella una panacea, tiene bastante de aterrador. De entrada, anticipa las dimensiones orwellianas de todos los totalitarismos –incluido el avanzado por Brian Aldiss en I.A. Inteligencia Artificial-. No falta una apelación a las neurociencias emergentes conectadas a un proyecto de ingeniería social -la estadística y los modelos probabilistas suplantando la noción medieval de Providencia-. Sumemos a este paroxismo mecanicista eso que enuncia la segunda ley de la termodinámica: todo sistema genera su propia entropía, y ésta es irreversible. Salvo en las sinapsis de Asimov, bien capaz de generar los oportunos anticuerpos.
En su novela, el creador de la “Psicohistoria” es un científico cuyo nombre, hoy, invita a las más delicuescentes derivadas. Se llama Hari… y se apellida Seldon –sólo una hache intercalada le separa del Sheldon Cooper de Big-Bang Theory-. Si bien aquí, más que como un descacharrante agente perturbador, opera como un demiurgo redentor, sin otro Deus ex machina que una calculadora de bolsillo. Una vez que sus ecuaciones le llevan a predecir la caída del Imperio y los treinta mil años de barbarie que precederán a un nuevo orden, sugiere acortarlos a un milenio creando una segunda Fundación en el lugar más remoto de la galaxia, el planeta Terminus, allá donde se acaban las estrellas.
Lo que eleva la mente de Asimov a la genialidad remite a su talento a la hora de conciliar antítesis. Tras ficcionar su evangelio -la Teoría del Todo-, se divierte haciéndolo colisionar con la del Caos. A media saga, introduce un personaje desestabilizador. El Mulo, un mutante vengativo, acredita el poder de manipular las emociones humanas. Por medio de un artilugio neuronal, ya erigido en el nuevo Emperador de la Galaxia, consigue revertir los algoritmos de Seldon hasta provocar el colapso de la Primera Fundación, aunque sin llegar a dinamitar la Segunda.
Anverso y reverso de un mismo Asimov, el fractal de sus ditirambos científicos incluye el cuestionamiento de las élites tecnológicas. No acepta la reducción de los seres humanos al nivel de las partículas elementales. Y aunque tampoco nos oculta su visión de un futuro donde seremos -o somos- tan manipulables como un gas, deja abierta en la textura de lo real una grieta donde la mecánica humana sigue siendo bastante más impredecible que la cuántica.
Siempre hay un fondo de ironía en sus relatos. Cuando idea otro concepto basal del futuro posible –la “Antropomática”, entendida como una variante matemática de la antropología-, desliza un sarcasmo contra el positivismo ultracientífico de Wiener –Cibernética y sociedad-. Y, en paralelo, cuando las burbujas de tanta ciencia infusa se le suben a la cabeza, se zambulle en relatos policiacos, a la manera de Agatha Christie, sin excluir desvíos hilarantes como Las asombrosas propiedades endocrónicas de la tiotima resublimada, que no pocos científicos se tomaron muy en serio.
Le importaba mucho desarmar los excesos de la credulidad popular en un tiempo –el de la Guerra Fría-, en que el mundo vivía simultáneamente aterrado ante la posibilidad de un cataclismo nuclear, y fascinado por un futuro galáctico en el que nos desplazaríamos a años luz con solo pulsar un botón, nos alimentaríamos con cápsulas y seríamos inmortales. Para Asimov, el peligro real estaba más cerca de los volcanes de CO2 que avanzaban el Cambio Climático. Su último libro de no ficción, La Ira de la Tierra, anticipa la Teoría de Gaia popularizada por James Lovelock y Lynn Margulis.
Como una broma macabra, falleció a consecuencia de un error científico. En 1983 se sometió a una operación a corazón abierto. La sangre de la trasfusión estaba contaminada. Aunque nos ocultaron el dato por el estigma social que comportaba entonces el SIDA, también fue un adelantado en esto: fue una de las primeras víctimas de la peste del siglo XX.
Nos abandonó, sin duda rumbo a los exoplanetas de la saga Fundación, dejando una obra inabarcable. A las constantes reediciones de sus títulos mayores se suman versiones cinematográficas abiertamente deudoras de su imaginación, como Star Trek o La Guerra de las Galaxias, las sucesivas secuelas de Yo, Robot –la última con Will Smith-, o la del Hombre Bicentenario –otro robot que consagra su existencia a humanizarse-, interpretado por Robin Williams.
Autores de referencia como Umberto Eco, Kurt Vonnegut o Thomas Pynchon, corroboran la vigencia de su deslumbrante trayectoria interestelar dentro de la galaxia literaria del siglo XX. Íntimamente vinculado al pensamiento de una época, Asimov compatibilizó su fe en las tecnociencias con un razonable escepticismo. No fue él quien integró en nuestro vocabulario ese término que define el estado global de nuestro planeta, como es Failure Sistem –Error de Sistema-. Pero nunca se cansó de repetirnos que, en el comportamiento humano, lo imprevisible pesa más que la excepción. Lo advertía desde una lectura preventiva que, medio siglo después, ha derivado en una desalentadora toma de conciencia. Ya no miramos al espacio exterior a la manera de Los Supersónicos, sino más bien a la Blade Runner. Ciertamente, el futuro ya no es lo que era, pero una zambullida en el optimismo ilustrado de la edad de oro de la ciencia-ficción –cuyo monarca absoluto fue Isaac Asimov-, comporta el beneficio añadido de sabernos, no sólo supervivientes, sino dueños de un mañana donde todo, nuevamente, está por escribir.