La obra funciona como una buena guía en ambos sentidos: guía histórico-turística de Japón, absolutamente útil para quien quiera acercarse, física o mentalmente, a ese país; y guía de lectura de la obra murakamiana. Todo entrelazado; el autor cita a menudo a personajes de Murakami como ejemplos de hechos históricos o trasuntos de personajes reales.
Una tesis del libro es que Haruki Murakami, aparentemente un escritor occidentalizado y despegado de las tradiciones de su país es “más japonés que el sushi y el té verde juntos”.
Carlos Rubio, especialista en cultura japonesa, empieza reconociendo que es un converso a la obra de Murakami; no entró en su mundo a la primera; le había leído poco y sin entusiasmarse. Lo leyó entero para escribir este libro, buscando a Japón entre sus párrafos; y descubrió que sí, que “ahí estaba Japón: en cada párrafo y en cada página; estaba en las palabras, los gestos, los valores y los sentimientos de cada personaje”. Detrás de su fachada occidental, hecha de jazz, cerveza, cultura pop y bates de béisbol, estaba el Japón de las últimas décadas, estaba un Haruki Murakami cien por cien japonés, aunque sea un japonés que no lo parece.
Aunque la geografía y la historia de las novelas de Murakami corresponden al Tokio de los últimos sesenta años del siglo XX, el libro se remonta mucho más allá y más atrás para mostrarnos el Japón histórico.
Los dos patrones que caracterizan el hábitat japonés son el mar y la montaña, lo que tiene implicaciones que van de la concentración demográfica a la gastronomía. En cuanto al Tokio actual, conviven en él lo más moderno y lo más tradicional, la cara que se enseña y el corazón que se oculta; a pocos pasos de las estaciones-hormiguero, los rascacielos y las avenidas llenas de luces de neón, perviven los pequeños santuarios sintoístas, las tabernas populares, los vecindarios con minúsculos huertecillos y baños populares. La aldea y la megalópolis están una al lado de la otra.
Cumpliendo con su papel de guía turística, el libro contiene doce sugerencias para pasar cinco días en Tokio: desde desayunar sushi en el mercado del pescado hasta pasear por sus parques o los jardines de santuarios sintoístas.
En la historia del Japón hay un año clave, el de 1868, en que se entroniza la dinastía Meiji, con un gigantesco programa de transformación del país según pautas occidentales. Ese encuentro o choque de culturas tuvo efectos ambivalentes; el novelista del s. XIX Soseki vaticinó las complicadas consecuencias de ese encuentro. Los personajes solitarios de Murakami son herederos del mismo dilema.
Pese a su aparente dificultad, el idioma japonés cuenta con una gramática sencilla, con muy escasas irregularidades en la conjugación verbal, carencia de artículos y un número limitado de fonemas. Las dificultades para un occidental residen en su ambigüedad, la abundancia de registros basados en diferencias sociales, la ordenación sintáctica, la complejidad de su escritura y –la más sutil y difícil de superar- su fascinación por el vacío.
En la lengua, como en otros aspectos de su cultura (de la jardinería a la negociación empresarial), los japoneses van de los detalles a lo global; “las propuestas no arrancan si los detalles más nimios no aparecen incluidos; y no prosperan si no se completan al milímetro”.
La escasez de combinaciones silábicas del japonés (sólo 112 frente a las más de 2.500 del español y las más de 3.000 del inglés) tiene algunas consecuencias interesantes: la ausencia de rima en su poesía clásica (resultaría demasiado fácil y, por ello, de mal gusto); la abundancia de juegos de palabras y la frecuencia de la ambigüedad, la insinuación y el doble o triple sentido de las frases.
Como toda lengua, pero el japonés de un modo especial, refleja los valores de una sociedad muy vertical. Más que la contraposición entre el tú y el usted, en japonés son nombres, adjetivos, verbos y partículas los que señalan diferencias sociales
La composición más característica de su poesía clásica es el haiku, esa composición de tres versos (de cinco, siete y cinco sílabas) que es el bonsái de su literatura; una poesía de la sensación a la que no es ajena el budismo zen con su filosofía del aquí y ahora, y que tiene como uno de sus principales principios estéticos el aludir a lo invisible.
Uno de los autores más destacados de la literatura japonesa es el novelista Natsume Soseki ((1867-1916), “el escritor moderno más valorado y ya con estatura de clásico”, cuya obra “se caracteriza por la fusión entre un lirismo descriptivo de hondas raíces japonesas y la capacidad analítica y psicológica de la novela europea de finales del siglo XIX”. Soseki muestra el precio que la sociedad japonesa tuvo que pagar por modernizarse y, en ese sentido, es un precedente de Murakami.
Junto a Soseki, el otro progenitor de la literatura moderna japonesa es Mori Ogai (1862-1922), autor de El intendente Sansho. Si Soseki es el creador del espíritu y la fuerza, Ogai lo es de la materia y la herramienta, gran forjador de nuevas palabras para expresar nuevos conceptos literarios y culturales, creador de un estilo del que se beneficiarían las generaciones siguientes; austero, distante y luminoso donde Soseki es íntimo, lírico y humanista. Además de los citados, en las obras de Murakami hay referencias a otros autores japoneses como Akutagawa, autor de Rashomon, Osamu Dazai (1909-1948, autor maldito que rebosa ternura bajo un barniz de nihilismo y sarcasmo) o el premio Nobel Kenzaburo Oe.
Más allá de la literatura, la estética japonesa se define por las nociones de irregularidad, simplicidad, caducidad y capacidad de sugerir. Como escribió Yoshida Kenko en el siglo XIV, “las cosas son bellas precisamente porque son frágiles e inconsistentes”. Otros conceptos importantes en la cultura japonesa, y oriental en general, son los del vacío, que no tiene una connotación nihilista, sino vital y positiva, y el silencio, que es un elemento activo de comunicación entre japoneses. Una de las claves de la cultura japonesa es sugerir lo oculto. En Murakami, las nociones de pérdida, silencio y vacío forman un océano hueco de significados.