FIRMA INVITADA

La sórdida retaguardia

Louis Paul Boon
Gastón Segura | Lunes 20 de mayo de 2019
Los relatos sobre la retaguardia no suelen regalarse ni en los cumpleaños ni a las señoritas que se pretende por heridores y desgreñados. Y aunque entre sus líneas germine la mejor literatura, también llevan pegadas a sus fondillos las más abyectas proposiciones con las que arruinar a cualquier conciencia.

No en balde la retaguardia, en cuanto una guerra dura más de lo previsto por los estados mayores —que, por desgracia, suele ser lo habitual—, se convierte en un reino donde solo campea la penuria y la delación, y claro, en un coto así, solo prosperan los hampones de toda laya. Y aunque surjan entre su desidia algunos amores translucidos y duros como el diamante, en realidad, solo la disfrutan los niños sin escuela que juegan a revivir la guerra de la radio entre los ásperos desmontes y en las casas abandonadas con tanta prisa que hasta las camas permanecen recién deshechas, y que a poco que esa guerra constante e ineludible les curta el alma, se volverán unos golfos esquinados con todas las ilusiones pervertidas por la afilada navaja de la escasez.

En castellano, la retaguardia cundió mucho y con meritorio entusiasmo en los romances de antaño, donde entre algunas triquiñuelas salaces y otros episodios de pillería se cantaban los amores a contra credo entre moritas principescas y cristianísimos donceles de corcel cinchado; o a la inversa, entre sultanes delicados y esclavas cristianas con un fondo de arrayanes de sensual melancolía. En cuanto a la novela moderna, contamos con memorables ejemplos como Paz en la guerra (1897), de Unamuno, o la turbadora El rey y la reina (1948), de Ramón J. Sender, que, todavía, por lo certero y mórbido de su trama, inquieta a demasiados para que se pregone su lectura; y eso que se la transpuso al cine. Pero si hay un autor en cuyas novelas la retaguardia, con toda su atropellada y revuelta provisionalidad, ha marcado el anhelo de sus personajes es Juan Marsé. Tanto en Si te dicen que caí (1973) como en Un día volveré (1982) la retaguardia revolucionaria de Barcelona será el lugar donde sucedió algo luminoso —especialmente en la segunda novela— que sus protagonistas tratarán de rescatar para volver a respirar en una postguerra asfixiante y avasalladora. En Marsé, la retaguardia —contra lo que normalmente se relata en las novelas del asunto— es el torpe paraíso donde acaeció lo hermosamente inesperado y por desgracia tan fugaz como el tiempo que lo propiciaba. Pero es que en Marsé el territorio venal y apelmazado por la indignidad aconteció luego, en la postguerra. También me gustaría recordar un texto sustentado en un centón de estampas de la retaguardia, pero de una retaguardia en perpetua alteración; de esas donde un día llegan los villistas, y al siguiente, los federales, para espanto de todos y con el sangriento resultado que ya se imaginarán; se trata de Cartucho (1931), de la mejicana Nellie Campobello, quizá el sumario más abigarrado de cuantas vilezas desata una guerra civil.

En Europa, los relatos de retaguardia presentan ese tono pringoso y venal, con la traición a la vuelta de la esquina, del que les hablaba al principio; tanto en alemanes como en franceses e italianos. Constituyen una literatura desengañada donde se detalla la ramplonería humana con su voracidad sorda y embaucadora, y a tal extremo que se desploman los mitos nacionales como sucede en los primeros relatos de Patrick Modiano, que se prolongan en su aportación al guion de Louis Malle, para el magnífico film Lacombe Lucien (1974). En estas primeras novelas de Modiano, el colaboracionismo con el ocupante es lo habitual, al punto que el mito de la Resistencia se derrumba ante el lector, que asiste a las delaciones y a los chantajes como un método de subsistencia general y con tan desahogada cotidianidad que nos empalidecen las entrañas. De este mismo tenor, pero bajo unas exigencias estilísticas y temporales casi urgentes, se acaba de editar en España la traducción de Mi pequeña guerra (1947), de Louis Paul Boon.

Mi pequeña guerra como Cartucho, de Nellie Campobello, es una suma de estampas. Pero si en la mejicana era su revolución la causa de la barbarie; aquí es la ocupación alemana del pueblo belga de Alost (en flamenco Aalst; a mitad de camino entre Bruselas y Gante). Se publicaron en el semanario Zondagspost, a partir de diciembre de 1944; es decir, al filo mismo de los hechos. Y esta inmediatez con los sucesos es su máxima virtud, reproducida en la turbiedad y la espesura con que discurren los relatos. Los protagonistas, apenas señalados con un apellido imaginario o con un “fulano” de ocasión, actúan con la sordina opaca del rumor y al abrigo sucio de las sombras para efectuar sus pequeños y sórdidos delitos, en un pueblo hermético, clausurado, afónico. Tampoco tiene el menor relieve el ocupante, que transita de acá para allá en batallón y azacanado en sus quehaceres bélicos sin prestarles atención alguna, propiciando, con su impune indiferencia, la lenta degradación de toda la comunidad.

Boon para reflejárnoslo degrada a su vez el idioma tanto como puede; apenas si utiliza mayúsculas —ni para los nombres de las ciudades—, escamotea la puntuación para conseguir un continuo de pérfida confidencia y para que se sienta, de paso, la incomodidad tensa del miedo, y cambia, de pronto, la grafía para cerrar cada estampa con una ansiosa denuncia.

Por lo demás, la fama de Boon padeció lo reducido de su ámbito lingüístico, y aunque aquí se tradujera El camino de la capillita, por Destino, en 1979, este señero autor de la lengua flamenca nos sigue siendo un desconocido; Mi pequeña guerra es una buena ocasión para acercarse a su incisiva y encorajinada narrativa.

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