Normalmente el que te echen del trabajo es un drama familiar. Para Pep Bras ha sido una bendición, porque así ha podido terminar su novela La niña que hacía hablar a las muñecas que llevaba “cuarenta y cuatro años escribiéndola”, afirma en la presentación de la misma a los medios de comunicación. Su obra ha sido magníficamente editada por Alevosía de Ediciones Siruela. “Son unos monstruos, han llegado mucho más allá de donde yo lo he hecho”.
Para poder escribir esta novela, que tenía en mente desde su más tierna edad, le tuvieron que echar de El Terrat donde trabajaba como guionista. Andreu Buenafuente no demostró tener buen ojo al hacerlo, yo que él me hubiese echado antes a mí mismo. No lo hizo, afortunadamente, y así hemos ganado a un novelista que nos va a dar muchas sorpresas en el futuro; de momento, ya nos ha sorprendido tanto con su camisa como con la historia de su bisabuelo Joan Bras.
Desde luego, lo de sus camisas no tiene precio, tanto la que llevaba hoy como la que luce en la solapa del libro. Lo de su bisabuelo tampoco. No hemos sido capaces de sacarle si lo que cuenta en el libro es totalmente verídico o no. Ni siquiera nos ha querido decir qué mísero tanto por ciento es real y qué es fabulación. Su bisabuelo emigró a comienzos del siglo pasado a Argentina, pero una mala tormenta tropical azotó el transatlántico en el que iba haciéndolo naufragar cerca de la costa brasileña.
En Ilhabela en el año 1909 el paquebote se hundió, muriendo centenares de pasajeros, incluido Joan Bras. La doctora de la isla se enamoró del cadáver de su abuelo. Se enterraron todos los naufragados en una fosa común, menos el cuerpo del bisabuelo, que fue metido en un féretro aparte y sepultado en el cementerio de aquella tropical y selvática isla. Quien conoce la zona sabe que las lluvias tropicales arramblan con todo lo que se encuentran a su paso. El cementerio situado en la zona alta de la isla comenzó a inundarse y las escorrentías bajaron sin que nadie pudiese pararlas. El féretro buscó la manera de unirse a esas corrientes de agua y se deslizó torrencialmente hasta la misma puerta de la casa de la doctora, viuda para más señas.
Cuál no sería su sorpresa cuando vio salir del mismo al apuesto bisabuelo de Pep Bras, cuyo único pecado, o mejor dicho, enfermedad, era la catalepsia. Que no estaba muerto, sólo un poquito cataléptico. Decir que ocurrió un flechazo entre ambos es algo obvio. La doctora necesitaba que apagasen su fuego interior y qué mejor que una tormenta para hacerlo. Así comienza una historia de amor apasionante que daría un fruto, La niña que hacia hablar a las muñecas de nombre Sión.
Si esta historia me la cuenta un andaluz diría que estaba exagerando, si la cuenta un catalán y, más si es de Premía de Mar, me la creo a pies juntillas. Los catalanes son personas serias, bueno, todas, no. Por lo menos, Pep Bras no lo es, aunque sí es serio al contar la historia de la novela y de su vida.
“Llevo más de veinte libros escritos, casi todos en catalán menos los dos últimos. En el entreacto de cambio de idioma tuve un paréntesis de ocho años, los justos entre que nació mi hija y creció un poco”, relata con una sonrisa en los labios. Cuando empezó a escribir su última novela la comenzó en catalán, pero no le salía. “Claro, me tiraba catorce horas al día escribiendo guiones en castellano para el Buenafuente”, se sincera. Vaya, además de echarle, resulta que era un explotador que no cumplía las horas estipuladas en el convenio de cómicos. El caso es que “¿por qué no lo intento en castellano?”, se preguntó y se respondió rápidamente. Comenzó a escribirla y le salió del tirón. “En Cataluña no hay ningún problema lingüístico, es sólo un problema creado desde fuera. Solo cinco familias han recurrido la ley de normalización”, apostilla en un aparte.
Bueno, decir del tirón es mucho decir. Seis meses estuvo dándole vueltas al argumento y la cifra se elevó hasta los cuatro años, hasta que logró terminar la novela que él quería hacer. “Cuando trabajaba en el Terrat escribía de cuatro a siete de la madrugada, luego desconectaba y me ponía a escribir guiones”, cuenta orgulloso. Si hubiese seguido con el monologista, probablemente no la habría terminado nunca. “La primera versión tenía 1.600 páginas, trabajando como lo hacía la habría terminado con ochenta años”, señala. ¡Le hubiese dado tiempo a tener bisnietos!
Esos dos años que calculó que le duraría el paro, los utilizó para sacar adelante la novela. No sólo escribirla, sino acortarla, retocarla, “censuro mucho, soy mal padre de mis libros”, afirma. Tanto trabajo, tanta labor, para que luego venga un lector y se la lea en tres días, “incluso en uno, me ha llegado a decir uno”, recuerda. Pues sí, tanto retoque para que ahora tenga que escribir la continuación o la precuela. “Mi mujer me está empujando a ello. Me dice espera, que si le gusta a la gente, no te va a quedar más remedio”, le sugiere apuntándole con una pistola a la sien. También algo hará, supongo, el que de la novela, antes de salir en España, ya se han vendido los derechos a Alemania y a Holanda. “En Alemania saldrán con una tirada de 25.000 ejemplares”, suelta orgulloso. ¡Adiós problemas de hipoteca!
La niña que hacía hablar a las muñecas se divide en dos partes diferenciadas. La primera sucede en Brasil y la segunda en París. Para ello, la historia tiene que dar un hachazo. La primera es una gran historia de amor, la segunda es la historia de ese fruto en la ciudad del “can can” en los años veinte. Espectáculos, bohemia y ventrílocuos. “La niña necesitaba un profesor de ventriloquía y resulta que el mejor del mundo en aquella época era un valenciano llamado Francisco Sanz. También aparece el mago protagonista de mi anterior novela, pero aquí sólo hace un cameo”, desvela.
Le ha quedado una novela muy visual, “yo primero tengo que verla”. Se podría hacer fácilmente una versión cinematográfica. Pero lo que al autor catalán le gusta sobre todo es “contar una historia y disfrutar haciéndolo. En la primera versión, lo primero que tengo que hacer es disfrutar, luego vienen los arreglos”, el trabajo de pulido y abrillantado. Porque así le ha quedado esta novela histórica que no sabemos lo que tiene de histórica. Le ha quedado brillante, llena de contraste y desbordante de pasión. Al fin y al cabo, si no se tiene pasión, para qué se va a vivir. Y Pep Bras pone pasión en todo lo que hace, se nota en lo que dice, en cómo lo cuenta y en cómo afronta la vida.
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