Esta historia comienza en el Museo Histórico de La Haya, donde se preservan una lengua y un dedo humanos pertenecientes a uno de sus más insignes primeros ministros durante el Siglo de Oro neerlandés, Johan de Witt, víctima de un truculento episodio de canibalismo en la Europa del XVII. Pero llevemos el caso a la actualidad. La lengua que habla y el dedo que acusa. ¿Con qué podríamos relacionarlos?
Tal vez con la larga lengua y el dedo corto de Joe Biden, el presidente saliente de EE.UU. El pasado día de Acción de Gracias y tras negar en reiteradas ocasiones que jamás indultaría a su hijo Hunter de sus condenas firmes por evasión de impuestos -en el tiempo en que asesoraba a una empresa energética ucraniana (y subrayo ucraniana)- resolvió otorgarle un indulto “total e incondicional”, incluyendo cualquier posible cargo futuro. Antes ya lo hizo el también demócrata Bill Clinton con su hermano. Pero esta vez, además de los republicanos, buena parte de los congresistas de su partido han denostado al presidente por haber vulnerado “fundamental y permanentemente” las reglas del indulto presidencial.
Con este precedente, Trump bien podría indultar a quienes asaltaron el Capitolio. Idéntica lógica en España: indultos por conveniencia personal, imputados que permanecen en sus cargos. Todo dentro de esa izquierda, la de la superioridad moral, hoy la de la flagrante doble moral. La que llegó al poder -¿lo recuerdan?- con la promesa de que, a la primera imputación, cese o dimisión.
¿Fue el caso de Johan de Witt? Todo lo contrario. Accedió al cargo de Gran Pensionario precedido por un prestigio sin igual. Era autor de uno de los primeros textos de geometría analítica, aplicó sus conocimientos matemáticos en beneficio de Holanda, sus tratados económicos inspiraron a Adam Smith. Tenía un problema: era un republicano de verdad, lo que le granjeó la aversión de su monarca, Guillermo de Orange.
La derrota ante Luis XIV precipitó la venganza monárquica. Su hermano fue acusado de traición, encarcelado y torturado. Cuando Johan, ya cesado, acudió a socorrerle, una turba se le echó encima. Tras colgar a los dos hermanos por los pies, fueron castrados y desmembrados.
Alejandro Dumas lo contaría así en El Tulipán Negro: “Todos querían sacar una gota de sangre del héroe caído y arrancarle un jirón de sus vestiduras. Después de haber destrozado a los dos hermanos, la turba arrastró sus cuerpos desnudos al patíbulo improvisado, donde los verdugos aficionados los colgaron de los pies. Entonces vinieron los canallas más cobardes de todos, que no se habían atrevido a herir la carne viva, para cortar la pieza muerta y luego ir por la ciudad vendiendo pequeños trozos de los cuerpos de Johan y Cornelius a diez sous la pieza”. Si esto es literatura, la no menos cruda realidad histórica acredita cómo un platero local cumplió la promesa de arrancar sus corazones a los De Witt con sus propias manos, mientras otro testigo presencial asegura haber visto cómo “los furiosos devoraron su hígado y sus intestinos, en medio de un paroxismo caníbal”.
Quedaron esa lengua y ese dedo, los que se muestran en el Museo Histórico de La Haya. Los que siguen acusando a Biden y a alguno más. De todo lo que se cuenta. Incluso de lo que no se puede contar.