Ese miedo, también es el que se encarga de llenar nuestras imágenes de una incertidumbre que nos impide reconocernos a nosotros mismos, y reconocernos ante los demás. Ese miedo es el verdadero culpable de las experiencias que nos moldean la vida sin apenas darnos cuenta. Experiencias que se hallan muy lejanas a la verdad que se esconde tras nuestro corazón. En El veredicto, al película dirigida por Richard Eyre y basada en la novela homónima de Ian McEwan, la jueza Fiona Maye, interpretada por una inconmensurable Emma Thompson, representa muy bien a esa línea del horizonte que nunca se alcanza y que, para ella, es una línea de fuga. El trabajo, la responsabilidad, el sentido de la lealtad ante el difícil desempeño profesional ante el que se enfrenta cada día, son esas huellas que el tiempo se encarga de dejar dentro de nuestra memoria. Una memoria que se hace selectiva y borra de nuestro interior aquello que un día nos hizo felices. Aquello que, como la poesía o el amor, llegó a marcar el sentido de nuestras vidas. A ella, sólo le hace falta leer de nuevo aquel poema de Yeats: «Allá en los jardines de Salley mi amor y yo nos encontramos;/ Pasó por los jardines de Salley con pies pequeños, blancos como nieve./ Me dijo que me tomase el amor con naturalidad, como las hojas que crecen en el árbol;/ Pero yo, siendo joven y tonto, no estuve de acuerdo con ella./ En un prado junto al río mi amor y yo nos encontrábamos,/ Y en mi hombro inclinado ella apoyó su mano, blanca como nieve./ Me dijo que me tomase la vida con naturalidad, como la yerba crece en las presas;/ Pero yo era joven y tonto, y ahora estoy lleno de lágrimas.», para que su sensibilidad, sepultada por un sinfín de capas teñidas de olvido salte hasta los límites de su piel. Entonces, es cuando la firmeza de su corazón, su honradez y su tenacidad se tambalearán hasta provocarle una zozobra que terminará bañando en sus propias lágrimas. Lágrimas cargas de remordimientos y, de una incomprensión hacia sí misma y hacia el mundo que ella juzga, que no la dejarán indiferente. Ian McEwan a la sazón autor de la novela en la que se basa la película y guionista de la misma, vuelve a obligarnos a poner en tela de juicio muchos de esos axiomas que siempre creemos que son inalterables e innegociables. Axiomas que se vienen abajo cuando exploramos la necesidad de respirar de nuevo aire fresco. Un aire fresco que nos lleva a escapar de la burbuja de cristal que la sociedad y nosotros mismos nos hemos creado y, en la que sin apenas luces ni sombras, nos cobijamos como si fuésemos los protagonistas de un estudio sociológico más: el de la incomprensión. Incomprensión ante un mundo que decapita cada día parte de nuestra esencia. Incomprensión ante la inexistente necesidad de llegar a ser nosotros mismos sin ningún tipo de aderezo más. Ser nosotros mismos con aceptar que sólo somos personas, sin más. Incomprensión, también, acerca de unos sentimientos que teníamos olvidados y ante los que mostramos miedo y extrañeza cuando de repente se revuelven en el presente. Sentimientos que sólo buscan remover nuestras conciencias.
"El Veredicto (La Ley del Menor)" es la expresión del miedo a manifestarnos con libertad en las líneas más sinuosas de nuestras vidas. Allí donde estamos solos y sin más ayuda que nuestro más próximo entorno. Un entorno que, su director Richard Eyre, filma de un modo académico impecable y muy cercano al teatro, tanto por los escenarios escogidos como por el tratamiento de las imágenes, que alcanzan su plenitud en los ensimismados primeros planos de sus protagonistas, e incluso en los travelling de una ciudad, Londres, que se nos aparece siempre bellas y hermosa como un deseo al alcance de nuestras manos. A lo que, sin duda, contribuye esa última panorámica final que parece mostrarnos el poder de aquellos que dejaron este mundo sobre los que todavía pelean en él contra sus miedos e indefiniciones, sin otra ayuda posible que la del amor. Un sentimiento que, muchas veces, dejamos en el olvido de los días de vino y rosas de nuestra lejana juventud.