Recogemos aquí una exposición en torno al escritor Quevedo y su relación con la sociedad de su época. La dividiremos en tres partes, a saber: “El hombre, la sociedad”; “La crítica como ‘función’ social” y “Obra y vinculación cívica”.
El trabajo viene a ser, mutatis mutandi, la consideración un tanto ‘a vista de pájaro’ de una sociedad, la del siglo XVII, que tuvo su espejo a -veces deliberadamente deformado- en la obra de un autor implicado decididamente en su representación.
En ese sentido podría leerse también como un homenaje a todos aquellos escritores que, aún a día de hoy, entregan su trabajo e inteligencia como una forma de vivir socialmente consciente; un tributo literario que equivale a una forma de entrega personal hacia una sociedad que les acoge y que, porque la aman, la critican. Y, siendo así, ¿sería exagerado considerar su obra como un referente, como una fuente histórica?
Francisco de Quevedo nace en Madrid el día 17 de septiembre de 1580, habiendo sido bautizado unos días más tarde en la parroquia de San Ginés.
Era hijo de Pedro Gómez de Quevedo, secretario y escribano de cámara de la reina, y de María Santibáñez, dama de la reina.
Don Pedro y doña María habían contraído matrimonio en 1576, y fruto de la unión fueron cinco hijos: Pedro, el primogénito, que murió de corta edad, pasando sus derechos a Francisco; Francisco, el hombre que nos ocupa; Felipa, que llegó a ingresar en el convento de las Descalzas Reales de Madrid; Margarita, que casó con Juan de Aldrete (padres ambos de Pedro de Aldrete, heredero después de nuestro autor y recopilador de su obra), y María, hija póstuma que había de fallecer a la temprana edad de diecinueve años.
Pronto quedó Quevedo huérfano de padres; en 1586 moría su padre, falleciendo su madre cinco años después, esto es, cuando Francisco contaba escasamente once años de edad.
Aunque con antecedentes familiares de origen montañés (y ello era una nota de preeminencia social en la purista sociedad de la Corte), Quevedo nació en Madrid, quedando vinculado desde sus primeros años a la vida cortesana. Este vínculo, no obstante, se hubiera roto a la muerte de su madre de no mediar la protección del Secretario del Consejo de Aragón, don Agustín de Villanueva, casado con una prima suya, quien le tomó en pupilaje. Por esta razón hubo de ir, en su día, a vivir a Valladolid, a donde había trasladado su sede la Corte de Felipe III, y ya durante toda su vida se había de mantener ligado a los avatares de la Corte (y más concretamente aún, si bien con sensibles altibajos, a Palacio).
Innumerables páginas se han escrito hasta ahora acerca de la vida del poeta, unas ciertas, otras atribuidas. Se ha insistido sobre todo (y no siempre refrendado en datos fiables) en el riquísimo anecdotario de su vida azarosa y turbulenta, llena de rasgos jocosos, cuando no trágicos. Ahora bien, es probable que todo ello (fruto, como digo, de un análisis superficial en numerosas ocasiones) no haya servido sino para ocultar al verdadero hombre, esto es: la complejidad de su sicología, la influencia que su aspecto físico pudiera haber tenido sobre su proverbial mordacidad; incluso para ignorar a veces la influencia que su personalidad pudo tener en las múltiples manifestaciones de su carácter, y, por derivación, en las críticas acervas que le habían de ser atribuidas. Es más, cabría preguntarse incluso hasta que punto lo aparentemente paradójico de su comportamiento en la vida pública no sería sino el resultado de un carácter muy individualizado frente a una sociedad cuyo inconsciente colectivo tiene establecidos con implacable claridad sus propios límites, límites que las clases altas trataban de imponer a todo cortesano.
¿No se habrá dado, acaso, en Quevedo, de un lado la necesidad de adaptarse, aunque fuese de una forma hipócrita (recordemos que su familia, si bien de origen montañés, carecía de títulos de nobleza), y de otro, forzado por este propio fingimiento, a ejercer la crítica directa de esa sociedad como resultado de su honda formación humanística, moral y estoica? ¿Ha tenido Quevedo, en algún momento de su vida, la independencia social (y económica) suficientes para poder actuar y criticar a su libre albedrío, sin verse obligado a actuar bajo la presión de las circunstancias?
Convendría aclarar que no son estos comentarios, desde luego, ni un análisis sicológico de nuestro autor, ni un intento de exculpación a su conducta, por otro lado innecesarios aquí. Se trata, más bien, de llegar a poner en relación el carácter genial de un hombre público con lo ambiguo de su comportamiento social y, aparentemente, de sus ideas; dado lo cual aún hoy ha de resultar retrógrado para unos, precursor para otros. Ahora bien, todo ello (y esto es lo que importa) tiene lugar en el seno de una sociedad profundamente suspicaz y elitista, y en una época que había de ser decisiva en el devenir histórico de España. Aquí radica realmente la importancia del hecho que comentamos.
Retomemos, pues, algunas de las preguntas anteriores e intentemos darles desarrollo para una mejor comprensión del personaje que nos ocupa. Así, en primer lugar, estaría la consideración de su aspecto físico, cuestión a la que hace referencia, entre otros, Carlos Vaillo: “Muy poco dotado de fortuna o de linaje, lo estará menos de atractivo físico: ser cojo y corto de vista no facilitaba la vida en una sociedad despiadada con los defectos corporales” Pero, ¿es que no fue acaso el propio Quevedo un crítico mordaz para con algunos defectos físicos de sus contemporáneos?; solo bastaría repasar la colección de sus poemas satíricos y burlescos para apreciar que es así. Ahora bien, quizás aquí cabría hacer una reflexión y ella es que, analizando con detenimiento algunos de los textos de la época (y la novela picaresca podría servir de ejemplo) podemos observar hasta qué punto no es tanto el defecto físico en sí lo que importa, sino más bien la incidencia que el defecto en sí tiene como manifestación exterior; es decir, no era tanto el ‘pecado’ físico un defecto social en sí, sino que lo era ante todo por ser visible como defecto a los ojos de una sociedad (sobre todo en lo que atañe a la clase dominante, a la que todos trataban de imitar) cuyo juicio resultaba severísimo respecto de todo aquello que afectase a la apariencia exterior del individuo. No en vano escribe Francisco de Santos en su libro ‘Vida y noche de Madrid’ que: “faltar en lo que se ha de ver, fuera mucho descuido”, habiendo de incluir en ello cualquier defecto de naturaleza, potencialmente objeto de burla o chanza.
Nos encontramos, no podemos ignorarlo, en una sociedad herméticamente cerrada en torno a sí misma, hipócrita y superficial, pero por ello mismo, a falta de una personalidad racional, va a tratar de defender de una manera implacable los elementos indispensables que le son comunes y que le otorgan unidad, aunque estos elementos sean ficticios y, lo que es peor, carentes de contenido ético.
Podría decirse, claro está, que esta misma sociedad intransigente no carecería, en la persona de algunos de sus miembros, de buen entretenimiento para ejercer su crítica mordaz respecto de los defectos físicos; pensemos, no obstante, que, o bien poseían más medios de disimulación, que entre sí estarían más justificados estos defecto o que, por último, tal vez la crítica o burla no sería directa, pero muy probablemente sí lo fuese indirecta entre sí mismos. De una sociedad que ha hecho necesidad de los defectos de los demás para su regocijo y entretenimiento (recuérdese si no el importante papel de los bufones) no puede, ciertamente, esperarse una respuesta ética muy elevada respecto a lo que pudiera llegar a considerarse defectos de sus semejantes.
Por todo ello podríamos pensar que nuestro autor no se sentiría cómodo en medio de ese ambiente; así, entonces, una de las características de su comportamiento social ha sido utilizar como autodefensa ( y a veces de forma encubierta) su mejor arma, esto es, la inteligencia, y a través de ella la crítica burlona (en ocasiones feroz) de lo que le rodeaba.
Quevedo, en verdad, no era muy agraciado físicamente, y ello era un condicionamiento en una sociedad tan excluyente. Más pertenecía, o pretendía pertenecer, a dicha sociedad; optó, pues, burla burlando, por salvar el escollo de una forma digna, ejemplo ilustrativo de lo cual pudiera ser el ‘Memorial a una Academia’, donde se adelanta a hablar de sí mismo para decir entre otras cosas que “es de buen entendimiento, pero no de buena memoria; es corto de vista, como de ventura; hombre dado al diablo, prestado al mundo y encomendado a la carne; rasgado de ojos y de conciencia; negro de cabello y de dicha; largo de frente y de razones; quebrado de color y de piernas; blanco de cara y de todo; falto de pies y de juicio; mozo amostachado y diestro en jugar las armas, a los naipes y a otros juegos; y poeta sobre todo, hablando con perdón, descompuesto componedor de coplas, señalado de la mano de Dios”.
Utilizó su ingenio y su humor y habló de sí mismo y de sus propios defectos. Y no había de ser ésta, ciertamente, la única alusión de don Francisco había de hacer de sí mismo.
En una sociedad tan dura para con sus semejantes parece hoy comprensible el que, para combatir la posible exclusión de su seno, se recurriese a cualquier artimaña con el fin de no verse aislado y, por lo mismo privado de los muchos favores que la pertenencia a ella podía deparar (Hay quien sostiene incluso que el poeta obtuvo brillante –y acreditado- provecho de su cojera para ejercer sus dotes de espadachín) Sería, no obstante, como decíamos más arriba, labor de otros estudiosos o analistas (y por qué no, de sicólogos humanistas apoyándose acaso en algunas consideraciones teóricas -en relación al valor emocional- de estudiosos como Freud, Jüng o Adler) el discernir capítulo tan interesante en la vida de Quevedo: esto es, la consideración de sus condicionamientos físicos como posibles elementos excluyentes para una mejor integración a una clase social alta, y aún a una sociedad en general; incluso pensando también en la hipotética relación aspecto físico-sicología-comportamiento sexual. Capítulo, repito, interesante, pero capítulo que aquí no debemos más que, en buena lógica, señalar, o, todo lo más llamar la atención sobre su posible relevancia.
Otra cosa sería, y más próxima a nuestras pretensiones, el recoger el reflejo que, en su personalidad como escritor, pudieron tener estos condicionamientos, ya fuese en lo acerado de sus burlas (que no siempre le han sido atribuidas sin veracidad y sí muchas veces disimuladas u ocultas en la intención o el lenguaje por el autor), ya fuese en aparente contradicción de sus tomas de postura, o, de su mismo comportamiento. Es decir, ¿fue realmente fiel Quevedo a su íntima amistad con el duque de Osuna?; ¿trató de jugar con ventaja en su amistad con el Conde-Duque de Olivares (llegando a aceptar la intercesión de su mujer como casamentera, capítulo éste entre tráfico y cómico en la vida del autor) e, incluso con el favor de los monarcas?
Esta postura supuestamente ambigua ha tenido reflejo, como decimos, en sus textos, y no ha pasado, claro está, desapercibida para los críticos. Sería innecesario, por obvio, señalar, no obstante, que no solo una actitud de vindicación social pudiera haber alimentado las atribuidas contradicciones en la obra de Quevedo. Pensemos, antes bien, que mucho más profundas serían éstas, pues mucho más profunde es su riquísima personalidad. Ello llevó a sus exegetas a serias reflexiones, siendo serias también las divergencias: el genio, pues, permanece incólume.
Hablamos hasta aquí del autor Quevedo y su compleja personalidad y de su paradójico comportamiento social; incluso de la sospechosa flexibilidad de sus posturas ideológicas, debido a lo cual para unos ha sido un arribista que actúa y habla según las conveniencias, y para otros un hombre íntegro y fiel a sus principios religiosos y estoicos.
“Feroz y machaconamente antisemita, grotesca y vulgarmente antifeminista, patriotero y casticista hasta extremos, hoy, intolerables, es también un extraordinario crítico de la sociedad decadente, fantasiosa y vulgar de su tiempo; terrible desmitificador, noble pensador político obsesionado por la dignidad humana, sabio y erudito (pero no incapaz de trucar fuentes o citas” No ha de sorprendernos demasiado –aclara más adelante el profesor Blanco Aguinaga, el responsable de estas palabras- sin embargo esta contradictoria conjunción de nobleza de miras y de reaccionarismo. Y continúa: “La obra de Quevedo es extraordinario reflejo de esta contradicción, de la angustia del hombre barroco que, no sin algo de razón, suele compararse con la angustia existencial de los escritores modernos que también se encuentran en la encrucijada de un cambio radical de estructuras”.
Ahora bien, ¿no parecen, no obstante, demasiado generalizadoras estas afirmaciones? Por nuestra parte preferimos no caer en el terreno resbaladizo de una teoría en exceso englobadora y acercarnos más a la realidad que el propio Quevedo hubo de vivir. Por eso parece más oportuno señalar los aspectos concretos de la crítica de Quevedo poniéndolos en relación con su entorno social y, curiosamente, resulta ser el mismo crítico referido quien los señala con claridad al comentar que nuestro autor se lanza al ataque contra las costumbres presentes de los castellanos haciendo referencia a cuestiones como la ‘virtud desaliñada’, la carencia de una pretérita ‘libertad esclarecida’, el predominio del ‘ocio torpe’, ‘la honestidad comprada con piedras finas’, un constante ‘mendigar el crédito a Liguria (es decir, a la banca italiana’, la inseparabilidad de ‘un vacuo blasonar nobleza’, el hartazgo de perfumes y alhajas, el desprecio por ‘el trabajo basado en un falso concepto del honor…’ Y esto sí se aproxima más al tema que nos ocupa, a la función histórica y social del escritor (de ahí que haya de defenderse una vez más, en mi opinión, la consideración de la obra literaria como una fuente histórica) Y es que muchos de los vicios denunciados por Quevedo eran, efectivamente, una lacerante realidad en la España de primeros y mediados del siglo XVII.
¿Y cuáles han sido –podríamos preguntarnos- los medios utilizados por el escritor para ejercer la crítica social? Pues bien, los más variados, siempre con la prudencia necesaria para no ser denunciado: la alusión en sus obras a figuras de la mitología, la exageración en el aprovechamiento de un doble significado de las palabras, el recurso a la forma de sueños para el ataque directo a determinadas profesiones y oficios, el empleo de retruécanos y perífrasis para aludir a la ridiculez de la exagerada atención externa, sobre todo presente en el código del comportamiento cívico… Tales medios, conviene aclarar, utilizados en muchos casos de una forma más simulada o encubierta, para lo cual contaba con afiladas armas, con brillantes recursos: su extraordinario conocimiento del lenguaje, su capacidad en la utilización de ‘‘comparaciones, imágenes y metáforas hiperbólicas, desrealizadoras hasta límites extremos”, a pesar de lo cual habría de sufrir los rigores de la vigilancia inquisitorial, cuyo tribunal le obligó, cuando no a rectificar títulos, a corregir algunos pasajes alusivos, concretamente en su obra los Sueños.
Claro está que la contra era esperable por parte de los portavoces, digamos, de una sociedad que se pagaba de intachable y moral; esto es, la reacción no podía hacerse esperar a pesar del cuidado disimulo en su exposición, y es que los vicios y tachas de que habla el escritor son universales y casi parecen intemporales (aquí podríamos retrotraernos a tiempos más actuales, si, por ejemplo, cuando decimos Corte pensamos en Gobierno por cuanto la crítica siempre será afín al autor inteligente. En el caso de Quevedo es conocida su sólida formación estoica), sus referencias más directas, no obstante, están referidas a la sociedad y ambiente de la Corte (hoy, acaso, Madrid) y el enemigo, por tanto, era duro y poderoso.
La reacción se justifica, por ejemplo, en la aparición, en 1635, en Valencia, del conocido Tribunal de la Santa Venganza, donde el autor (o autores) comienza su libro con una advertencia muy definida a sus lectores, al presentarlo como desagravio de los «torpes y escandalosos escritos de un autor que hoy vive entre nosotros, a quien aplauden y celebran en hiperbólicas alabanzas los poco advertidos de lo simulado que viene en ellos Satanás». A los epítetos «desdichado e infeliz», aplicados con generosidad a Quevedo, añade el autor del libelo «hijo de perdición, en precipicios de errores, con crasísima ignorancia y pérfida malicia» o directamente como «resuello de Lucifer» (p. 41) El Tribunal de la justa venganza conviene recordar, tal como señala el prof. Candelas Colodrón, que “se trata de una invectiva contra los escritos de Quevedo, que surge alimentada por una secuencia de polémicas anteriores más o menos conocidas”.
No debiera entenderse, sin embargo, que toda la crítica ejercida por nuestro autor fue una crítica negativa, antes al contrario, también ha salido de su pluma reconocida defensa de la labor de gobierno, por ejemplo las medidas de devaluación de la moneda adoptadas por el Conde Duque, su reconocido y declarado enemigo. Y ello sin querer entrar aquí en la enrevesada psicología o intenciones de aquellos que, en cualquier justificación o alabanza hecha por el autor, quieran ver un acto de arribismo, de adulación en procura de beneficio o medro, o de cualquier otra grotesca o malintencionada maniobra de ascenso. Es un hecho que Quevedo carecía del ascendiente social suficiente como para considerarse un igual con los miembros de la alta nobleza. Procedía de una nobleza de ascendiente medio del norte de la Península, y había de defender con el tiempo, a costa de su fortuna y su salud, un larguísimo pleito por consolidar su señorío sobre la torre de Juan Abad, no lejos de Villanueva de los Infantes, en la provincia de Ciudad Real.
En la realidad no le faltaron la consideración y respeto de alguno de los más representativos personajes de la vida social y de Palacio, siendo un hecho, desde luego, que contaba con la simpatía de buena parte de las clases bajas, pues debió ser un hombre con una gran capacidad de comunicación y, por su ingenio y simpatía, de captación. Así pues, ¿es posible, desde la perspectiva de hoy he ignorando muchos de los arquetipos que aherrojaban y definían a la sociedad de principios del XVII, es posible, digo, calificar por ello de arribista, adulador y aprovechado a un hombre que, a causa de su firme actitud mantenida ante los comportamientos engañosos y los fraudes pasó entre la cárcel y el destierro (y en condiciones infrahumanas los años de cárcel hacia el final de su vida, sin habérsele probado en ese momento, ni antes, cargo alguno) buena parte de su existencia? Sería tan insostenible este argumento que no merece réplica. ¿Qué se podría decir de un entorno social que había llevado sus exageraciones e injusticias hasta los límites de la caricatura, habiendo calado tal actitud desde la clase más alta a la más menesterosa.
Quevedo –ha escrito el profesor Maldonado- no enfoca la eterna corrupción del género humano, sino la de su época; la perennidad de la sátira consiste en el objeto, no en la intención del autor. ¿Cuál puede ser la razón de que juegue la carta del absurdo, deforme las imágenes habituales, ‘gongorice’ con las ideas y parezca obsesionado por el valor de las palabras, como acertadamente ha señalado R.M.Price?”
Cuando comenzó a denunciar las actitudes y conductas reprobables le reprocharon las audacias expresivas, la falta de respeto a las formas establecidas, el quebrantamiento del tabú. No quisieron admitir que el pastelero fuese símbolo del fraude, el sastre del robo, el alguacil y el juez de una justicia envilecida por el oficio interesado y el cohecho, la mujer hermosa y el cornudo representativos del comercio con la honestidad, y todos, sucesivamente, símbolos de un pecado.
Avanza en el conocimiento de que todo es engañoso, y de que la verdad, para él solo una y contenida en las Sagradas Escrituras, es innecesariamente falseada por la codicia, la ambición, la cobardía y por la peor de las conductas, la hipocresía, que utiliza las apariencia de la verdad.
Arremete, entonces, contra las apariencias falaces, contra el disfraz de los gestos y de las palabras, que solo encubren la ruindad humana, deformándolos, agitándolos como fantoches, con una técnica que anticipa ciertas maneras de los esperpentos de Valle Inclán.
Conoce y denuncia las formas hipócritas y el desempeño corrupto de algunas funciones; se convierte, pues, en un cronista de su época. Pero aún más, pues a diferencia de los cronistas al uso, no se limita aisladamente a reseñar los acontecimientos públicos de la corte, sino que, a despecho de amenazas, señala y critica los vicios de la misma.
Es de señalar que Quevedo ha sido, ciertamente, un escritor de una gran fecundidad, y bien sabido es tanto su amor a los libros como el que esta afición no fuese el resultado de un nuevo capricho de ostentación social, sino producto de su acrisolada formación humanística. Estudió Artes, Filosofía y Humanidades en la universidad de Alcalá, y Teología, que no concluyó, en Valladolid. Su cultura, para su época, rebasaba sin duda el nivel de sus contemporáneos.
En cuanto a lo que hace a su producción como escritor, su obra ha sido dividida en una serie de conjuntos temáticos de aceptación prácticamente universal para los estudiosos:
Discursos políticos, satírico-morales, festivos, escépticos y filosóficos y un extenso Epistolario.
El Parnaso español, Las tres musas últimas castellanas, Segunda cumbre del Parnaso español, Poemas (metafísicos, morales, líricos, religiosos, amorosos, satíricos y burlescos), Jácaras, y Bailes, elogios y túmulos.
Quepa decir que de ellas no todas conocieron la imprenta durante la vida del autor, y dentro de éstas no podríamos incluir un solo libro de versos, si bien sabemos que era su intención preparar para la imprenta el conjunto de su obra poética en los años finales de su vida.
Dentro de los grandes apartados generales señalados, y en lo que hace a la función crítica sobre todo, se podría establecer un orden de prioridades; así, dentro de los Discursos satírico-morales habría que destacar los Sueños. De los discursos festivos, qué duda cabe, El Buscón, ejemplo de novela picaresca (y que fue objeto de estudio pormenorizado en mi trabajo ‘La obra de Quevedo como fuente histórica’) Por último, destacar dentro de su obra poética, claro está, los Poemas satíricos.
¿Y cómo lleva a cabo el autor esa labor crítica, la que ha venido marcando de manera tan destacada su memoria como escritor? El profesor Blecua hizo una primera aproximación entre certera y jocosa: “En realidad se va a lamentar, como buen conservador y moralista, de la pérdida de las viejas costumbres castellanas: de la honestidad, de la severidad en el vestir, de la frugalidad, del heroísmo de los viejos señores, ya que los modernos están ocupados en torear, en ‘dejar a las vacas sin marido’ Lo cierto es que de su obra puede deducirse, sin duda, conocimiento social en lo que tienen de valor histórico; el tema de las obras de Quevedo puede tener forma expositiva de ficción, el contenido, sin embargo, es rigurosamente histórico circunscribiéndose, en buena medida, a la descripción que los historiadores han hecho de aquella sociedad, desde Pfandl a Fernández Álvarez, desde Domínguez Ortíz a Viñas Mey.
No estaría de más recalcar, sin duda, que Quevedo escribe historia no desde la postura crítica del observador objetivo; lo hace, antes bien, desde la postura de quien ostenta con rigor una ideología determinada: en este caso de su posición estoica y moral de riguroso fundamento religioso y católico. No es, pues, un manual de historia de su época lo que nos lega, sino un testimonio personal vertido desde su contrastada preocupación filosófica. Pese a ello, difícil será encontrar un más extraordinario ejemplo de lo que es el Barroco que en toda su obra: “visión del mundo que, en sus mejores momentos, se caracteriza por captar sin subterfugios, como en un puño tensamente cerrado, las contradicciones fundamentales de aquella edad conflictiva” en palabras de Blanco Aguinaga. En el riquísimo aporte documental, por ejemplo, que constituye su Epistolario podemos comprobar hasta qué punto convicción y acotación personal van unidas a lo largo de su intensa y dilatada existencia (1580-1645).
También podríamos preguntarnos si su postura moral pudiera ser o no una postura social más generalizable. Pues bien, en cuanto a esto último, parece ser que, efectivamente, se podría registrar una tendencia tal en aquellos años que Blecua describe como “ese neoestoicismo del Barroco, cuyos postulados se enlazaban con una ascética de origen bien claro y que unido a la situación política dará origen a ese desengaño y a esa melancolía que tanto caracterizan al siglo VXII”.
No solo Quevedo trató de señalar y criticar los vicios de aquella sociedad; también las obras de Saavedra Fajardo, del padre Mariana, de satíricos y moralistas como Montalban o Villanueva. Y qué decir, en su gran mayoría, de la literatura de los arbitristas. Incluso de tantos y tantos textos recogidos en la literatura de corden, tan exhaustiva y acertadamente estudiados por Caro Baroja y la profesora García de Enterría, textos procedentes en muchos casos de pluma anónima, lo que indica hasta qué punto pudo calar en las más diversas clases sociales los males (o como tal considerados) de la época.
Respecto de los escritos de Quevedo, “el tono predominantemente festivo no debe ocultarnos el hecho de que tales obras surgen de una conciencia moral exacerbada”, a decir de Carlos Vaillo. Lo cierto es que estos componentes (lo tópico y lo festivo) constituyen un recurso muy utilizado por nuestro autor. Se desprende ello, sobre todo de su poesía satírica: “una visión amarga y desesperanzada, con alguna punta de nostalgia por un pasado mejor y un aprecio de una estructura jerarquizada de la sociedad” Es cierto, desde luego, que un fondo amargo y serio se percibe en la sombra del flagelo satírico de Quevedo. Mérito de éste, sin embargo, es haber sabido “transformar en divertido este mundo invertido”.
Si examinamos con cierto detalle el conjunto de su obra, para Raimundo Lida –un fiable estudioso también del autor- estima que “en ‘Los Sueños’, la Corte, España y la misma Europa se nos muestran por lo general en destemplada concreción y cercanía, y todo ello bajo una visión dominante: la del infierno de todos los días, la de lo monstruoso normal” En efecto, en ellos el autor –se nos dice- no repara en barrera alguna a la hora de exponer su crítica, hasta el punto de que “distinguir, denunciar, exhibir a gritos el revés de la trama: estos son los ejercicios que parecen hacer feliz a Quevedo”.
Por su parte, Fernández Guerra estima que esta obra supone “los trabajos preparativos del repúblico para allanar el camino a sus proyectos de reforma”, lo cual no es vano empeño ni pequeña empresa. Y justifica así la condición de repúblico que le atribuye al autor: “Desentrañando su vida y sus escritos, se descubre que el elemento político es principalmente lo que en ellos predomina. Y en verdad que no poseía ser otra cosa: natural, estudios, cargos y destinos, vínculos sociales, aficiones privadas, todo se combinó para formar un repúblico, un hombre de estado. Bajo este aspecto ha de apreciarse con preferencia a Quevedo. Colocadas sus obras cronológicamente, forman un periódico de oposición contra las costumbres y privanzas de la primera mitad del siglo XVII”.
Otro acabado ejemplo de crítica social ejercida en la obra de Quevedo lo constituiría, por fin, el conjunto de su obra poética que los estudiosos recogen bajo el epígrafe general de ‘Poemas satíricos y burlescos’ Volviendo a Blecua –uno de los mejores conocedores y estudiosos de su obra- “unos cuantos temas rondan obsesivamente a don Francisco: el poder del dinero, las dueñas, los cornudos, los médicos y boticarios, bien conocidos ya por los especialistas en su obra”. Pero, al lado de estos temas, los hay muy circunstanciales, porque el autor nunca dejó pasar la ocasión de divertirse a costa de lo que podía ser ridículo, como la pragmática que obligó a cortarse las guedejas, la que prohibía el uso de los cuellos alechugados.
Señala también Blecua la recurrencia de su inmensa obra poética en torno a unos temas centrales “que comienzan por su inquietud y angustia ante la existencia, motivados por su posición estoico-cristiana, por ese neo-estoicismo del Barroco, cuyos postulados se enlazaban con una ascética de origen bien clara, y que unido a la situación política dará origen a ese desengaño y a esa melancolía” que tanto caracterizan al malhadado siglo XVII.
Con carácter general respecto de la obra en su conjunto escribió Florencio Janer: “Ya sea por su curiosidad ingénita, ya porque le arrastre a ello su humor burlón, festivo y maleante, nuestro autor buscó siempre entretenimiento y enseñanza en todas las clases y estados de los hombres, no descansando hasta poseer llave de oro para asistir a las secretas conferencias de los príncipes, para entrar en la cámara de los monarcas, en los palacios de los próceres y ministros, y con igual franquicia en las casas de prostitución, en los garitos de los jugadores, y en los zaquizaníes de los matones y pordioseros. Solo ahí pudo sorprender, en efecto, lo más secreto del corazón humano, conocer y retratar con pincel valiente y asombroso colorido la sociedad entera, sus imperfecciones, sus extravagancias y delirios”.
Podríamos decir que su empeño de algún modo didáctico social ya quedó expreso en aquel terceto: Si te callas, podrá ser/ que calle aqueste libelo;/ si no, dirélo.
Complementariamente cabría considerar, a decir del profesor Maravall, que “aquella sociedad es profundamente distinta, en su código de valores internos, de las otras sociedades europeas, pudiendo concederle, a la vez, a este época, una importancia decisiva en la historia de España por cuanto en ella se dieron cita las generaciones que han protagonizado el denominado período bisagra, esto es, el paso del imperio a la decadencia (lo que habría de engendrar un grado de ficción social sin precedentes)”.
En medio (y dentro) vivió Quevedo, su ácido y brillante denunciador.
Hemos de fijar, en fin, nuestra atención en Quevedo escritor, pero hemos de fijar preferentemente nuestra atención en la sociedad que le engendró, una sociedad de definitorias características que el escritor acató sin reservas y que si denunció, y en ocasiones, satirizó sus vicios, hemos de pensar que ha sido en procura de su mejoramiento y de su fiel correspondencia a las leyes emanadas de la moral cristiana, moral que llegó a penetrar intensamente, en un momento u otro, aquellos atribulados corazones.
En palabras de Blecua, “lo apasionante es comprobar cómo Quevedo asumió en su vida esa filosofía y la convirtió en extraordinarios poemas. Y es que el que no son ideas adjetivas y postizas, de moda neo-estoica, se ve muy bien en su correspondencia última y en su modo de aceptar su enfermedad y su muerte”.
Al fin, cabría pensar que si Quevedo no fue, probablemente, un moralista ‘canónico’, sí ejerció sin duda, a través de su obra, la defensa de una moral, utilizando para ello, quepa decir, “la lengua más clara y eterna”.