Supongo que estarán ustedes bien servidos —cuando no, ahítos— de noticias sobre Galdós, a propósito del centenario de su fallecimiento, que se cumplirá el próximo año. Y a pesar de eso y de resultar incluso redundante con cualquier otro artículo reciente, no podía sustraerme de echar mi cuarto a espadas sobre su abrumador e insoslayable legado por una razón sentimental: Gabrielillo de Araceli y Salvador de Monsalud habitan mi infancia.
Verán, el primer libro que tengo noción de haber leído por propia voluntad y con verdadero afán fue uno de aquellos tomazos de Aguilar, encuadernado en guaflex rojo con los tejuelos dorados, en papel biblia y a dos columnas por página, con la primera serie de los Episodios nacionales; de inmediato y sin perder una brizna en las ganas, leí la segunda. Ambos volúmenes, con su bien cumplidas mil páginas cada uno, me los había regalado por Reyes mi tío abuelo, y ambos, con su veintena de novelas en el interior, creo que ahormaron en mí, más allá de una vaga predilección literaria por la inmanente realidad —que el tiempo y la tradición hispana irían acendrando—, un silencioso patriotismo inabdicablemente liberal, en su original significado: el romántico e insurgente de Rafael del Riego y de Juan Martín el Empecinado, ajeno, por su cuna y cuño genuinamente españoles, de la reducción mercantilista y de luminiscencias yankees que hoy designa lo liberal en política.
En lo estrictamente literario, los Episodios nacionales (1873-1912) —que no españoles, porque nacional en el s. XIX connotaba liberalismo y partidario del ciudadano sobre el súbdito carlista— son cuarenta y tantas novelas de las llamadas históricas. Algo tan frecuente en la época como ahora, pues con el romanticismo comenzó el cultivo de este género con ahínco y hasta con notorio predicamento —tanto, que valga como ejemplo Amaya y los vascos en siglo VIII (1877), de Navarro Villoslada, donde encontramos completo el mórbido ideario del nacionalismo vasco, veinte años antes de que lo instituyera Sabino Arana—, al punto que desde el inaugural Húmara y Salamanca con su Ramiro, conde de Lucena (1823), pasando por autores tan célebres como Larra, Espronceda y Martínez de la Rosa, y hasta políticos como Castelar y Cánovas, un centón de escritores y otros prohombres de la nación nos legaron novelones de los llamados históricos, con caballeros de armadura, judíos pérfidos y moros traidores, sin que faltase la doncella, de alta o baja condición, pero siempre raptada —aún no se estilaban las de romanos—, marcados sin excepción por la traza de Walter Scott, célebre padre del género. Pero he aquí que, sin escatimar peripecias —más aun, dotando a sus relatos de una agilidad imprevista—, Galdós desechó aquella tópica y engolada España medieval para, con sus Episodios nacionales, dar cuenta y, sustancialmente, sentido a su siglo, el más desastroso que haya vivido el país, que lo inició siendo el imperio más extenso del mundo y lo concluyó despojado de ultramares y tullido por una bancarrota endémica y, por si faltaba poco, fracturado por tres guerras civiles —en las que no se acostumbraba a hacer prisioneros— en dos Españas, que agazapaban sórdidamente su rencor a la espera del zarpazo definitivo, como preludiase inconsolable don Antonio Machado, recién nacido el s. XX.
Ese dotar de sentido a los acontecimientos de su siglo fue el empeño galdosiano por que la nación se reconociese en los fatídicos acontecimientos que había afrontado como una única comunidad en pugna agónica por conquistar un resquicio de libertad; primero, contra el ocupante francés, y luego, durante el resto de la centuria, contra el vetusto credo absolutista, cuya pretensión no era sino el sojuzgamiento espiritual de todo un pueblo, por medio de la tartufería clerical, las anonadadoras tradiciones y los caducos y divisores privilegios forales. En mi caso, lo consiguió; por esta razón me enoja que a los chicos se les regale, con gran complacencia general, ciertos títulos de temporada, cuando los Episodios nacionales pueden procurarles revivir batallas de toda índole, conjuras, persecuciones y amoríos, mientras se embeben de ansias de libertad, conocen a sus héroes patrios y compadecen cuánto sufrió su pueblo durante un siglo funesto y más determinante —a la vista de los acontecimientos actuales— en sus vidas de lo que a primera vista se nos pudiese antojar.
Por lo demás, la huella de los Episodios en nuestra literatura es capital e inmediata; ahí están como singulares secuelas —que en absoluto imitaciones— el ciclo Memorias de un hombre de acción (1913-35), las veintidós novelas de Baroja sobre la Gran carlistada, o El ruedo ibérico (1927-28), la inconclusa tetralogía de Valle-Inclán sobre la Gloriosa. Huelga decir que considero imprescindible para cualquier autor de nuestra lengua, con ganas de abundar en el género, el batirse con los Episodios y escrutar atentamente su carpintería, bien para eludirla, como hizo Valle-Inclán, o bien para mejorarla milimétricamente, como Baroja.
Y aún quedan sus veintitantas piezas dramáticas y sus treinta y dos novelas, donde se mantiene el mismo ideario pero aplicado a la intimidad burguesa, entre las cuales me gustaría extraer —por lo que de anticipadora encierra— Doña Perfecta (1876), pues no conozco una novela donde el lúgubre origen y siniestro proceder de ETA esté mejor descrito, y noventa años antes de su fundación. Entonces, me pregunto: ¿si Benito Pérez Galdós no es un jalón imprescindible para comprender lo español, qué lo es?