LOS IMPRESCINDIBLES - Álvaro Bermejo

"El eclipse de Sartre"

Jean-Paul Sartre (Foto: Archivo).
Álvaro Bermejo | Martes 22 de octubre de 2019

Sobre el escenario de la Francia de De Gaulle y de la Nouvelle Vague, quiso ser la encarnación intelectual de los "philosophes" del Siglo de las Luces. Durante aquel Mayo del '68 también actualizó al Zola del Yo acuso, cuando salió a vender ejemplares de Liberation por el Barrio Latino mientras exigía a los gendarmes que le encadenasen.



Cuatro años antes se había permitido una osadía mayor: la de rechazar el Premio Nobel. Entonces no lo necesitaba porque gozaba de la más absoluta universalidad. Sartre era el paradigma de una conciencia que podía incurrir en excesos como el de justificar el régimen de Stalin y el de Pol-Pot, la represión de la Primavera de Praga, los crímenes de la Baader-Meinhoff y hasta la causa de ETA. Hoy la opinión quiere recordarle como el hombre que se equivocaba siempre y, a lo sumo, ya sólo se habla de él para recordar cómo intercambiaba sus amantes con Simone de Beauvoir. ¿Por qué este filósofo total, en otro tiempo tan celebrado, ha caído hoy en el más absoluto de los olvidos?

Detrás de esa pregunta y coincidiendo con el cincuenta aniversario de la publicación de Les Mots, uno de sus hijos pródigos, Bernard Henri-Levy, a quien el propio Sartre acusó de ser un agente de la CIA, acaba de reeditar Le siécle de Sartre, un ensayo de seiscientas páginas dedicadas a demostrar que existen Hombres-Siglo. No obstante, si en Jean-Paul Sartre se concentra todo el siglo XX, habrá que comenzar por decir que éste ha sido fundamentalmente contradictorio, y bastante amnésico. Pero también que, inmersos en su vorágine de guerras, políticas de bloques y manipulaciones indiscriminadas, los intelectuales no han acertado siempre a mantener la independencia y la honestidad de su criterio.

Un equívoco básico ha desvirtuado el concepto de compromiso intelectual: la confusión entre militancia política y solvencia ética. En esto, Sartre fue a su pesar un profeta del apocalipsis que hoy envuelve a toda la clase intelectual y, más que a ninguna, a la especie de los intelectuales orgánicos. Por supuesto, siempre ha habido hombres de la cultura vinculados con los poderes fácticos de su tiempo: la nómina de poetas, músicos, filósofos o escritores que han cantado a papas y antipapas, a reyes y a tiranos, sería interminable. En tiempos de Sartre, aún les amparaba ese aura reverencial que llevó a De Gaulle a pronunciar aquel memorable: No se detiene a Voltaire.

Hoy, en los tiempos de la más aparente libertad de expresión, no es necesario detenerlos. Tal vez porque, en realidad, ya ni agitan, ni se mueven, ni son seguidos por nadie fuera de sus respectivas capillas mediáticas entendidas como prolongaciones de un determinado poder político. On connait la chanson. Sí, conocemos la canción: es la misma que se interpreta en las ejecutivas de los grandes –y pequeños- partidos políticos, entre la crema de la vanguardia steampuk, en todos los medios y a la sombra, ¿indignada? de todas las masas: es la alegre canción que hace hoy del ser -intelectual- un sinónimo de la nada.

No obstante, pese al descrédito de la figura de Sartre, hoy somos bastante más existencialistas de lo que pensamos. Ya en el título de su ensayo más divulgado, El ser y la nada, hay mucho de Heidegger. Pero Heidegger consideró que Sartre no era más que un divulgador de su filosofía y le llamaba despectivamente "periodista". Sin pretenderlo, definió a toda una nueva oligarquía pensante que nacía con él. Pues si hoy todavía es posible imaginar una cierta élite intelectual, ésta resulta inimaginable fuera del amparo de una gran empresa de comunicación que de pábulo a sus opiniones y una oportuna cobertura mediática a su imagen.

Después de La Náusea, más allá de La Náusea, ya no cabe, ni en su forma más ingenua, la posibilidad de un intelectual contradictorio. Se impone el puro existencialismo. Es decir, la primacía de la existencia sobre la esencia. Quizá porque Sartre, con todas sus contradicciones, nos enseñó no sólo que vivir es más importante que pensar, sino que es la única manera cierta de pensar.

Al tiempo que califica la obra sartriana de "monstruosa y viva como un cáncer", Henri-Levy se pregunta cómo el padre del existencialismo pudo abrazar el más ortodoxo estalinismo. En un mundo dividido en dos bloques, Sartre lo hizo sabiendo que no optaba por el paraíso, pero tan de espaldas a las dimensiones del infierno como si él mismo fuese uno de sus personajes literarios. Entre la Nouvelle Vague y el Nouveau Roman, entre el enfant gaté de Los cuatrocientos golpes y los amantes trágicos de Hiroshima mon amour, de esa dualidad entre el hombre que no quiere ver fracasar las sucesivas utopías del siglo y el idiota de la familia que se deja seducir por Madame Bovary, de ahí surge la difícil coexistencia entre el Sartre dogmático y el anarquista, entre el político y el artista, entre el comprometido y el libertino, el que pone su talento al servicio de una causa, hasta perder el norte, y el que descubre la desesperada lucidez de la soledad, más allá de La sale espoir, pero ya sin esperanzas.

Antoine Roquentin, el protagonista de La Naúsea, llega al final de su novela sin saber cómo justificar su existencia. Pero ocho años después, su autor sigue defendiendo el modelo de intelectual comprometido y le da cuerpo con un título bien elocuente: Las manos sucias. Entonces podía permitírselo, porque aquélla era la izquierda impecable, cuajada de sacerdotes ateos, como Sartre era el gran predicador por antonomasia. Más que un escritor que interviene en el debate social, quería ser un demiurgo capaz de inspirar grandes movimientos de renovación ética y política. Pero ese mismo halo de grandeur con que le encumbraron sus acólitos, le impidió ver que esos valores no constituyen una vacuna contra ciertos compromisos de dudosa moralidad. Y así como con el ocaso de la izquierda toda una generación de desencantados hicieron de su figura el chivo expiatorio de sus entusiasmos adolescentes, hoy, la erosión añadida al inevitable relevo generacional ha ensanchado un notable rechazo, absolutamente existencial, contra toda forma de intelectual que se atreva a ser intransigente con sus principios, pues lo que se lleva en estos tiempos posmodernos es ese vacuo lugar común al que llamamos "tolerancia".

Los tiempos cambian, pero las grandes cuestiones siguen siendo las mismas. Y, a decir verdad, pese a los errores asociados al compromiso, la función del intelectual como instancia crítica no sólo debería ser irrenunciable. Si hoy ya nadie denuncia nada más que lo que le conviene, si todas las voces nos parecen ecos de algún gran hermano, si acertamos a interpretar el silencio intelectual como un síntoma, aunque no la nombremos, también sabemos cuál es la enfermedad. Y en eso, los presuntos hijos de la posmodernidad tampoco somos diferentes. El eclipse de Sartre, más que el epitafio de un pensador, suena como el toque de silencio sobre un vasto cementerio.

Hace un par de años, cuando se cumplió el quincuagésimo aniversario de Les Mots, la Academia Francesa se llenó asimismo de palabras. Tantas como silencios. Pero había muchas mesas vacías en el Café de Flore. Los camareros suplían la ausencia de sus queridos intelectuales de servicio.

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