No ha muchas semanas que, viendo yo un partido de fútbol en la televisión, oí cómo el comentarista calificó de “inaudito” un gol de libre-directo ejecutado por un exquisito jugador argentino. El tal había lanzado maliciosamente el balón por debajo de la barrera y ajustado a la base del poste: no por arriba y al ángulo superior, como en él es habitual. Así que cuando oí “inaudito en él” pensé que el comentarista quiso decir “inédito en él”, y lo justifiqué diciéndome que a un exfutbolista no podía exigírsele el habla de un académico. Además, los hablantes de una lengua solemos hacer diabluras con ella, y en ocasiones el uso común sale vencedor frente a la etimología (para desesperación de los puristas).
Tras aquella reflexión decidí no echar mano de diccionarios: no seré yo quien ajusticie a aquel comentarista. ¿Cuántos de nosotros decimos “delante mío” en vez de “delante de mí”? En las lenguas vivas, la ley del uso común es implacable, y a ella finalmente han de someterse, por las buenas o por las malas, los diccionarios.
A lo que vamos. En su artículo En Astillero (El País-Opinión-03/06/2016), en consideración de que “Del significado de una sola palabra depende la interpretación de fondo, literaria y filosófica, del Quijote, nuestro libro más importante”, Andrés Trapiello sostiene que cabe leer “lanza en astillero” como “lista para la acción, a punto”, supuestamente en línea con que aquel hidalgo de aldea “era a la sazón un caballero en astillero, o sea, a punto de serlo”, y se pregunta: “¿No le habría bastado con dejarla detrás de la puerta?”. Pues bien, esa interpretación es, además de inédita, inaudita.
¿Por qué leer en sentido figurado lo que tiene una lectura recta? El astillero (no de “astilla”, sino de “asta”) para una lanza es algo similar a lo que se emplea para los rifles de caza. Sin ir más lejos, yo tengo bien patente a la vista en mi despacho, junto a un acerado don Quijote made in Consuegra, un Winchester-1876 made in Menorca soportado por un simplicísimo astillero constituido por dos balas. ¿Acaso había de tenerlo en el fondo de un armario sepultado por los abrigos? Que un hijo-de-algo aldeano tenga una vieja lanza en su astillero, no “detrás de la puerta”, evidencia el melancólico y orgulloso recuerdo de los hechos de sus antecesores.
En su traducción del Quijote al castellano actual Andrés Trapiello había cambiado “lanza en astillero” por “ya olvidada”. Pero tras apoyarse en Covarrubias, Correas, Clemencín, Rodríguez Marín y otras autoridades sugiere leer “casi a punto”, “en capilla”, y remata con lo siguiente: “Incluso, por darle la razón a Rico (lo que más le gusta), en su lancera”.
¡Ah! ¡Claro que sí! Con menos consultas (y menos escrúpulos), la modestísima Sociedad Cervantina de Alcázar de San Juan, en su adaptación Las Aventuras de don Quijote de la Mancha nunca así contadas, dice que don Quijote era “un hidalgo de los de lanza y escudo en la pared”. Y es que ya lo dijo aquél: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”.
¡Cómo somos los anotadores del Quijote! Bajo cada piedra pretendemos haber descubierto lo que a otros se escapó por superficiales. Bien decía Francisco Rodríguez Marín un siglo atrás, en su edición profusamente anotada: “Por lo que hace a las notas, cuido en ellas con mucho empeño de defender a Cervantes, no de sus enemigos, que ya no los tiene, sino de sus amigos: de los anotadores, que acá y allá quisieron enmendarle la plana, siendo así que sabían menos que él, o no conocían como él las costumbres y el habla de su tiempo”. Y quien esto escribe está tan lejos del pontificado, que admite su inclusión en el denostado paquete de “los anotadores”, como cada hijo de vecino y como el más pintado en esta historia.
Enrique Suárez Figaredo. Sociedad Cervantina de Alcázar de San Juan