El resto del cuarteto de haraganes peripatéticos que formábamos aquel piso de estudiantes con vistas al Palau de la Música y a la Ciudad de las Artes y las Ciencias, que no era entonces sino un inmenso erial para armar terrosos partidos de fútbol, nos quedamos en suspenso unos segundos aguardando algo más de Paco. Pero no lo hubo y cada quien, como el mismo Paco, volvió a enredarse en sus quimeras, y aquel casi apogtema se disipó en la plácida mediatarde de Valencia, que seguramente remataríamos en cualquiera de aquellos cines que aún no atufaban a ambientador y que eran tan incomodos como para convertir a las películas en un milagro sin precedentes.
La verdad, Paco no carecía de razones: la contaminación ya era una realidad que, de cuando en cuando, atizaba los debates políticos, sobre todo en Alemania, donde Petra Kelly y sus verdes se habían constituido en una hermosa y sugerente propuesta; los periódicos y las radios, por su parte, comenzaban a dedicarle páginas y espacios a la dietética y a la prevención de las enfermedades más comunes, y la farmacopea tradicional estaba a punto de abrir sus primeras herboristerías para satisfacer a hippies y a otros cruzados de lo alternativo en las esquinas de nuestras ciudades… Pero he aquí que, hacía ya más de un lustro, Miguel Delibes había pronunciado su discurso de entrada en la Real Academia, El sentido del progreso desde mi obra (1975).
Este discurso, que sorprendió a tantos porque apenas abordaba alguna cuestión literaria, resultó tan premonitorio de los conflictos más urgentes de nuestra actualidad y, además, con tal clarividencia que, al pronto, parece haber sido escrito hace un par de años y en absoluto durante los primeros meses de 1975. Nada más comenzar, por ejemplo, Delibes afirmó: “la Naturaleza mancillada, harta de servir de campo de experiencias a la química y la mecánica, se alza contra el hombre en abierta hostilidad”. Sobre esta sentencia tan rotunda iba a hilvanar el resto de las cuartillas hasta analizar las consecuencias del pernicioso desarrollo humano —o eso que llamamos progreso— sobre el Mundo, tal como él las atisbaba.
Y es ahí, en las principales consecuencias, donde las premoniciones de Delibes se tornan certeras. Pues tras exponer que el actual progreso de la civilización estaba regido por una competencia voraz, cuyo terreno era la aparentemente inagotable Naturaleza, cuando esta ya daba sus primeros síntomas de agotamiento si no eran de putrefacción, repasó sus efectos entre las sociedades, como el afán de sobresalir de sus dirigentes —hoy vulgarizado hasta la depravación por los realities shows— o la corrupción, de la que afirmó: “nada puede sorprendernos que la corrupción se enseñoree de las sociedades modernas. El viejo y deplorable aforismo de que cada hombre tiene su precio alcanza así un sentido literal, de plena y absoluta vigencia, en la sociedad de nuestros días”. Pero no se contuvieron aquí sus vaticinios; cuando ya entraba en el sentido moral de sus relatos, asomó algo más atinado que la recién descubierta “España vacía o vaciada” —a la que yo preferiría denominar la “España abandonada”—, para concluir con un “hemos matado la cultura campesina pero no la hemos sustituido por nada, al menos, por nada noble”, pues su recambio, según Delibes, era el adocenamiento en las macrourbes, donde un hombre sin memoria ni raíces se despersonalizaba hasta reducirse a mera y maleable masa, incluso en sus más íntimos deseos.
Pues bien, hace unos meses hemos asistido a la segunda y fracasada cumbre mundial contra el amenazante cambio climático y, mientras escribo estas líneas, la Humanidad entera se encuentra sitiada por una epidemia de mortíferos efectos, incluso para la otrora omnímoda Globalización, que parece ahora, y para nuestra estupefacción, desmoronarse ante un microscópico y escurridizo virus. ¿Cómo no admitir entonces que el próximo paradigma, pese a cuantos obstáculos se le oponen, que rija la civilización sea el biologismo, tal como profetizó mi amigo Paco García Donet, una tarde de ahora hace tantos años, tras este escarmiento y los que nos quedan por vivir, como un irremediable esfuerzo de supervivencia de la especie? ¿Y cómo no admirar la sabiduría de ese escritor, emblema de la austeridad castellana —tan vilipendiada ahora por algunos sicofantes—, cuando fue capaz, hace cuarenta y cinco años, de describir el albañal en que hemos caído, pudriendo en el envite nuestro planeta y nuestras sociedades? Por todo esto avergüenza un tanto su actual postergación. Menos mal que sus mejores novelas todavía se encuentran amagadas por las baldas de las librerías de solera: El camino (1950), Diario de un cazador (1955), La hoja roja (1959), Las ratas (1962), Cinco horas con Mario (1966), El disputado voto del señor Cayo (1978)… Léanlo y embébanse de su ecuanimidad desengañada y anticipadora, porque además, este año se debería de celebrar el centenario de su nacimiento. En octubre veremos; si libramos el pellejo, claro.