De este tenor, entre astuto y ocasional, pero con mucha mayor trapisonda y hasta con su incontenible jolgorio, dado el talante de los personajes, nos han ofrecido con un abrumador manojo de comprobantes de toda índole —cartas, telegramas, tarjetas postales, fotografías, recibos, notas manuscritas y mecanografiadas… Y, evidentemente, con una variada muestra de piezas plásticas— la fundación Gabarrón y la Charo y Camilo José Cela, bajo el auspicio de la Generalitat Valenciana, una amplia exposición en el Museo de Bellas Artes de Valencia, sobre los extraordinarios encuentros entre Pablo Ruiz Picasso y Camilo José Cela, y la amistad que mantuvieron hasta el fallecimiento del coloso malagueño.
Revivía Cela, en no recuerdo ya dónde, que durante su primera visita a La Californie, en agosto de 1958, traía como único e infalible presente una botella de anís, que, tras la comida y la siesta, Picasso se pimpló casi entera; Cela no precisaba si se ajumó, claro que tibio debió ponerse. Había acudido el padronés hasta aquella finca a las afueras de Cannes alentado por Joan Miró, al que le acababa de consagrar un número de Papeles de Son Armadans (nº XXI; 1957), con idéntica propuesta para Picasso.
El malagueño se hizo de rogar un día —entre sucesivas llamadas y sus idas y venidas desde Cannes a la finca— hasta asomar el rostro, pero al final, y Machaquito mediante, el trato se consumó para alivio de Cela. Y no solo hubo número especial de Papeles de Son Armadas (nº XLIX; 1960) dedicado a Picasso, sino —por las mañas de truchimán ambulante que se gastaba Cela cuando le daba la gana— varias publicaciones más y hasta conferencias y exposiciones con textos y dibujos del malagueño; algo insólito en aquella España, donde Picasso aún pasaba por una de las fieras nefandas del régimen.
Precisaré para desmemoriados que Papeles de Son Armadans era una revista literaria que fundó y dirigió Cela apenas se hubo instalado en ese barrio mallorquín, en 1954. Duró, contra todo pronóstico, veintitrés años y editó doscientos setenta y seis números, más extraordinarios y otros especiales, y en ella se publicaron artículos y textos en las tres lenguas romances españolas y, además, imprimieron sus firmas notorios exiliados como el propio Picasso, María Zambrano, Alberti, Sender, Cernuda, Max Aub, Américo Castro... En suma, supuso un hito intelectual en aquella España y aun en la posterior, aunque su repercusión, más allá de las brumosas covachuelas literarias, fuese mayor entre el mundo académico internacional que entre la sociedad española.
En cuanto a los frutos de aquel viaje inicial, seguido de tres más, con sus largos y provechosos encuentros —descarto el frustrado para el octogésimo cumpleaños de Picasso, porque el pintor se hallaba en cama— son, como anticipé, variados y sorprendentes; incluso aleccionadores para peritar a aquel Picasso, siempre rejuvenecido y siempre insaciable en su búsqueda de expresividad. He aquí que, en junio del 60, durante el segundo viaje para entregarle los ejemplares de la revista, Picasso leyó a Cela un poema —no es tal, sino un torrente, bien que castizo, casi rabiosamente automático— escrito en varias hojas, que tuvo su primera entrega de inmediato: en el número LII de Papeles de Son Armadas (1960), como un adelanto de las varias partes más que aparecieron en un número posterior y que verán su ayuntamiento en la separata titulada Dibujos y escritos (1961); si bien, la edición integra de este llamado poema picassiano se halla —para quien tenga la suerte de conseguirse algún ejemplar, dada la delicadeza de la impresión y lo exiguo de la tirada de doscientos ejemplares— bajo el título de Trozo de piel (1961), impreso por Ángel Caffarena, en Málaga, con cuatro dibujos de Cela, como le había pedido Picasso. Fue un regalo para los ochenta años del pintor. También, de aquel segundo encuentro de junio del 60, salieron los dibujos a cera con que el malagueño obsequió a cada uno de los colaboradores del número que Papeles Son Armadans le había dedicado y que servirán para las exposiciones —la inaugural en los propios sótanos de la casa mallorquina de Cela, convirtiéndose en la primera que se realizaba sobre Picasso en España desde la Guerra Civil—. Pero aún acontecerá un tercer viaje y encuentro, en septiembre de ese año, para rematar esta suma de proyectos y las correspondientes entregas de Cela de la cosecha que iban editando, y hasta un cuarto, en mayo de 1961, donde Picasso por fin cedió a un proyecto que Cela llevaba proponiéndole desde el segundo viaje y que Picasso le había invertido con la pillería —como queda plasmado en Trozo de piel— de intercambiar los papeles: Cela, dibujante; Picasso, escritor. En efecto, durante aquel cuarto encuentro iban a acordar la edición de un libro de relatos con los dibujos ya entregados por Picasso en los sucesivos viajes y uno nuevo para la ocasión; se titulará Gavilla de fábulas sin amor (1962).
El libro tropezó, como las conferencias en Madrid y Barcelona, con el inconveniente de la censura, pero esta vez inflexible. Pese al aprieto, Cela —no sin viajes y rogativas en las más altas instancias ministeriales— logró que viera la luz, y por ahí anda en sucesivas ediciones como bordón de aquellas cuchipandas admirables. Además, corren entre la literatura celiana cinco o seis anécdotas jugosas como la del mechero grabado por Picasso. De ellas, no me resisto a relatarles la que se considera fundacional de la confianza entre la pareja de portentos.
Tras la comida del primer viaje en La Californie y antes de la botella de anís, Picasso se fue a dormir la siesta dejando junto a Cela una carpetilla con un puñado de dibujos firmados. Cuando regresó, repasó los dibujos y observó que no faltaba ninguno, y le espetó:
—¿Qué? ¿No te gusta ninguno?
Cela se le quedó mirando guasonamente a los ojos. Ambos estaban en la trampa.