Cuando le concedieron la Medalla Fields, el Nobel de los Matemáticos, su única credencial era un pasaporte Nansen. Dos años después lideraba a los “enragés” del Mayo del ’68. Luego vinieron sus ensayos místicos, la ruptura con todo, el retiro a un paraje perdido del Pirineo francés donde vivió en soledad total durante 23 años. Para entonces Alexandre Grothendieck ya era considerado el último genio de nuestro siglo pasado. Una mente maravillosa comprable a la de John Nash, un soñador de espacios infinitesimales en los que Euclides se hubiera perdido. A su muerte, en 2014, dejaba cuarenta cajas repletas de manuscritos inextricables donde podría cifrarse la ecuación del fin del mundo.
Alexandre Grothendieck. Sin duda, un nombre difícil de memorizar, como si tradujera su voluntad de pasar al olvido tras haber alzado la gran catedral conceptual de las matemáticas Post-Euclidianas. Fue entonces cuando decidió desaparecer, recluyéndose en pequeño pueblo del departamento de Ariége, Laserre, donde llevó la vida de un ermitaño. Nadie, ni siquiera sus hijos, podía acercarse. Había borrado sus huellas, como si ya no existiera. En una de sus últimas cartas exige que toda su obra inédita sea destruida, que sus libros sean retirados de las librerías y las bibliotecas, que su nombre sea borrado de la historia.
A la manera de Max Brod, el amigo de Kafka a quien éste pidió que destruyera todos sus textos, dos de sus discípulos preservaron un legado caótico: más de sesenta mil páginas manuscritas que hoy se consideran un tesoro nacional. Su tratado de "Geometría Elemental" alcanza las mil y resulta indescifrable. ¿Qué decir de su "Estructura de la Psique", algo así como una formulación matemática de la mente humana diseccionada en cuatro mil pliegos? Todo ello se queda en nada ante el "Problema del Mal", un tractatus de siete mil páginas donde parece librar su batalla final con una suerte de Satán Cuántico. El mismo que en 1997 le llevaría al borde del suicidio, mientras escribía día y noche, hora tras hora, todo aquello que pasaba por su cerebro en el trance iniciático de quien contempla la muerte cara a cara.Alexandre Grothendieck. Sin duda, un nombre difícil de memorizar, como si tradujera su voluntad de pasar al olvido tras haber alzado la gran catedral conceptual de las matemáticas Post-Euclidianas. Fue entonces cuando decidió desaparecer, recluyéndose en pequeño pueblo del departamento de Ariége, Laserre, donde llevó la vida de un ermitaño. Nadie, ni siquiera sus hijos, podía acercarse. Había borrado sus huellas, como si ya no existiera. En una de sus últimas cartas exige que toda su obra inédita sea destruida, que sus libros sean retirados de las librerías y las bibliotecas, que su nombre sea borrado de la historia.
De todo lo demás sólo sabemos que le salvaron las plantas, a las que llamaba sus “amigas”, habilitadas por centenares en una casa que recodaba al Arca de Noé. La última vez que le vieron con vida antes de ser ingresado en el hospital donde fallecería poco después, a los 86 años, ese anciano que recibía a las visitas a punta de escopeta acariciaba unos helechos a los que “hablaba con una ternura infinita”. Se diría que le habían ayudado a resolver las grandes cuestiones astrofísicas sobre la creación del universo. Pero la comunidad científica le había olvidado. Su deriva mística suponía la punta del iceberg de una paranoia autodestructiva. El misántropo de Laserre era un caso perdido.
Sin embargo, entre los ’50 y los ’70, se le consideraba una celebridad mundial. Había que superar a Euclides, para quien las paralelas existen, hasta que nos adentramos en un mundo curvilíneo como la luz, donde todo puede ser infinitamente grande o infinitamente pequeño. Tales y su teorema se equivocan. Se puede ir más allá de Euclides. Todo depende de una cuestión medular en su razonamiento: el punto de vista.
Imaginemos a cincuenta especialistas estudiando otros tantos paneles cuajados de ecuaciones en los que intuyen puntos comunes sin encontrarlos. Aparece Grothendieck, se sitúa veinte metros a su espalda y descubre que los cincuenta paneles, observados a esa distancia, reproducen la obra de un solo autor, Leonardo da Vinci, frente a un modelo invisible hasta entonces, La Gioconda.
Por ese hallazgo, descrito en sus Elementos de geometría algebraica, recibiría la Medalla Fields, en 1966. De ahí en adelante, la mejor manera de entender lo que pudo representar Grothendieck para las matemáticas, cuando no se es un matemático, sería escuchar a sus colegas. Laurent Schwartz: “”Su obra se alza al nivel de las mayores conquistas de este siglo”. Pierre Deligne: “Cambió nuestro concepto de geometría algebraica” Luc Illusie, uno de sus discípulos: “Una de sus últimas creaciones, Los Motivos, avanza una metateoría comparable a la Teoría del Todo propuesta por Einstein”.
Grothendieck había intentado descodificar las claves del universo reinventando el arte de describir espacios infinitamente complejos. Pero, junto con eso, no vaciló en ponerse al frente del Mayo del ’68, participando en la creación del grupo Survivre –Sobrevivir-, fundando la escuela de Ecología Radical, y denunciando “las prácticas político-militares incompatibles con la supervivencia de nuestra especie”.
La vida del mayor matemático del siglo XX incluye una novela apasionante. Su padre, Sacha Shapiro, era un judío anarquista que participó en la revolución rusa antes de emigrar a Alemania, donde conoció a la periodista Hanka Grothendieck. Fue aquí donde nacería Alexandre, en 1928. Cinco años después, con el ascenso de Hitler, la familia se instala en Francia. Ya en el ’36 pasan a España, donde Sacha volverá a tomar las armas en defensa de la República. Cuando concluye la guerra sus padres se encuentran con el pequeño Alexandre en Nimes, pero por poco tiempo. Sacha es atrapado por los nazis y estos lo envían a Auschwitz, donde morirá en 1942. El niño sigue a su madre hasta el “asilo” de Rieucros. El asilo es un campo de concentración. Entre las alambradas a los once años, descubre por sí mismo la relación entre el diámetro de un círculo y su circunferencia.
Llega la paz, Alexandre continúa sus estudios sin brillar demasiado, pero al ingresar en la facultad de Matemáticas de Montpellier, deslumbra a sus profesores por su facilidad para resolver ecuaciones complejas. Lo envían a París para que lo examinen los Cartan, padre e hijo, luminarias de la escuela francesa de matemáticas. Le proponen catorce problemas sin solución aparente. En apenas unos meses, resuelve los catorce y redacta el equivalente a seis tesis doctorales.
Tras enunciar la K-Teoría, demostró el teorema Riemann-Grothendieck, lo que le depararía fama mundial. Todas las grandes instituciones científicas se lo disputan. Pero hay un problema. Grothendieck es apátrida, se blinda tras su pasaporte Nansen y se niega a adoptar la nacionalidad francesa. Solo lo hace cuando le garantizan que no será alistado. Finalmente acepta ingresar en el IHES –Institut des Hautes Etudes Scientifiques-. La púrpura no le dice nada. Y, al saber que el IHES ha recibido una subvención del ministerio de Defensa, dimite.
Acaba de fundar la Escuela de Ecología Radical, se erige en portavoz del grupo Survivre: “Luchamos por la supervivencia de la especie humana, amenazada por la utilización indiscriminada de la ciencia y la tecnología, así como por mecanismos sociales en nada diferentes a los principios que rigen la industria armamentística”.
Grothendieck se ha convertido en un peligroso activista. No obstante, en 1971 su prestigio sigue intacto. Le invitan como profesor asociado en el Collège de France. Su lección inaugural resulta explosiva –“”Ciencia y Tecnología en la crisis evolucionista actual. ¿Debemos continuar la investigación científica?”-. El escándalo le cuesta la admisión. Poco después le conceden el premio Crafoord –que recompensa las disciplinas omitidas por los Nobel-. Grothendieck rechaza los 250.000 dólares del premio, alegando que “la superabundancia de unos no se puede cimentar a costa de la pobreza de todos los demás”. Y añade: “aceptar este premio sería transigir con un mundo científico que considero gravemente enfermo y condenado a desaparecer por su ceguera intelectual y espiritual”.
Es el tiempo en que redacta una autobiografía caótica, mil páginas escritas a la manera de un razonamiento matemático –Recoltes y Semailles / Cosechas y Siembras-, a la que seguirá un segundo texto –La Cléf des songes / La llave de los sueños-, este ya abiertamente místico. “Sin la intervención de Dios, que me habla a través de los sueños” –escribe-, “no sé cómo hubiera acabado todo esto”.
Se refería a las matemáticas o a su propia vida? Nadie lo sabe. Para entonces, 1991, ya había decidido desaparecer en ese pueblecito del Ariège. Grothendieck vivirá en reclusión absoluta durante 23 años hasta que, en septiembre de 2014, semanas antes de fallecer, acepta una visita de sus hijos. Perdido entre sus plantas y sus alambiques, les mostró las cuarenta cajas de manuscritos que guardaba en su desván, entre las que se encontraba una carta de John Nash -el matemático que inspiró la película Una mente maravillosa, de Ron Howard-. El Nobel de Economía, especialista en la Teoría de Juegos, le comunicaba que había sido ingresado en un psiquiátrico. Nash pedía ayuda a Grothendieck para continuar sus investigaciones. Lo que vale por decir que un esquizofrénico agudo solicitaba el concurso de un paranoico autodestructivo para revolucionar los fundamentos de la geometría diferencial.
Tal vez sea algo de eso lo que contienen esas cuarenta cajas donde sus elucubraciones sobre la Estructura de la Psique se cotejan con decenas de millares de ecuaciones indescifrables que él calificaba como “mis garabatos”. Pero así como un tesoro puede ocultar otro, había más. Cuando Grothendieck abandonó Montpellier quemó todos sus documentos personales y telefoneó a uno de sus discípulos, Jean Malgoire en estos términos: “Si no vienes a retirar las sobras de mi burdel matemático, arderá con todo lo demás”. Cuando Malgoire llegó a Laserre, descubrió un segundo archivo que sumaba a los 20.000 folios del primero 40.000 más. Grothendieck no había dejado de escribir a su manera compulsiva. Montañas de páginas en formato A3, escritas por las dos caras, todas repertoriadas en una monumental tabla de materias. Primero Los Motivos, luego Las Derivadas, luego los Dibujos Infantiles… Aquello recordaba los mundos de Alicia a través del espejo, no en vano obra de otro matemático genial como Lewis Carroll, pero sin ninguna Oruga Azul que pudiera resolver los acertijos del Conejo Blanco.
Malgoire pensó que Grothendieck le entregaba su herencia intelectual para honra y prez de la ciencia. Su intención era justamente la contraria: reclamaba su ayuda para destruirla, persuadido de que sus ecuaciones harían avanzar la ciencia para lo mejor o para lo peor –“y seguro que será lo peor”.
Al igual que Max Brod con el legado de Kafka tras su muerte, Malgoire decidió rendir su tesoro a la universidad de Montpellier. Pero la comunidad matemática apenas levantó una ceja. Grothendieck les había atacado más que violentamente y hoy sus dos tesoros se cubren de polvo en un almacén de la Biblioteque National de France, a la espera de un nuevo Grothendieck capaz de descifrar esas arcanas formulaciones que podrían comportar para las matemáticas algo semejante a lo que aportó Einstein a la física.
Entretanto, un profesor de Toulouse, Yves Le Pestipon, trabaja en un documental sobre los últimos años del genio. En un lugar de Internet, L’Astrée, publica textos sobre sus conversaciones con sus vecinos: “Cuando vinieron los japoneses se los quitó de en medio con su azadón” “Hace unos días eché un vistazo a su basura. Había una carta contra su hija, que quería internarlo. Le decía que no estaba loco”. Y Pestipon añade: “yo también pienso que no lo estaba, hay categorías más sutiles”. Sin duda. Y entre ellas figura lo que se conoce como el Síndrome Nobel –lo que vale para las Medallas Field-: un tipo de depresión que afecta a los premiados, aterrados ante la posibilidad de no poder volver a brillar a esa altura.
Nunca sabremos si fue este el caso de Alexandre Grothendieck una vez que decidió cortar todos los puentes con el mundo. Al poco de que se retirara, cuando todos esperaban un descubrimiento sensacional, publicó un anuncio por palabras en un diario local: “Profesor universitario retirado busca aguardiente del país para hacer licor de peras”. El primer candidato se encontró con un rótulo inequívoco: “Detrás de esta ventana trabaja una leyenda”. La leyenda se cierra con una incógnita y un centenar de cajas que podrían cambiar nuestra visión del mundo.
“La gente huye del dolor; es decir, huye del conocimiento” –leemos en una de sus últimas cartas-, “pues no hay conocimiento del alma exento de dolor”. Tal vez sea esta la clave del misterio: Grothendieck no estaba dispuesto a vender la suya al diablo. El hombre que intentó desentrañar los misterios del universo, descubrió que sus hallazgos podrían conducir a funestas aplicaciones científicas y eligió la mística natural. En su casa de Laserre aun se preservan unas cuantas botellas polvorientas de ese licor de peras donde podría destilarse una ecuación, quizá apocalíptica, pero sumamente agradable al paladar.