A veces la combinación de leyes, normas y rutinas formales nos obligan a pensar si no estaremos viviendo en un país de imbéciles, sordos, ciegos e increíblemente mal intencionados. La Ley del 2012 (Real Decreto Ley 5/2013), fue abrumadora al cruzar los datos de Hacienda con los de la Seguridad Social, obligando a la pobreza a todos los creadores, casi de cualquier actividad, en los últimos años de sus vidas.
A partir de ese momento, ninguno pudimos cobrar más de 9.172,80 euros anuales en derechos de autor, a riesgo de perder la pensión. Mientras tanto, se daba la paradoja de que si el escritor poseía diez pisos en propiedad y los tenía alquilados, los beneficios de esos alquileres no le quitaban su pensión. “Especular sí, crear no”, era la norma de unos gobiernos que pasaban olímpicamente de la cultura que el país perdía cada hora, cada mes, cada año, al forzar a los autores a escribir y guardar sus obras, o buscarse formas extrañas de publicar fuera de España, olvidando cuanto supone ver sus libros en los escaparates de las librerías de su ciudad, su capital, o simplemente presentarse a un premio de gran dotación, salvo que lograse un Planeta, un Cervantes o un Nobel, galardones éstos de los que estamos privados la mayoría de los que no tenemos previsto cruzar nuestro arte con las diplomacias y servidumbres que llevan a la espalda dichos premios.
Desde el 2012 hasta hace bien poco gobernaba España el Partido Popular, una ironía de apelativo caso de que, dentro de “lo popular”, hubiera que incluir a los escritores y creadores mayores de sesenta y cinco años, obligados, por decreto, a encarcelar sus cerebros, productores de cultura, dentro de los muros de sus viviendas, sus entornos familiares y amigos; una especie tipificada de “arresto domiciliario”. Durante seis años todo cuanto han creado solo ha obtenido el beneficio de su propia satisfacción, y la tristeza de ver cómo se llenaban sus cajones de páginas que nadie leería, ni antes, ni después de su fallecimiento. Ya que los hijos, herederos de los derechos de autor, también estaban condenados a igual pena.
Famosa la frase de Larra: “Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta», ampliada más tarde por Luis Cernuda: “En España escribir no es llorar, es morir”. Así estábamos hasta que ayer, 28 de diciembre de 2018, Día de Los Inocentes para mayor gloria, el desconcertante gobierno socialista ha anunciado por fin que los autores podremos compatibilizar los derechos de autor con nuestras pensiones.
En seis meses podremos traer del “exilio” las obras que hemos producido con trabajo, sudor y lágrimas, para que España aumente sus cotizaciones de IRPF, ayudando a las tan necesarias políticas sociales, podremos enfrentarnos con los asesores literarios de las editoriales de aquí -esos cuyas decenas de desaciertos se saldan a fin de año en las rebajas-, y regresar a la normalidad creativa, las firmas de libros, las conferencias, presentaciones, ferias y escaparates de las escasas librerías que aún quedan. Nuestras obras podrán ser vendidas en los grandes almacenes, junto a los muestrarios de ropa interior, calzoncillos, camisetas, calcetines, perfumes de clase alta, y smartphones de última generación; nuestros rostros, con canas y arrugas, serán expuestos por fin en línea, cerca de los de Rafa Nadal, Belén Esteban y los chicos de Operación Triunfo.
Todo eso formará parte de la vida que también los autores jubilados hemos ayudado a formar. La Educación de ahora mismo, a la vista de los índices de fracaso escolar, la forma cotidiana de escribir en los whatsapp, los twitter, los facebook, las expresiones de las tertulias sociales, políticas, las entrevistas de calle, cierran día a día las esperanzas de que a la literatura con mayúsculas le quede mucho tiempo de vida. La sociedad actual ha invadido el mundo de los libros con ese insulto que lleva por título la palabra “betseller”, de tal forma que si ahora mismo un joven Herman Hesse, un incipiente Albert Camus, un Alejo Carpentier, un Juan Rulfo, un Ernesto Sábato, un Alain Robbe-Grillet, un Joyce, un Samuel Beckket, un Julio Cortazar, acudieran con su manuscrito a uno de los flamantes editores que pueblan Madrid o Barcelona acabarían recibiendo, tres o cuatro meses más tarde, la famosa carta de “lo sentimos pero su original no encaja con nuestra línea editorial presente”. Si hoy día no escribes un mamotreto de mil páginas -a las que, con toda seguridad, sobran más de la mitad-, fabulando alegremente una parte de la historia, con trapisondas amorosas y enrevesados líos familiares, o te inventas al enésimo inspector de policía duro que resuelve asesinatos en serie, o te lanzas en una nave cuántica hacia las cercanías de Plutón, dará igual que cobres una pensión de las grandes, de las medianas o de las no contributivas, tu esfuerzo cultural seguirá reposando en los cajones de tu casa, o los editarás por tu cuenta y riesgo. Y nunca verás la portada de esos libros en la inexistente librería de tu barrio.