Atrapar un sueño y reducirlo a la esencia de aquel que crea una nueva vida y la transforma, no en algo nuevo, pero sí distinto. Sentirse perdido tras el níveo esplendor de la luna sobre el fondo negro de un cielo estrellado que se ve manchado por las nubes, grises en la noche, que no paran de atravesar el firmamento inglés en busca del mar
\nMar de hielo donde dar vida a un monstruo, pero no a uno cualquiera, si no a un monstruo llamado Frankenstein. Así se nos presenta la joven Mary en la nocturna soledad de su habitación mientras intenta dar vida a aquello que le atormenta por dentro y que sólo verá la luz tiempo más tarde. Aislada del barro de las calles de Londres, de los mercados callejeros y sus carnes sangrientas, y de la falta de sensibilidad hacia su persona por parte de su madrastra, la joven autora busca refugio en el cementerio, junto a la tumba de su madre, entre hojas caídas y un perenne otoño ausente de luz y de sol. En esa idílica imagen que preside el cartel de la película, la directora de este biopic que se encuentra a medio camino entre el drama y la wikipedia, rescata parte de la esencia de ese mundo interior de la creadora de uno de los personajes más míticos de la literatura. Sin embargo, todo se queda ahí, perdido entre reflejos góticos desteñidos y alejados del Romanticismo de principios del siglo XIX, donde las ansias de libertad deambulaban entre el regreso a la naturaleza y la necesidad de derrocar a las viejas costumbres que marginaban a la mujer, dejándola en un segundo plano. De ahí, que no sea extraño que, la hija de la filósofa feminista Mary Wollstonecraft y el poeta y filósofo William Godwin, necesitara huir a ese otro mundo que la llevara más allá de la mezquindad que rodeaba a su realidad cotidiana. Es en ese refugio donde Mary Shelley creará y se citará con su monstruo y, quizá, donde de alguna forma se liberó de él, o no, porque cabe la posibilidad de que el famoso monstruo fuese ella misma.
Esa esencia puramente romántica que se le supone a la protagonista de esta historia, sin embargo, naufraga a la hora de plantearnos un guion donde lo único que se salva es la percepción artística de Mary Shelley, muy bien interpretada por Elle Fanning, lo que le da un mayor margen de credibilidad, pero no así en cuanto al resto de la película, que se nos narra más pendiente del tono académico que del dramático y literario que en sí mismo posee esta archiconocida historia. En este sentido, el interés de la directora saudí se centra sobre todo en el aspecto visual del film, al que intenta dotar de esos márgenes de certeza sobrepigmentada cuando ahonda en una ambientación tenuemente iluminada, y que sólo encuentra su mayor acierto en el retrato más íntimo de Mary Shelley y su soledad, pues en el resto y, sobre todo, en la ambientación de Villa Diodati, naufraga estrepitosamente, pues nada más tenemos que fijarnos en lo vulgarmente que sale retratado un Lord Byron afectadísimo en sus poses y maneras, sin dejar de lado la falta de encaje de unas escenas desapropiadas y desacertadas, sobre todo, si nos atenemos a ese espacio lírico tan bien ambientado por Gonzalo Suárez en Remando al viento, todo un prodigio del cine de autor, del que por otra parte, carece esta nueva entrega, más perdida en dar un enfoque tímidamente feminista que en hacer del tormento de su protagonista una obra épica sobre lo que se suponía que en aquella época era el papel de la mujer en la sociedad. Menos mal que, Elle Fanning, intenta poner en pie a un personaje difícil, atormentado, pero a la vez, dotado de un fuego y una luz en sus ojos que la actriz logra transmitir en todas aquellas escenas donde se ve precipitada al acantilado de la incomprensión de una sociedad y un entorno que no comprende aquello que transita por sus sentidos. Esos libros de notas donde escribe los textos que dan vida a Frankenstein, o esos trazos dibujados por toscos lapiceros de madera, nos hablan de ese otro yo que fue capaz de romper las fronteras de la vida real para llegar a la tierra firme de esa otra vida donde todo es posible gracias a nuestra imaginación. Entre libros, bajo la tenue luz de las velas y tras las sombras de ese mundo de oscuridad e infelicidad, es como nos hubiese gustado descubrir a esta nueva Mary Shelley, sin embargo, en esta ocasión nos hemos tropezamos con ella entre reflejos góticos desteñidos y alejados del Romanticismo más puro y genuino, por imposible. Menos mal, que siempre nos quedará su obra para poder respirar la auténtica oscuridad que presidió la vida de ella misma y de su monstruo.
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