FIRMA INVITADA

El Burlador, María Zayas y ebriedades en la madrugada

Maria Guerrero con el habito de Doña Inés
Gastón Segura | Lunes 09 de marzo de 2020
No deja de resultarme chocante la fervorosa reivindicación feminista que nos envuelve durante estos días cuando somos el país que alumbró al mundo la figura del Burlador; más aun ahora, cuando hemos despejado la entredicha paternidad de Tirso de Molina y podemos afirmar con una cierta solvencia que su autor fue el murciano Andrés de Claramonte.


Claro que mi perplejidad se disipa cuando reparo en que apenas cumplida una década desde la muerte del comediógrafo Claramonte, María de Zayas y Sotomayor publicó sus Novelas amorosas y ejemplares. Honesto y entretenido sarao (1637), en Zaragoza, que con la Parte segunda del sarao y entretenimiento honesto. Desengaños amorosos (1647), también de impresión zaragozana, constituirán el cabal y ajustado desquite ante las malandanzas y quebrantos causados por el Tenorio.

Y no es que don Juan no saliese escarmentado de los tablados en sus distintas versiones; desde el original El burlador (1616) al popularísimo Tenorio (1844) de Zorrilla, pasando por la muy interesante de Molière o la grandiosa Don Govanni (1787) de Mozart y Da Ponte, o hasta en el cuento de Pushkin, El convidado de piedra (1830), y en su conversión en ópera por Dargomyzhsky; en absoluto, don Juan resultó condenado en todas. Sin embargo, su figura no obtuvo su fama universal por su infernal castigo; al contrario, lo que le granjeo su paradigmática prelatura fueron sus mañas de seductor sin mesura ni cortapisa. Y hasta me atrevería a afirmar que su precipitación al Averno más bien se nos antoja una moraleja de añadido para consuelo de torpes e impotentes. Pero he aquí que, cuando leemos las dos entregas de las “novelas cortesanas” de María de Zayas, nos resulta parca esta demoniaca penitencia.

Coincido con Juan Goytisolo que el primer y más deslumbrante valor de los relatos de María de Zayas es su desparpajo para exponer los deseos y la consumación carnal por industrias y apetencias de la mujer. No es asunto menor en su narrativa, y tanto que aunque librase de la censura hispana —algo que todavía me asombra— y que le procurara una enorme popularidad en su tiempo y múltiples traducciones, que se prologaron hasta en el s. XVIII, la postergó durante el s. XIX por obra de gazmoños críticos ingleses y alemanes, al punto que, al final de esta centuria, la nada sospechosa de pacatería, doña Emilia Pardo Bazán, aún la tachaba de “exceso de crudeza”. Y sostengo con Goytisolo la importancia de su tratamiento de las inflamaciones eróticas femeninas, porque, en su tiempo, la literatura española las había escamoteado contra lo asentado en épocas precedentes, donde las encontramos con descaro sabroso en El libro del buen amor (1330-43) o en la Celestina (1500-02) o en La lozana andaluza (1528). Pero durante los días de María de Zayas, la mención de los apetitos erógenos femeninos se había reducido a levísimas insinuaciones, a ensoñaciones poéticas o a la aguda intuición del lector, como nos propone Cervantes, durante el episodio de Crisóstomo y Marcela, en la primera parte del Quijote (1605). Para entonces, a la mujer se le había impuesto el molde de silente y recatada, puesto que en ella recaía la honra familiar, fuera hija, hermana o esposa, y el galanteo era iniciativa admisible solo en el varón, situación contra la que se alzó la Zayas en la primera serie de sus novelas, pues defendió que la felicidad amorosa solo era posible por elección e iniciativa de la dama. Diez años más tarde, durante su segunda serie de novelas breves, la titulada Desengaños amorosos, una María de Zayas, ya cincuentona y supongo —pues de su vida apenas consta su fecha nacimiento en Madrid, algunas sonadas amistades literarias y una vaga estancia en Barcelona— que curtida en desaires y otras amarguras propias y ajenas, nos previene del desdichado final que propicia esta circunstancia de mujer aguardante, privada de toda ciencia y, por supuesto, excluida de la vida cívica; reducida, pues, a ingenua víctima de burladores, con sus funestas y hasta trágicas consecuencias —como son los finales de esta segunda serie— en cuanto fuera conocido su menor desliz; algo que los machotes de su tiempo —bien lo avisa— no se contenían en propagar con harto gozo. Y ante tal coyuntura y sin atisbarse mudanza alguna en las costumbres, la Zayas no encontraba para la mujer mejor camino que el retiro a un convento —en calidad de acogida o de profesante— y su consagración al saber. Consejo muy semejante a cuanto, en el pasaje cervantino, mueve a Marcela —ojo, versada en letras— para convertirse en pastora como senda de libertad y renuncia de las proposiciones amorosas de Crisóstomo y de otros rabadanes, pues de sobra adivinaba al pobre destino que la conducían.

Por tanto, celebro que el Instituto Cervantes haya inaugurado, como conmemoración del Día de la mujer, la exposición Tan sabías como valerosas, dedicada a las escritoras del Siglo de Oro, entre las que figura de modo señero María de Zayas, con idéntico ánimo con el que aborrezco ese chabacano slogan de “sola y borracha quiero llegar a casa”, que han promovido algunas autoridades gubernativas; no solo por cuanto de insultante resulta para las propuestas de Zayas —que al fin y al cabo son asunto literario—, sino por cuanto de heridor y rufianesco tiene para aquellas mujeres que se han visto, por un mal traspiés y en el rincón más oscuro, sometidas a la seborrienta vejación.

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