Como si esta chiripa no resultase poco prodigio, bastó ver la conmovida gratitud con la que, a su término, nos premiaron los asistentes —mayoritariamente humildes y silenciosos peruanos—, para palpar cuán emocionante había resultado. En efecto, me cupo el honor de acompañar a la doctora Dora Sales —la primera especialista en Arguedas de España— y a don Alonso Ruiz-Rosas, agregado cultural de la embajada del Perú, en la mesa de los conferenciantes encargados de revivir a aquel desgarrado novelista, que emprendió una tarea portentosa: plasmar el español que hablaban y hablan los indios serranos con todo su pálpito, sincopado y lamentoso, sin escatimar nada, y menos, añadir digestivos edulcorantes que mitigasen la rudeza de su malaventura.
Con todo acierto, don Mario Vargas Llosa advirtió en cierta ocasión que Arguedas era mucho más que un escritor indigenista, porque sus personajes se elevan con verdadera encarnadura. Y tanto; pues sus personajes emanan del arduo empeño por plasmar el auténtico decir del indio, y que alcanzará —como nos recordaba la profesora Sales, hace una semana— su culminación en El zorro de arriba y el zorro de abajo. Tal es así que la transposición de ese habla no le satisfizo ni en Agua (1935) ni en Yawar fiesta (1941), donde al propio Arguedas aún le suena un tanto presa del acartonado tópico. Será en Los ríos profundos (1958) cuando esta aspiración se dé por cumplida. Para entonces —y no es detalle menor— lleva una década, Andes arriba, Andes abajo, recopilando cantos, mitos y danzas para que no los sepultase el férreo olvido. Además, nadie como él que fue, por muy criollo que aparentase, antes quechua hablante que sufrido escolar en español, para apreciar si había acertado o estaba momificando el sentir de todo un pueblo. Y como cualquier auténtico novelista sabe, no basta con ensoñar un personaje; el personaje antes ha de manifestarse, con sus desgaires y sus barruntos, dentro del novelista, para que este, con tiento y sin traicionarlo, lo trasponga reglón a reglón en las páginas del relato. Por supuesto, solo el dominio del acervo semántico y sintáctico del personaje, que en el fondo no es sino el sonido de sus anhelos, procura dicho ejercicio. Por eso, el dominio de aquel habla, de aquel español mal traducido del quechua, con sus frases trompicadas y augurales que pugnan contra su sedoso y apocado discurrir, es indisociable de la encarnadura de los personajes de Arguedas; es más, es la nervadura que los pone en pie. Y esa nervadura, esa carnalidad, es la que convierte a las novelas de Arguedas, desde Los ríos profundos hasta El zorro de arriba y el zorro de abajo, pasando por El Sexto (1961) y Todas las sangres (1964) en sencillamente emocionantes. Una emoción que singulariza Arguedas y que lo eleva por encima del indigenismo para situarlo como un escritor cimero y único.
Pero aún hay más; Arguedas, como unos años antes había hecho Miguel Ángel Asturias con La trilogía de la banana (1950-1960), supera el atávico enfrentamiento entre criollos e indígenas, cuando percibe que la irrupción de las multinacionales, tras la II Guerra Mundial, está germinando un nuevo conflicto de más procelosa resolución, y ante el que todos sus compatriotas están llamados, vengan de donde vengan, se pronuncien como se pronuncien y tengan el tinte de piel que tengan; porque en este envite les va a todos la mera dignidad. Tal certeza que encontramos en sus dos últimas novelas, Todas las sangres y El zorro de arriba y el zorro de abajo, lo convierte también en superador del indigenismo, anclado por sus argumentos en la denuncia de la secular e inmediata explotación del indio. Empero el inmenso drama de la Historia había aumentado en sus magnitudes tanto cuanto disimulaba mejor sus añagazas, y Arguedas no pudo sustraerse a retratarlo con la misma sinceridad que había retratado en sus comienzos la inmerecida vejación del indio, para estremecernos de nuevo con idéntica emoción y que sus novelas permanezcan ahí, todas palpitantes.
Y por último, no me resta sino evocar a ese hombre; a ese tipo que, a pesar de sus cincuenta y tantos años, quizá nunca dejó de ser el niño huérfano de Andahuaylas, criado entre afanosas inditas, y que el dos de diciembre de 1969, tras impartir una clase y con el aula ya vacía se disparó en la sien, asediado por sus propias tormentas. Nos legó El zorro de arriba y el zorro de abajo para la que le faltaron alientos con los que concluirla, pero a la que alcanzó insertar, delante de cada capítulo, unos diarios que no son sino su testamento fatigado, pues desde la primera línea, y para nuestro pasmo, nos anuncia su fatal decisión. Léanlo y encontrarán en sus páginas el emocionante consuelo de lo netamente humano; lo que no es poca cosa.