LOS IMPRESCINDIBLES - Álvaro Bermejo

EL CÓDIGO DON QUIJOTE

Don Quijote ante el espejo

Primera parte

Álvaro Bermejo | Sábado 15 de diciembre de 2018

El arduo trabajo de zapa en la cripta de las Trinitarias tenía un sentido: más que los restos del Ingenioso Hidalgo, encontrar el camino de regreso a su geografía mágica, a través de los laberintos de la Cueva de Montesinos. La aventura manchega comenzó en un puerto de mar adentro. Se llamaba Puerto Lápice para decirnos que cada uno de nosotros ha de escribir su propio libro. El libro de su vida. El que te convierte en hijo de ti mismo. Hijo de ti. “Hijo-te”. Quijote. Estas son apenas las claves iniciales de una peripecia interior cuajada de molinos y gigantes. Cinco siglos después Don Quijote no deja de cabalgar a la conquista de la Civilización del Vértigo.



DON QUIJOTE EN EL DIVÁN

No parece menos peligrosa la analogía con los valores eternos, incluidos los nacionales. En España esto sólo podía traducirse en un fractal del cainismo ibérico. Hay un Don Quijote librepensador, y otro tradicionalista e intransigente, de la misma manera que se cruzan el entusiasta, el depresivo, y hasta un showroom andante. Así lo pintó Thomas Mann, como un exhibicionista enloquecido, mientras Rubén Darío encarna en su triste figura una alegoría del Desastre del ’98: en su relato DQ el hidalgo acaba suicidándose por no sufrir más la agonía de España. Cada época ha enfrentado a nuestro Ingenioso Hidalgo con los paradigmas de su tiempo. La interpretación sarcástica y jocosa con que se leyó en su día no tardó en verse aparejada por otras más complejas donde cabían desde las invectivas larvadas contra el duque de Lerma y hasta su elevación a los altares de la santidad, convertido en una suerte de Cristo manchego, tal como lo vieron Tolstoi y Dostoievski.

Cervantes no ha dejado de resucitar desde entonces, a golpe de centenarios o de piquetas arqueológicas, a veces para dar en espejismos, cuando no en peligrosos juegos de espejos. Ya en el 1789, en sus Cartas marruecas, Cadalso advertía: “En Don Quijote el sentido literal es uno y el verdadero otro muy diferente”. ¿A qué se refería?

ORA POR NOSOTROS, SEÑOR DE LOS TRISTES

Se entiende perfectamente el empeño -¿quijotesco?-, de Trapiello por “traducirlo” a una versión apta para analfabetos funcionales: merman las páginas en la misma medida que abultan los eventos del IV Centenario, donde no quedará gobernante, concejal o edecán de la cultura que se prive de aparecer en el cartel. Desde el fondo de su tumba, hoy tan revuelta como el polvo enamorado de Quevedo, es muy posible que Cervantes se vengue con un “Voto a Dios, que me espanta tanta grandeza”, pues, hoy más que nunca, el humor cervantino aquilata el lenguaje del desencanto.Sin duda a la plasticidad de la mente de Cervantes, cuya vapuleada vida, como su desencanto, se esculpen a cada página sobre el abollado yelmo de Mambrino que cubre la crisma de don Alonso Quijano. Allá, en las vastas llanuras de La Mancha, como en todos los aparatos de la gloria, esplende un sol cegador. Pero, ¿qué hubo de luminoso en la vida de Cervantes? ¿Qué sabemos a ciencia cierta de él? Volvemos a Rubén Darío: “Ora por nosotros, Señor de los Tristes”. Es una buena letanía para esta España donde el 40% de la población afirma no haber leído un libro en su vida –y así nos va-. Del 60% restante, tampoco pasa del meridiano la cifra de los que han hojeado El Quijote, mientras que solo dos de cada diez llegaron hasta el final. La última encuesta del CSIC resulta demoledora: de todos ellos, solo el 16% recordaba el nombre real del Ingenioso Hidalgo, y apenas el 30% consideraba que debería formar parte del currículo escolar el conocimiento de la obra cumbre de la literatura española.

AL OTRO LADO DEL ESPEJO

Ignoraban que nuestra máxima gloria nacional venía de pernoctar en la cárcel de Sevilla y que no tardaría en visitar la de Valladolid, casi en calidad de proxeneta, cuando a la puerta de la mancebía que regentaban sus hermanas, las “Cervantas”, apareció acuchillado un caballero vasco llamado Gaspar de Ezpeleta.Por más que su libro llegase a ser un best-seller, los beneficios no le alcanzaron ni para remendarse el jubón. Fue hijo de cirujano, no cualquier cosa en la España del XVI, aunque, si esta era la de los estatutos de Limpieza de Sangre, tampoco obraba a su favor el cromosoma hebraico impreso en su ascendencia. No me resulta difícil imaginar la posibilidad de que hoy mismo, el mejor de nuestros escritores vivos, aquel cuya obra perdurará a través de los siglos, sea un perfecto desconocido que se quita el frío arropándose con sus manuscritos mientras crecen los fastos cervantinos, a semejanza de aquel oscuro alcabalero aplastado por la España de los bronces imperiales a la que tanto odiaba –igual que odió a Felipe II, al que llamó ladrón-. Sus contemporáneos tampoco fueron demasiado indulgentes. Lope despreció abiertamente su Quijote, los “parnasianos” se la tenían jurada, y el licenciado que aprobó la segunda parte de su novela pinta a su autor como “un soldado viejo, hidalgo y pobre” ante unos franceses que se asombraban de que alguien tan aclamado en su país no saliera de la indigencia en España.

La pista vasca abre una derivada interesante para seguir buceando en la secreta genealogía de Cervantes. Es muy posible que el Examen de Ingenios del humanista Juan Huarte fuera el shot point del epíteto que bautiza a nuestro “Ingenioso” hidalgo. Huarte comulgaba con Erasmo, tuvo problemas con la Inquisición y, al igual que el manchego, se vio forzado a recurrir a la munificencia de un conde para imprimir su obra. Es en su espejo donde se mira El Caballero de los Espejos, el no menos elocuente licenciado Vidriera, y quizá también ese vizcaíno atrabiliario que sale en defensa de su dama frente a don Quijote. En toda la novela, es este el único personaje que se toma en serio su presunta locura. Quizá también el único que consideraría una locura tanto homenaje y tanta bambolla en honor de un escritor a quien en vida se castigó con la hiel de la envidia y la indiferencia, con un quintal de menosprecio y un sinfín de postergaciones. El mismo que, cuatrocientos años después, sigue siendo un perfecto desconocido, tan unánimemente aclamado como ominosamente poco o nada leído.

(continuará)

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