Cinco de la tarde, la hora de entrar a matar en el Ferragosto mesetario. ¿Qué hacer? Inopinadamente, me topo con un DVD que me obliga a enclaustrarme, feliz, en mi biblioteca. La película no es ninguna novedad -se estrenó en 1995-, pero su tema no puede ser más actual. Beaumarchais, L’Insolent recupera el esplendor del Siglo de las Luces, y aún más el de su protagonista, en este tiempo de tinieblas.
Cuando debate cívico se empantana en los mil y un casos de corrupción. Cuando se vuelve la mirada a los parlamentos y sólo se advierte un sistema de partidos en plena crisis de representatividad. Cuando los gobernantes atrapados por el pólipo del poder pierden su escaso crédito moral y los gobernados cautivos de sus actitudes derogatorias se instalan en la cultura de la resignación, entonces ya sólo queda una alternativa sustentada en dos razones: La Razón Escéptica y la Razón Irónica. Esta es la primera conclusión que puede sustanciarse después de contrastar nuestro paisaje-ambiente con el de la película que da título a esta entrada.
La recuperación contemporánea de este azote de hipócritas entronizados, además de entrañar toda una lección de Historia, nos presenta un inusitado paradigma de nuestra propia modernidad.
“Los relojes de su época atrasaban peligrosamente y él se dispuso a ponerlos en hora”, así nos lo dibuja una voz en off nada más alzarse el telón. La comparación no tiene nada de accidental: Hijo de un humilde relojero, Beaumarchais inventó un mecanismo que además de añadir precisión a los relojes de su tiempo, le abrió las puertas de la corte de Luis XV. Por sus muchas habilidades, enseguida hará fortuna ascendiendo hasta el cargo de Interventor Real. Si todo quedara ahí hubiera pasado a la Historia como un maestro de la diplomacia cortesana y espía, por lo demás, al servicio de su majestad. Pero junto con todo lo previo Beaumarchais fue algo más: un adelantado de su tiempo muy capaz de seducir a un rey absoluto presentándole la Declaración de Independencia americana como un texto ‘que habla del derecho más sagrado del pueblo, el derecho a la felicidad’.
En orden a ese imperativo verdaderamente revolucionario salieron de su pluma dos obras mayúsculas, ‘El barbero de Sevilla’ y ‘Las bodas de Fígaro’, a las que más tarde pondrían música dos genios como Rossini y Mozart. Evidentemente Fígaro es un alter ego de Beaumarchais, un cruce de renacentista y caballero de industria, brillante, maquiavélico, y no siempre escrupuloso, cuya insurgencia hará exclamar a Napoleón: “Fígaro es ya la revolución en acción”.
Lo increíble no es sólo la clarividencia de su autor, sino que hiciera esa revolución desde Versalles reflejando con su pluma las descarnadas tensiones sociales de su momento y escarneciendo sin piedad a esa nobleza ociosa, tan semejante a la partitocracia actual –la ubicua “Casta”, y no precisamente diva-, que sólo sostenía bajo sus pelucas la ruina del Antiguo Régimen.
A decir verdad, la hoja de afeitar que este inofensivo barbero afila con su palabra fue bastante más devastadora que la guillotina. Y con ella sube al escenario el arquetipo de una élite proscrita, tan deslumbrante que fue capaz de enmascarar de frivolidad todo ese cataclismo social que dio paso al mundo contemporáneo. Junto con el libérrimo libertino de Seignalt, el veneciano Casanova y junto con el propio Napoleón, que no fue sino su brazo armado, Beaumarchais representa a esa estirpe de aventureros de la modernidad que vivieron en un movimiento perpetuo, jugando con el azar y la necesidad en un fin de siglo tan móvil y abierto como el arranque del nuestro.
Vivió como escribió, siempre al galope, y en cada momento cumplió con el precepto dieciochesco de instruir deleitando. Desde luego uno de sus mayores deleites fue reírse de todos y de casi todo: “Si queréis influir en la gente dejadles creer que obran por su propia iniciativa”.
Qué gran cínico este Beaumarchais. Pero, ¿qué es el cinismo sino el vértice de las dos razones antedichas, la Escéptica y la Irónica, o lo que viene a ser lo mismo, la única actitud vital inteligente para no morirse de asco, de rabia o de exasperación?
Uno de los convencidos de esta tesis es el filósofo Peter Sloterdijk, quien ya en su famosa ‘Crítica de la Razón Cínica’ comentaba: Los cínicos de hoy en día se pueden considerar unos melancólicos border-line, han adquirido la capacidad de sobrevivir pase lo que pase.
Y hablando de miradas melancólicas resulta obligado citar la ‘Moralidad posmoderna’ de Lyotard: En el mundo actual ya sólo es posible la reflexión desde los márgenes de incertidumbre del gran Sistema.
Difícil tarea ésta de pensar el presente desde la premisa del agotamiento de los potenciales interpretativos de la modernidad para legitimarse y autodescifrarse. Ante la opacidad que nos rodea se puede optar por el aislamiento o por el compromiso. Beaumarchais fundió ambos en una envidiable fórmula personal: Divertirse conspirando y escribiendo, no callarse nunca, dudar a cada paso, y no dar jamás la espalda a la Historia, ‘ni al hacer una reverencia ante la más bella dama’.
Bajo ese cinismo agresivo encontramos paradójicamente esa raíz de humanidad que hermana a los grandes pecadores con los grandes místicos. Mientras que el escepticismo, como la ironía, no es sinónimo de desesperanza, sino de búsqueda, de apuesta por una renovación.
La crisis de la democracia es esencialmente una crisis moral, una decadencia de todos los valores semejante al dépaysement absoluto que vivió Beaumarchais. Con su regreso, nos recuerda la perentoriedad de cambiar de rumbo para salir del malentendido: frente a la probada ineficacia del discurso ortodoxo, el metadiscurso heterodoxo, caiga quien caiga. Frente a la decadencia de los poderes fácticos, el contrapoder moral. Frente a la hipocresía de lo políticamente correcto, el diletante rebelde que no se cansa de pensar y de alzar su voz contra su propia tribu. Y en suma, frente a la entropía colectiva que nos negamos a ver aún teniéndola delante de los ojos, la utopía individual hasta sus últimas consecuencias.
Recuperar a Beaumarchais -aun teñido con sus inevitables irisaciones poéticas-, no implica añorar el pasado sino ensanchar el horizonte de nuestro presente. Pues su larga sombra proyecta una intensa alternativa, con mucho de provocación y desmesura, pero también con una virtud esencial. En este tiempo nuestro tan semejante al suyo, que fue el de las amistades francamente peligrosas, no hay modernidad posible si no comienza por llamar a las cosas por su nombre.