Y basta con recordar los films de los años treinta y cuarenta del siglo pasado donde no solo los prohombres sino hasta los gangsters presentaban siempre un despacho forrado de techo a suelo con venerables tejuelos —aunque fuesen de attrezzo—; lo que sin duda dotaba respetabilidad a su poseedor, fuera un honorable preboste o un vil hampón, ante el espectador y, claro, ante el protagonista que le aguardaba con el Stetson de ala ancha entre las manos, en aquella casi nobiliaria estancia. Es decir; los libros, poseerlos y mostrarlos —leerlos, ya era otro cantar, aunque a los personajes se les supusiese— era un signo de prestigio, cuando no, un timbre de nobleza. Su desaparición de los guiones cinematográficos norteamericanos de unos años a esta parte solo significa que la posesión de setecientos u ochocientos títulos —si es posible, encuadernados en piel o en tela— no invisten de nada; conclusión: el libro se ha devaluado. Y si se ha devaluado en los EEUU, en tanto que nación dominante, se ha devaluado o se devaluará, como siempre ha sucedido en la Historia, en el resto de los países.
Y claro, por lo que supone el libro para la Humanidad, esta intuición, constatada tras el consumo cotidiano de cine, me resulta escalofriante; más aún cuando el libro es un artefacto depurado tras un buen puñado de siglos hasta adaptarse como un guante a la anatomía humana. Se creó sobre el s. IV después de Cristo, cuando el anterior libro, que era una caja de cuero conteniendo varios rollos de papiro —los libri—, adoptó la forma del codex —o sea, de la libreta de los recados—: unas tapas de cuero o de madera o incluso de bronce encuadernando —en lugar de las primitivas tablillas de cera— unas cuantas hojas de papiro. En la Edad Media, con la obligada substitución del escueto papiro por el costoso pergamino, aumentaron tanto de tamaño y resultaron tan aparatosos que aquellos códices y salterios imponían su lectura sobre soberbios facistoles; lo que naturalmente la alteró, convirtiéndola en un ritual grupal, tanto daba que se tratase de literatura sacra o profana. Para la primera, se construyeron púlpitos y ambones en aulas y refectorios y, para la segunda, se dispusieron los galantes estrados en los palacios. Pero con la llegada primero del papel y de inmediato de la imprenta, los libros aumentaron su divulgación cuanto redujeron no solo su coste sino incluso su tamaño, hasta más o menos acomodarse al actual entre los siglos XVII y XVIII. Es legendaria, en este proceso de fijación de las dimensiones, la ingeniosa intervención de los Ezelviros; una familia de impresores flamencos, famosa por estampar y comerciar con la literatura más perseguida de su tiempo: la ciencia y la filosofía. Para su contrabando ensayaron diversos tamaños hasta dar con el que permitiese tanto su raudo transporte en las alforjas de las caballerías como el inmediato escamoteo de los ojos de las autoridades. Lo cierto es que no solo los Ezelviros, sino otros muchos impresores buscaron un tamaño que combinase costo y manejo, y así se llegó entre los siglos XVII y XVIII al actual de —como máximo— unos veintipocos centímetros de alzada por diecialgo de anchura, que procura su lectura individual en las más variadas posturas y circunstancias; es decir, que se adapta perfectamente al hombre. Pero durante este proceso hay algo más y sustancial: la lectura se había tornado en un hecho netamente personal y, además, con una novedad formidable: se había convertido en un acto silencioso.
No obstante, el libro continuaba siendo un objeto caro y poseer una nutrida y variada biblioteca y comentar su lectura era un gesto prestigioso y demostraba cierta elevación en el gusto. Pero el espíritu liberal que se implantó desde el siglo XIX en toda Europa, más el progreso tecnológico y la lucha por la alfabetización como un derecho de los ciudadanos, procuraron la consiguiente bajada de su precio y su continua demanda y divulgación hasta llegar al paper back de Penguin Book, en 1935; el primer “libro de bolsillo”. Es decir, el libro más económico y trasportable que haya existido; o lo que es lo mismo: el conocimiento al alcance de cualquiera. En suma, el cumplimiento del sueño ilustrado: desterrar la ignorancia.
Y, sin embargo, ahora, a base de ver películas norteamericanas, fiel reflejo de sus hábitos, intuyo que el libro y lo que supone, el conocimiento, ya no otorgan el menor prestigio. Pero si invirtiese esta proposición, obtendría otra escalofriante y que me ha guiado secretamente durante todas estas líneas: la ignorancia ya no es algo tan desdeñable.
Naturalmente, no soy tan miope como para no calibrar que los factores que han contribuido a esta tajante y bochornosa conclusión han sido de la más diversa índole y en absoluto intencionados: las nuevas profesiones que nos extenúan mentalmente, los nuevos medios de comunicación que invaden y menguan nuestro sosiego o el ocio atraído por nuevas ofertas tanto o más reputadas que la lectura… No obstante, el resultado es idéntico: el libro, transmisor de los esfuerzos humanos en todas las disciplinas y también dispensador de solaz íntimo y de comprensión hacia el semejante, está siendo postergado durante esta época, paradójicamente cuando nunca como ahora se han publicado tantos y tan variados títulos. Y aun así, intuyo que nuestras actuales costumbres han devaluado el libro, lo que solo propiciará que la estulticia y la brutalidad acampen de nuevo —si no lo están haciendo ya— entre nosotros.