The Clash fueron los pioneros del efervescente punk rock que haría las delicias de las hordas de encrestados imberbes que abominaban del jipismo burguesito, los mods, los teddy boys y la edulcorada grandilocuencia del rock progresivo –no sin antes abjurar del folk electrizado y bien atemperado que gastaban la acomodada clase media y la aristocracia más cool–, los Clash sacudieron los cimientos de la aún omnipotente industria discográfica con sus incendiarios conciertos y sus lúcidas composiciones.
La brillante singularidad de su estilo y la pasión de su compromiso político lograron, además, plasmar el espíritu de una época y los convirtieron en un auténtico fenómeno mundial cuyo legado sigue influyendo en los mejores músicos emergentes y despertando el entusiasmo, cuando no la veneración, de nuevas audiencias. No deja de ser significativo que su documental autobiográfico Westway to the World obtuviera un premio Grammy o que la revista Rolling Stone escogiese London Calling como uno de los mejores álbumes jamás grabados.
Exhumar esta autopsia coral en pleno cuadragésimo aniversario de la obra cumbre del cuarteto, London Calling, devino un antojo irreprimible a la par que también un sentido homenaje a quienes ayudaron a toda una generación a desprenderse del azote de un pop cuya meliflua agonía amenazaba con perpetuarse en los oídos de los adictos al vinilo y las ondas radiofónicas.
Solo ellos estaban llamados a emprender aquel largo y azaroso camino hacia una reconciliación con las rudas esencias del rock más disruptivo, mestizo y atemporal. Por desgracia, aquel periplo tan desbordante acabaría pasando factura a la banda y certificaría, mediados los ochenta, la defunción de tan eufónico disturbio. Iconos, iconoclastas, arietes de todas las insurgencias, su historia está ya impregnada de leyenda. Mucha gente ha opinado sobre el cómo y el porqué de aquel estruendo, pero no está de más que los verdaderos protagonistas nos ofrecieran su versión.