FIRMA INVITADA

El auxilio de los libreros

Santiago Palacios
Gastón Segura | Martes 04 de junio de 2019

Durante estas fechas, cuando el calor se presenta como un pariente inesperado —sudoroso, inoportuno, atropellado— y la isidrada pisa su meridiano, con alguna sorpresa de tronío y sus tres o cuatro chascos sonados, la feria de los libros planta sus casetas en mitad del Retiro. Quizá sea el acontecimiento más importante de la temporada para cualquier librero de Madrid, que, si no llueve como acostumbra y le toca en un lugar concurrido, puede resarcirse de todo un año viendo llegar el fin de mes como una penitencia.



Y es que las librerías sufren mucho desde que en los cafés ponen música y ya no se entra con el periódico bajo el brazo y el libro de moda—que no era un best seller, sino el que prescribían las cuatro o cinco eminencias del café— leído o comentando que se ha leído, que es lo que solía suceder con los títulos de Zubiri: por más que la parroquia le pusiese voluntad, entender —si es que había algo que entender—, entendía más bien poco y se aburría mucho, y así, claro, no había manera. Pero como ahora las verdades no vienen como puños en el artículo de fondo del día, sino que circulan en un par de renglones por Twitter, que cambia cada cinco minutos, pues los cafés ya ni dan para acaloradas discusiones y ni los libros de moda son prescritos por el sabihondo de la mesa del rincón. Ahora, los libros de moda —que en realidad duran quince días— son esos que ponen por pilas en las estaciones del tren y en los aeropuertos. La verdad, presentan títulos la mar de intrigantes pero, luego, da lo mismo habérselos leído, porque ni sirven para darse pote en la tertulia ni menos para disfrutar cadenciosamente de otro tiempo y de otro mundo, que es para lo que en el fondo se lee. Y si el libro ya no es objeto indispensable de nuestra vida social ni solaz de nuestra intimidad, el primer perjudicado es el librero. Y es un drama cuando se piensa que, durante cuatro siglos y parte del quinto, librero, editor e impresor fueron el mismo oficio y, de los bajos de sus casas, salía estampado el saber del mundo.

Algunos de mis escritores más queridos, como Azorín o Baroja, tenían enorme consideración por los libreros, aunque en su época las novedades literarias venían de París, como las cigüeñas con parto, y el librero, claro, presentaba algo de antiguo mercader caravanero, con su guardapolvos, su lápiz en la oreja y su lista de novedades por encargo. Azorín dedicó bastantes artículos a los libreros, con predilección por los bouquinistes de los pretiles de Sena —recientemente se recogieron algunos de estos artículos bajo el título Libros, buquinistas y bibliotecas (2014)—; su mirada sobre esta tan necesaria y postergada profesión suele ser, como su uso del adjetivo, minuciosa y delicada. En cambio, don Pío, que acostumbraba a acudir casi todas las tardes, antes de la Guerra, a lo que él llamaba el “club del papel”, la librería de Tormos, en la calle Jacometrezo, a revolver entre los montones de tomos a ver si daba con un volumen que no le hubiese recomendado el librero, mientras llegaban los otros miembros de su tertulia, presenta, fiel a su escepticismo resignado, otra mirada sobre el gremio. En sus memorias nos describe libreros de lance insólitamente miserables, como aquel que guillotinaba los márgenes para vender los recortes por papel al peso. Y aun así, siguió siendo devoto de las librerías en chiscones lóbregos, como de cualquier otra espelunca dedicada al trapicheo de lo viejo. En esos tascantones con escalón y gato adormecido a la puerta, don Pío rastreaba desde tomazos achacosos y al borde de desencuadernarse hasta estampas mordidas por el calendario o mapas enmohecidos, que le transmitía el perfume exacto de una novela. Incluso, una vez, se tropezó con un Greco por quinientas pesetas, y se armó el alboroto entre los amigos porque, todavía siendo un capitalazo para los tiempos, resultaba asequible para algunos bolsillos de Madrid. Claro que, entonces, El Greco aún no era El Greco; de hecho, no lo sería hasta el ensayo de Cossio.

Madrid, hoy, cuenta con excelentes librerías, morigeradas y bien catalogadas; nada que ver con aquellas de principios del siglo XX, basta con acercarse a Lé, a Tipos infames, a El Buscón, a Traficantes de sueños, a Iberoamericana, a Los editores, a Juan Rulfo, a Visor… Aunque mis preferidas son Antonio Machado, por su reputada historia de sobresaltos y atentados; Rafael Alberti, porque, pese a su estrechez, nunca he averiguado cómo Lola Larrumbe es capaz de disponer tan cuidadosamente los títulos que uno encuentra lo que busca al primer vistazo, y la de Santiago Palacios, Sin Tarima, la más barojiana de todas. En Sin Tarima, uno suele tropezarse con una señorita con cresta de mohicano y perro famélico que duda entre dos biografías de Bach; una vecina que deja el carrito de la comprar en custodia porque va a los ultramarinos de al lado, y un anciano sentado en un rincón y con bastón, que aguarda a ver si alguien logra convencerle de que hay algo nuevo bajo el sol, y en mitad de todos, una francesita —muy atractiva, por cierto— que pregunta por un título en esloveno. Estos cuadros y otros semejantes se arman de improviso en esa venerable casa, mientras hablo con Santiago de esto y aquello, y, por tanto, siempre espero, en secreto, ver entrar, cubierto de boina, bufanda y abrigo, a don Pío, que busca las memorias de un arcipreste que vio asaltar su parroquia por los carlistas y cómo mandaban a los trescientos vecinos al cielo, en menos que se dice un Credo.

Y llegados a este punto y aparte, recuerdo que este artículo venía a cuento de que el próximo viernes, a la hora del aperitivo, estaré en la caseta de Santiago —es, para más señas, la 354— y el domingo dieciséis —el último día de la feria—, a partir de las seis de la tarde, en la de Antonio Machado, que es la número 33. Allí me tendrán por si quieren que les firme un título o, simplemente, si desean saludarme. Ah, y gracias por aguantarme la publicidad.

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